La izquierda uruguaya atraviesa un momento peculiar: gobierna, pero parece extraviada. Administra, pero no conduce. Se define progresista, pero actúa con incomodidad ante cualquier agenda verdaderamente transformadora. Más que un proyecto político, transmite la sensación de estar gestionando un delicado equilibrio entre no irritar a los mercados, no incomodar a sus aliados internos y no ahuyentar a un electorado cada vez más centrista. El resultado es un progresismo desdibujado, sin rumbo, que navega entre contradicciones propias y torpezas ajenas.

Los episodios recientes muestran un panorama que inquieta incluso a su propia base social. Un ejemplo ilustrativo fue la crisis por el cierre de M24, cuya propiedad y conducción siempre estuvieron rodeadas de figuras vinculadas al MPP. Frente a los despidos de trabajadores, y la falta de claridad en la transferencia de la emisora, la dirigencia del sector eligió la indiferencia y el distanciamiento. Lo que en otros tiempos hubiera movilizado solidaridad automática terminó convertido en un lavado de manos que dejó a los trabajadores solos y desconcertados.

Algo similar ocurre en TV Ciudad, donde la reducción de salarios y los despidos contrastan de manera alarmante con el discurso histórico de defensa del trabajo y la comunicación pública. La Intendencia de Montevideo, gobernada por el Frente Amplio durante más de tres décadas, aparece ahora como un actor que replica lógicas empresariales que siempre cuestionó.

A esto se suman episodios políticos que acentúan la sensación de desnorte. El presidente Yamandú Orsi elogió inicialmente la política de seguridad de Nayib Bukele, para luego matizar, y casi desmentir, sus propias palabras a través de entrevistas y voceros. El vaivén dejó dudas sobre convicciones, sobre manejo político y sobre la verdadera brújula ideológica del gobierno. A ese desorden comunicacional se agregó la desafortunada declaración de una legisladora que describió la bandera de Palestina como “un pin de moda” dentro del Frente Amplio. El comentario, además de superficial, reveló una falta de sensibilidad y profundidad en un tema que exige todo lo contrario.

Más desconcertante aún fue la escena de una senadora del MPP intentando acercarse políticamente a Alejandro Astesiano, figura emblemática de las irregularidades del gobierno anterior y símbolo de prácticas que el progresismo históricamente denunció. En cualquier otro momento, tal gesto hubiera sido impensable. Hoy parece parte de una deriva más amplia en la que la coherencia ideológica es sacrificada en nombre de la transversalidad, la empatía o alguna forma difusa de “reconciliación”.

La izquierda uruguaya atraviesa un momento peculiar: gobierna, pero parece extraviada. Administra, pero no conduce. Se define progresista, pero actúa con incomodidad ante cualquier agenda verdaderamente transformadora.

Entretanto, el gobierno coquetea con discursos económicos conservadores. El ministro de Economía no ha ocultado su simpatía por algunos aspectos del modelo económico de Javier Milei, un experimento radicalmente opuesto a cualquier tradición progresista. Y cuando desde el PIT-CNT surgió la propuesta de una sobretasa al impuesto al patrimonio –una herramienta clásica de redistribución en la izquierda latinoamericana– el propio gobierno fue el que la desestimó. El debate, que debería haber ocurrido antes de las elecciones, terminó convertido en un síntoma más del temor a tensionar con los sectores más acomodados de la sociedad.

¿Es sólo un fenómeno local? No necesariamente. La izquierda parece vivir una crisis global de identidad, atrapada entre un capitalismo que exige moderación permanente y una ciudadanía que oscila entre el hartazgo y el conservadurismo. En América Latina, las olas progresistas convivieron históricamente con sus contraolas. Y cuando los proyectos de izquierda se apoyaron en alianzas con figuras o partidos conservadores –Rafael Correa en Ecuador, Dilma Rousseff con Michel Temer en Brasil– el desenlace fue casi siempre desfavorable para sus propios intereses.

El punto central es otro: la izquierda uruguaya parece haber perdido la capacidad de construir un horizonte inspirador. La “revolución de las cosas simples” prometida en campaña mutó, ya en el poder, en una administración esforzada pero gris, que cuida el statu quo más de lo que propone cambios. La mayoría de los habitantes de este país se declara de centro o derecha, sí. Pero un gobierno progresista debería ser justamente el que desafíe ese sentido común, no el que lo reproduzca.

La pregunta es si esta izquierda –la que gobierna hoy– puede recuperar una brújula que conecte con sus votantes más leales y con las causas que históricamente la movilizaron: la igualdad, la justicia social, la democratización económica, la transparencia, la participación.

La respuesta no está escrita. Lo que sí parece claro es que, si no logra redefinir un proyecto propio, el riesgo es grande: quedar atrapada en una identidad política que entusiasma poco y que diluye aquello que alguna vez la hizo diferente.

Juan Andrés Pardo es máster en Consultoría Turística y politólogo.