En América Latina, y particularmente en Uruguay, el paradigma de la convivialidad ha sido escasamente trabajado por las ciencias sociales. A pesar de su riqueza teórica y su potencial crítico frente a los modelos dominantes de desarrollo y democracia, sigue siendo una noción periférica y poco explorada. En un contexto marcado por la polarización política, desafíos sociales, crisis ambientales y transformaciones tecnológicas aceleradas, este paradigma ofrece claves valiosas para repensar el vínculo entre Estado, sociedad y naturaleza.
¿Qué es y por qué importa este paradigma? La idea de “convivialidad”, propuesta inicialmente por Ivan Illich1 en los años 70, surgió como una respuesta crítica a los efectos deshumanizantes de las instituciones modernas y del proceso de industrialización. Illich observó que muchas instituciones creadas para servir a la autonomía humana –como la educación, la medicina o las tecnologías– habían pasado a funcionar de manera opresiva. En su opinión, la escuela se había vuelto un sistema que reproduce jerarquías y limita el pensamiento crítico; la medicina, una estructura tecnocrática que medicaliza la vida cotidiana; y la tecnología, un sistema cada vez más complejo, que, si bien parece ampliar nuestra libertad, nos hace cada vez más dependientes de los aparatos, del saber experto y de las grandes corporaciones. En su mirada, estas instituciones ya no empoderaban a las personas, sino que restringían su capacidad de decidir sobre sus propias vidas, generando nuevas formas de dependencia, exclusión o control.
En ese contexto, Illich propuso la noción de convivialidad como un principio organizador de sociedades que fortalecen tanto la autonomía individual –la capacidad de decidir sobre la propia vida– como la autonomía colectiva –la posibilidad de que las comunidades gestionen solidariamente sus recursos y vínculos–. No se trataba de una utopía moral, sino de un modo concreto de organizar el poder y la producción: limitar el control excesivo de las instituciones, recuperar la escala humana de los sistemas y garantizar que las herramientas tecnológicas estén al servicio de la vida, y no al revés.
Con el paso del tiempo, esta idea fue reinterpretada y ampliada. A partir de la crítica inicial de Illich a la burocratización y la dependencia tecnológica, distintos pensadores y movimientos sociales –especialmente en América Latina– incorporaron nuevas dimensiones como la justicia ambiental, la economía solidaria o la gestión comunitaria de bienes comunes. En términos prácticos, esto se traduce en políticas que fortalecen la producción local frente a la concentración corporativa, impulsan energías renovables de pequeña escala, promueven presupuestos participativos y fomentan cooperativas que combinan trabajo digno con sostenibilidad. La convivialidad, así entendida, deja de ser un ideal abstracto para convertirse en una forma concreta de gobernanza más cercana, justa y sustentable.
Hoy, la convivialidad puede pensarse como una orientación práctica para la acción pública: construir sociedades donde el bienestar no dependa sólo del crecimiento económico, sino de la calidad de los vínculos, del acceso equitativo a los recursos y del tiempo disponible para vivir con otros. Un gobierno convivial sería aquel que regula los excesos del mercado, promueve la participación ciudadana en las decisiones estratégicas, fortalece los servicios públicos que cuidan –educación, salud, transporte, energía– y mide su éxito no sólo por indicadores macroeconómicos, sino también por la cohesión social y el cuidado del ambiente.
Aunque este enfoque nació como una crítica a las instituciones y tecnologías del siglo XX, las condiciones actuales le devuelven plena vigencia. En un mundo marcado por la crisis ecológica, la automatización del trabajo, el agotamiento de los modelos extractivistas y el desencanto con la política tradicional, la convivialidad ofrece un horizonte posible. No se limita a señalar lo que no funciona: propone reorientar nuestras economías, instituciones y tecnologías hacia formas de vida más justas, sostenibles y humanas. El avance de este paradigma se basa en decisiones concretas que devuelvan escala humana a la gestión pública: fortalecer lo comunitario, redistribuir el poder, cuidar los bienes comunes y hacer que la participación ciudadana deje de ser una formalidad para convertirse en una práctica cotidiana. Más que un eslogan, es una forma de gobernar que pone la vida en el centro y mide el progreso por la capacidad de convivir mejor.
