Hay palabras que no se pronuncian sin que algo en el aire cambie de peso. “Genocidio” es una de ellas. No se trata de un recurso retórico para encender titulares ni de un adjetivo disponible para embellecer argumentos coyunturales. Es un concepto cargado de historias enteras de destrucción, historias que exceden cualquier debate político inmediato y que arrastran consigo el sufrimiento real de pueblos marcados para siempre. Por eso, cuando escucho su uso liviano –o, peor aún, estratégicamente calculado– me invade un malestar difícil de disimular. No se trata sólo de un error conceptual: es una forma de vaciar de sentido un dolor colectivo que no nos pertenece y que merece respeto.
Me ocurre, por ejemplo, cuando ciertos legisladores califican lo sucedido el 7 de octubre como “genocidio”. No se trata de una mera discrepancia terminológica; hay ahí una fractura ética. Y lo digo desde un lugar que no es teórico: en el genocidio contra el pueblo armenio, mi familia perdió a ocho de cada diez integrantes. Personas de carne y hueso: abuelos, tías, niños que nunca nacerían. Fueron eliminados porque un aparato estatal –metódico, burocrático, obstinado– decidió que no debían existir. Esa es la sustancia del genocidio: no un estallido de violencia, sino una voluntad política y administrativa de borrar a un grupo de la faz de la tierra.
Raphael Lemkin, al crear el término, no pensó en ataques puntuales ni en episodios de terror. Pensó en la destrucción sistemática de un pueblo: su vida, su cultura, su lengua, su memoria. Lo que hacen Turquía y Azerbaiyán hasta hoy –la negación, el borrado, la persecución del recuerdo– sigue siendo parte de esa lógica de aniquilación cultural.
Por eso, la cuestión central del genocidio no reside en cuán atroz fue un hecho, sino en la intención que lo guía. Un ataque terrorista, por brutal que sea, no cumple ese criterio. Confundir terrorismo con genocidio no es una simple imprecisión semántica; es una distorsión peligrosa que termina por trivializar aquello que debería ser nombrado con solemnidad.
No puedo evitar preguntarme qué tipo de formación política permite que alguien viaje a Israel –muchas veces en condiciones que serían impensables si no estuviera “todo pago”– y regrese con la convicción de que el 7 de octubre debe catalogarse como genocidio. ¿De verdad alguien puede colocar en el mismo plano las atrocidades sistemáticas del Holocausto o del genocidio armenio con un ataque terrorista? La respuesta, para cualquiera que haya estudiado mínimamente estos procesos, debería ser evidente.
La destrucción de los armenios, como la de los judíos, no fue un accidente histórico. Fue un proyecto ideológico que implicó deportaciones, desaparición de comunidades enteras, demolición de estructuras culturales y religiosas, y la fabricación de un paisaje vacío donde antes había vida. Una maquinaria cuya coherencia interna era la muerte. Comparar eso con un acto de terrorismo es, lisa y llanamente, una burla al rigor histórico y a la memoria de las víctimas.
Confundir terrorismo con genocidio no es una simple imprecisión semántica; es una distorsión peligrosa que termina por trivializar aquello que debería ser nombrado con solemnidad.
Lo ocurrido el 7 de octubre de 2023 fue terrorismo. Inhumano, cruel, brutal. Pero no fue un intento de erradicar un pueblo entero; no hubo un Estado detrás diseñando una política de exterminio. Y esto no reduce la gravedad del horror: lo sitúa en su marco correcto.
Lo verdaderamente inquietante es que, mientras se inflan y desinflan palabras con fines políticos, seguimos evitando preguntarnos por la desmesura de la respuesta israelí. El trauma del 7 de octubre no justifica la devastación sistemática de Gaza: miles de niños muertos, hospitales destruidos, barrios enteros borrados, población civil sin agua, sin comida, sin refugio. Llamar a eso “defensa legítima” exige una elasticidad moral difícil de sostener.
Y es aquí donde la palabra prohibida –esa que algunos evitan con una mezcla de incomodidad y cálculo– surge de manera casi inevitable. Porque la destrucción sistemática de las condiciones de vida del pueblo palestino, el bloqueo prolongado, los desplazamientos forzosos, la devastación de la infraestructura indispensable para sobrevivir, la deshumanización institucionalizada: todo eso encaja, dolorosamente, en los elementos que definen un genocidio, según Lemkin. No hace falta adoptar posiciones maximalistas; basta observar los patrones, su persistencia y su coherencia interna. Negarse a nombrar lo que ocurre no modifica su naturaleza.
Mientras tanto, algunos de nuestros representantes repiten sin matices la narrativa oficial israelí, como si fuera una consigna memorizada. Es preocupante, porque cuando los conceptos se vuelven fichas en un tablero político, dejan de proteger la memoria histórica y empiezan a servir intereses coyunturales. Y pocas cosas corrompen más el debate público que la manipulación del lenguaje destinado a nombrar tragedias humanas.
Aclaro que no escribo estas líneas para impartir lecciones morales, pero sí para recordar algo que debería ser evidente: hablar de genocidio exige rigor, responsabilidad y conocimiento. No entender el concepto –o, peor, usarlo instrumentalmente– es banalizar el sufrimiento de quienes realmente lo padecieron. Eso no es sólo un error intelectual: es una falta de respeto hacia los armenios, los judíos, los palestinos y todos los pueblos marcados por procesos sistemáticos de destrucción.
Por eso, me atrevo a sostenerlo sin eufemismos: muchos de quienes hoy usan la palabra “genocidio” no tienen idea de lo que están diciendo. Y que esa ignorancia provenga, a veces, de personas con capacidad de influir en la política internacional no es sólo una irresponsabilidad: es una forma de traición a la historia. Ni idea tienen de lo que es un genocidio.
Pablo Tailanian es integrante de la Dirección del Movimiento Socialista Emilio Frugoni.