La Dirección General Impositiva (DGI), que es el principal organismo recaudador de impuestos del país, está implementando un nuevo Modelo de Gestión de Cumplimiento Tributario orientado a facilitar el cumplimiento por parte de los contribuyentes concebidos como sujetos de derecho. Esto significa poner el foco no en el incumplimiento (aunque se fiscalice y sancione), sino en favorecer que los ciudadanos cumplan con sus deberes fiscales. Para lo anterior está llevando a cabo una serie de proyectos e iniciativas que involucran a un gran número de funcionarios del organismo y que implican nuevas herramientas de análisis, rediseño de procesos, simplificación de trámites y promoción de una estructura organizativa diferente que se oriente a colaborar con el contribuyente, no a castigarlo, y que implique una forma novedosa de gestión en la administración pública (véase la entrevista realizada por este medio al director general de Rentas, el economista Gustavo González Amilivia, publicada el 6 de noviembre).

Si analizamos cuál es la posición filosófica detrás de estos cambios que se promueven, es posible encontrar una explicación teórica en el concepto de agencia y, específicamente, en el de agencia compartida. Hablar de agencia y de impuestos podría resultar, a primera vista, contradictorio. La propia palabra impuestos remite a la idea de imposición, a algo que no es voluntario. Por otro lado, el concepto de agente (aunque existen varias teorías),1 es lo contrario. Se trata de una persona autónoma, capaz de deliberar y actuar sobre la base de razones y no de imposiciones.

La dogmática tributaria2 enfatiza esta noción de imposición, desde el punto de vista jurídico-tributario cuando, al distinguir el concepto de impuesto del de tributo, lo define como aquella especie tributaria por la cual el sujeto que lo debe no recibe ninguna contraprestación estatal a cambio. Por las tasas y las contribuciones especiales de seguridad social (que conforman las otras dos especies tributarias dentro de nuestro ordenamiento jurídico, artículo 10 del Código Tributario) se supone que el individuo sí recibe, como contrapartida, una actividad del Estado. Más allá de la pertinencia didáctica de esta distinción, desde el punto de vista teórico (lo que es reconocido por dicho autor), es posible desafiarla.

Parece necesario detenerse en el concepto de contraprestación o de independencia de actividad estatal y mirarla desde un punto de vista menos inmediato. Si bien es cierto que cuando el individuo paga un impuesto no recibe una prestación concreta a cambio, como cuando compra un bien determinado o paga por un servicio, eso no significa que por el impuesto no reciba nada a cambio. Como se ha señalado, los impuestos no sólo contribuyen a que el Estado proteja los derechos económicos y sociales de las personas, sino también sus derechos civiles y políticos, los que también tienen un costo relevante.3

Todas las personas (potencialmente) estamos en una situación vulnerable con respecto a nuestra vida y nuestra libertad. Las instituciones como la Policía o el Poder Judicial y todas las garantías que existen en un estado de derecho (rule of law) son posibles porque todas las personas contribuimos a su sostén mediante los impuestos. Por lo tanto, aunque no haya en simultáneo una prestación mirada como equivalente con otra (como puede existir en un contrato), no parece el caso que los impuestos sean independientes de la actividad estatal o no les otorguen a los individuos nada a cambio.

Por otro lado, aunque algunos autores de la dogmática tributaria y algunas teorías económicas enfaticen que los impuestos no son voluntarios, hay buenas razones para sostener lo contrario.

Las posiciones teóricas libertarias,4 que conciben los impuestos como violatorios de la libertad individual, ya que consideran a los sujetos como titulares de ciertos derechos absolutos frente al Estado, no dejan de tener puntos de contacto con la visión de los sujetos como egoístas racionales;5 esto significa que las personas están (en su visión) preocupadas por ellas y sus familias o las personas de su círculo cercano, con respecto a las cuales desarrollan emociones o sentimientos favorables, pero no tienen un interés en favorecer a personas que no conocen.