En este contexto, el paradigma de la convivialidad adquiere una especial relevancia para el Uruguay actual, y en particular para el gobierno de Yamandú Orsi. No se trata sólo de una perspectiva académica, sino de un marco que puede orientar la acción pública en un tiempo que reclama diálogo, cooperación y reconstrucción de los vínculos sociales. Uruguay atraviesa una etapa en la que la fragmentación social, la polarización política y el agotamiento del tejido comunitario desafían la capacidad del Estado para generar cohesión. En ese escenario, la convivialidad ofrece una brújula que permite articular desarrollo con cuidado, crecimiento con equidad y modernización con justicia social.
Por otra parte, en un contexto de fuertes restricciones presupuestales (déficit fiscal) y políticas (falta de mayorías en una de las cámaras), avanzar hacia un modelo de sociedad más convivial podría ser uno de los legados más realistas y valiosos de su administración. Pero para que esto sea más que una aspiración discursiva, será necesario dar pasos tangibles que traduzcan ese estilo en transformaciones institucionales y materiales.
Es bastante evidente que el gobierno de Orsi ha optado por una estrategia gradualista, moderada, sin grandes rupturas con el pasado, procurando dejar su impronta hasta donde el contexto económico y los márgenes de la negociación política se lo permitan. Esta situación ha llevado a un proceso de desencuentro y ajuste entre las expectativas iniciales y lo efectivamente realizable. Es en este contexto que entiendo que el paradigma de la convivialidad podría convertirse en una hoja de ruta útil, precisamente porque no exige cambios abruptos o maximalistas, sino transformaciones sostenidas que pongan en el centro a la comunidad, el tejido social, el uso racional de los recursos, la participación y la búsqueda de acuerdos.
Más allá de las críticas, el gobierno de Orsi ya ha dado múltiples señales de apostar a los espacios de participación, diálogo y consulta como parte de su forma de gobernar. A modo de ejemplo, podría citarse el Diálogo Nacional por la Seguridad Social, las Mesas de Diálogo por la Seguridad Pública, la convocatoria a aportes para la nueva ley de cuidados, las mesas de diálogo en temas de vivienda y hábitat, los intercambios con organizaciones ambientales en torno a proyectos como Arazatí o Casupá, o el recientemente anunciado “proceso de escucha” en torno al futuro de la Biblioteca Nacional.
Más allá de las críticas, el gobierno de Orsi ya ha dado múltiples señales de apostar a los espacios de participación, diálogo y consulta como parte de su forma de gobernar.
Puede ser que el gobierno impulse estas instancias porque reconoce la complejidad de los problemas, porque aún no tiene posiciones cerradas en algunos temas, o porque entiende que las políticas públicas requieren respaldo y legitimidad social para su efectiva implementación. Lo cierto es que, desde su asunción a la fecha, ha promovido numerosos espacios de consulta y participación, en variados campos de la política pública. Si bien estos espacios no siempre tienen un carácter institucionalizado o resolutivo, son una señal clara de una disposición al intercambio y a la construcción compartida de soluciones. Desde una perspectiva convivialista, constituyen un punto de partida valioso.
Por lo demás, el paradigma dialoga bien con el estilo político de Orsi: un liderazgo que rescata la pluralidad democrática como valor, que evita la polarización y que no rompe puentes. Su estilo político cercano, su disposición al diálogo con actores diversos y su énfasis en abrir espacios de consulta y participación lo alinean con varios principios convivialistas. Tiene el talante adecuado para encarnar este paradigma: no busca la confrontación, sino la articulación. Es, en muchos sentidos, el tipo de liderazgo que este paradigma exige.
En este contexto, la convivialidad puede ofrecer un horizonte de sentido a un gobierno que busca construir legitimidad a partir de la cercanía, la comunidad y el cuidado, proporcionando un marco ético y político que oriente sus decisiones ante problemas de alta complejidad y restricciones materiales o institucionales. Más que un modelo cerrado o un catálogo de políticas prescriptivas, la convivialidad invita a asumir un conjunto de principios que inspiren la acción pública, promoviendo un modo de gobernar basado en el diálogo, la sensibilidad social y el reconocimiento del otro como fuente de legitimidad y de cohesión social. En última instancia, representa una oportunidad para dotar de coherencia ética y narrativa una estrategia de reformas graduales, cuya potencia transformadora radica precisamente en su capacidad de articular continuidad y cambio desde un horizonte de sentido compartido.
Pero hay un punto que es crítico. La convivialidad necesita concreciones materiales, no sólo actitudes y gestos. Si el paradigma de la convivialidad se queda en el plano del estilo, del talante o del discurso, corre el riesgo de diluirse. Para que la convivialidad sea más que una inspiración, debe encarnarse en políticas concretas: redistribución de la riqueza, fortalecimiento de lo comunitario, límites al extractivismo, regulación de la tecnología, justicia ecológica. De lo contrario, el gobierno corre el riesgo de consolidarse como una experiencia bienintencionada, dialoguista y empática, pero sin transformar las condiciones estructurales que hacen posible una vida digna con oportunidades para todos. Habrá avanzado en las condiciones discursivas y actitudinales de la convivialidad –lo cual no es poco–,2 pero no alcanzará las condiciones materiales, que son imprescindibles.
Por otro lado, el impulso participativo que el gobierno ha promovido también encierra riesgos que no deben subestimarse. Cuando se abren múltiples procesos y espacios de consulta, existe la posibilidad de que el tiempo se diluya en la escucha y la deliberación sin traducirse en acciones concretas, que los plazos se alarguen y la implementación se frene, o que se generen expectativas que luego no se cumplan, erosionando la confianza pública. Además, la multiplicidad de voces puede volver más difícil la toma de decisiones y la definición de prioridades, dando lugar a una parálisis por consenso o a la sensación de que ningún actor quede plenamente satisfecho. La clave, por tanto, no es sólo abrir el diálogo, sino articularlo con una capacidad efectiva de decisión y transformación.
Sin embargo, precisamente en esa apertura reside también una oportunidad política singular. Un gobierno que logra sostener espacios reales de deliberación y coproducción de políticas públicas puede fortalecer una nueva forma de legitimidad, basada no en la imposición ni en la mera gestión técnica, sino en la construcción compartida de soluciones. Si logra traducir los procesos participativos en resultados visibles, aunque sean parciales o graduales, el gobierno podría consolidar un vínculo de confianza más profundo con la ciudadanía y avanzar hacia una democracia más reflexiva, donde la participación no sea un trámite, sino una práctica sostenida de corresponsabilidad. En otras palabras, la convivialidad puede convertirse en una fuente de energía cívica capaz de renovar el pacto social, siempre que se logre equilibrar escucha y decisión, apertura y eficacia.
Quisiera terminar invitando a la academia uruguaya, en especial a las ciencias sociales, a prestar más atención a este paradigma. Además del Centro Mecila de Estudios Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales, el paradigma de la convivialidad ha dado lugar a prolíficas líneas de investigación en instituciones de la región como el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y universidades de Argentina, Brasil y Chile.3 La convivialidad permite abordar temas como la desigualdad, la sostenibilidad, la democracia participativa o la interculturalidad desde un marco innovador. La ciencia política, la sociología y la antropología uruguaya tienen aquí una oportunidad: explorar este paradigma, debatirlo críticamente y aplicarlo a la comprensión de nuestra coyuntura. En última instancia, se trata de imaginar cómo queremos y podemos convivir en este siglo.
Javier Pereira Bruno es doctor en Sociología y director ejecutivo de Fundación América Solidaria.
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Pensador austríaco (1926-2002) conocido por sus fuertes críticas a las instituciones clave de la modernidad. Sacerdote católico. Vivió en Estados Unidos, Puerto Rico, Alemania y México. Durante su estadía en México fundó el Centro Intercultural de Documentación, que reunió a personalidades como Paulo Freire, Erich Fromm y Peter Berger. De esta etapa son algunos de sus principales escritos: La sociedad desescolarizada, La convivencialidad, Energía y equidad y Desempleo creador. ↩
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En tiempos en que la crispación se vuelve costumbre y la política se desliza hacia la desconfianza y el agravio, no es poca cosa cuidar los vínculos, reconocer lo que otros hicieron bien y sostener el diálogo aun en la diferencia. ↩
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A modo de ejemplo, ver el texto “Convivialidades políticas y sociales en la pospandemia”, coordinado por Juan Ignacio Piovani y Gloria Chicote. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Clacso, 2024. Disponible online en el repositorio del Clacso. ↩