Sin embargo, aun desde la concepción de las personas como egoístas racionales (diferente a la concepción rawlsiana de persona autointeresada),6 es posible pensar que, racionalmente, quieran pagar impuestos. Al menos para protegerse a sí mismos y a sus familias o amigos de una violación a su seguridad o a su integridad personal. Y aun cuando se sostenga que, si estas personas administraran por completo “su” dinero, podrían proveerse la seguridad a sí mismas, todavía tienen tales teorías la carga de la argumentación en cuanto a por qué no sería posible concebir el Estado en términos de cooperación entre agentes autónomos racionalmente competentes.

La visión de los impuestos y del derecho y el propio Estado como algo ajeno a la voluntad individual enfrenta el desafío de explicar por qué el individuo, concebido como autónomo y racional, toleraría algo que es contrario a sus intereses y a su voluntad. Esta objeción no la enfrenta una posición teórica que parta de la concepción del individuo como agente, capaz de decidir acerca de su destino y de su forma de organización colectiva, a la cual la visión del Estado no le es ajena, sino que la concibe como algo que él mismo decide y que contribuye a su bienestar personal y compartido.

El ser humano es el único animal que es un agente; esto significa que puede mirarse a sí mismo como si fuera un tercero. Tiene la capacidad reflexiva de preguntarse, en forma previa a desarrollar una conducta determinada, si lo que va a hacer es correcto o no. Tiene la posibilidad de tomar distancia de su conducta y pensar si tenía razones suficientes para hacer lo que hizo o no. Puede actuar con base en deseos que tienen a su favor razones justificadas o no; puede adoptar una conducta con base en una ira desenfrenada o para perjudicar a los demás, o puede actuar por razones altruistas.

Pensar que los individuos, en tanto agentes racionales, no están dispuestos a pagar impuestos es una falacia. En los hechos, la recaudación del Estado se mantiene por el aporte voluntario de sus ciudadanos.

Es pacíficamente admitido que un individuo puede postergar su deseo, o algo que le interesa de forma inmediata, porque está dispuesto a buscar un bien mayor mediato. Así, una persona puede postergar su deseo de comer un alimento que le guste porque considera que le va a hacer daño a su salud; un joven puede postergar salir a divertirse con sus amigos porque prioriza estudiar para un examen de su carrera porque cree que le va a reportar beneficios futuros. También las personas desarrollan conductas que no las benefician en absoluto, pero que benefician a terceros a quienes aman, como a un padre o a un hijo y, por ende, que consideran que tienen razones (prudenciales) para realizar.

La visión del ser humano como agente implica que puede actuar no sólo por deseos o emociones no justificables (razones motivacionales), sino por razones normativas. Tiene la capacidad y la voluntad de negarse a recibir un beneficio inmediato sobre la base de lo que concibe como una razón justificada. Esto es perfectamente conciliable con la naturaleza autointeresada del individuo y no tiene que partir de una concepción idealizada de un sujeto como mártir del bien ajeno.

Todo lo anterior desafía la concepción popular detrás de frases como “de los impuestos y de la muerte nadie se salva” o “a nadie le gusta pagar impuestos”. Desde el punto de vista de un individuo concebido como agente, pagar impuestos es una conducta racional. Y no lo es sólo por cuestiones de razones de prudencia (evitar la acumulación de multas y recargos, evitar sufrir el embargo de bienes, etcétera), sino que lo es por razones de tipo normativo.

Los individuos valoran determinados bienes. Por ejemplo, la existencia de una plaza pública, de un monumento, de carreteras, caminos, etcétera. Pero, además, hay actividades que sólo pueden desarrollarse en forma compartida. Una persona no puede jugar al fútbol sola, necesita hacerlo en equipo. Hay determinadas capacidades que los individuos sólo pueden desplegar cuando lo hacen de forma compartida con otras personas.

Puede que en un parque haya varias personas caminando y se puede decir que hay un colectivo de personas realizando la misma actividad. Pero hacerlo de forma compartida implica algo diferente. Cuando vemos un grupo que salió a caminar en forma conjunta, el grupo está organizado (tiene un determinado objetivo en cuanto a número de vueltas a dar al parque), la conducta de uno de los miembros es influida por la conducta de los otros (siguen determinado ritmo o velocidad en la caminata), cada individuo tiene una obligación o un compromiso con respecto a los otros miembros del grupo (cumplir con el horario pactado para la caminata en conjunto, etcétera).

De una forma similar, como seres humanos, compartimos una determinada comunidad, un espacio que habitamos en conjunto, un ambiente que nos rodea y también necesidades y vulnerabilidades en común. Este mundo social que compartimos es necesario que sea administrado u organizado para poder alcanzar aquellos objetivos que valoramos (cualesquiera sean).

Los impuestos son un instrumento (entre otros) para el desarrollo de fines compartidos que tenemos como individuos. Esto implica que, como agentes y enfatizando nuestra propia voluntad y libertad de decisión, estemos individualmente interesados en cumplir (y que el resto de los individuos también lo hagan), aquellos compromisos que asumimos entre todos. Esto se asienta en el presupuesto de un Estado democrático o de rule of law del que nos sentimos parte. Por supuesto que nadie tiene una razón normativa, en sentido fuerte, para colaborar con los ingresos de un Estado terrorista o dictatorial que no persigue el bienestar de sus ciudadanos, sino el de un grupo de delincuentes que están en el gobierno de turno.

Aun cuando no estemos del todo de acuerdo con las decisiones de un gobierno democrático, si desde nuestra perspectiva agencial nos consideramos formando parte de la comunidad social y política que nos rodea, parece poco probable que no tengamos razones normativas para acompañar las decisiones de los individuos elegidos de acuerdo con las reglas aceptadas por todos, para tomar determinadas decisiones.

Cuando entre amigos decidimos hacer una reunión y delegamos en determinadas personas la decisión de qué comida y bebida comprar y el lugar de la reunión, podemos tener objeciones en cuanto a si el lugar o el menú elegido es, en el balance de razones, el mejor, o el de nuestra preferencia, pero tenemos razones para respaldar el trabajo realizado por quienes tomaron las decisiones que nosotros elegimos para que lo hicieran. Esto no significa que no sea posible criticar sus decisiones o reprocharlas en determinados casos, pero no podemos concebir esas decisiones como, por completo, ajenas a las nuestras.

Al compartir necesidades, vulnerabilidades, recursos y bienes comunes, los seres humanos compartimos también la agencia, que involucra la voluntad, la decisión y la responsabilidad conjunta de tomar decisiones que contribuyan a garantizar nuestra libertad e igualdad (en todas sus vertientes), lo que implica resolver cuáles serán los medios o los caminos para lograrlo. Los impuestos son un instrumento, entre otros.

En conclusión, pensar que los individuos, en tanto agentes racionales, no están dispuestos a pagar impuestos es una falacia. En los hechos, la recaudación del Estado se mantiene por el aporte voluntario de sus ciudadanos (el porcentaje de recaudación voluntaria es enormemente más grande que el de la recaudación coactiva). Los impuestos no deberían verse como impuestos a la voluntad de las personas, sino como un instrumento racional de la agencia compartida. Por ende, parece muy razonable que la interacción entre las administraciones tributarias y los ciudadanos pueda concebirse en términos de facilitación, cooperación y como un proceso de una cadena de interacciones donde se persigue un fin común.

Serrana Delgado Manteiga es encargada del Departamento Jurídico de la Dirección General Impositiva. Es docente de Teoría del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Es abogada, magíster en Derecho y Técnica Tributaria (Universidad de Montevideo), magíster en Filosofía Contemporánea y doctoranda en Filosofía. Las opiniones vertidas en el presente artículo no representan a las de ninguna institución.


  1. Schlosser, M (2019). Agency. En The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Edward N Zalta (ed.)

  2. Valdés Costa, R (1996). Curso de derecho tributario. Depalma-Temis-Marcial Pons. 

  3. Holmes, S y Sunstein, C (1999). El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Siglo Veintiuno Editores. 

  4. Nozick, R (1974). Anarquía, Estado y utopía. Fondo de Cultura Económica (1984). 

  5. Sidwick, H (1907). The Methods of Ethics. Hackett (1981). 

  6. Rawls, J (1971). Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica (2012).