El fallecimiento de Pepe Mujica, una de las personalidades más importantes de la historia del Uruguay moderno, a poco menos de 48 horas de haberse cerrado las urnas de una nueva elección departamental y municipal, ha relegado de alguna forma el análisis de algunos hechos preocupantes sucedidos el domingo 11 de mayo.

Entre la alegría de los resultados obtenidos y la pena del deceso de Pepe, buena parte de la sociedad uruguaya ha quedado impactada con motivo de los éxitos electorales de candidatos políticos claramente involucrados en denuncias judiciales. Carlos Albisu en Salto, denunciado por contratar en la Comisión Técnica Mixta de la represa de Salto Grande a más de 100 correligionarios (algunos de ellos ediles). Emiliano Soravilla, delfín político y candidato de Pablo Caram y Valentina dos Santos en Artigas, ambos condenados por asignación de horas extras discrecionales y usurpación de funciones. El intendente Guillermo Besozzi en Soriano, imputado por seis delitos por la fiscalía. Y podría agregarse en Colonia el caso del candidato sucesor del exintendente que ofrecía nombramientos de pasantes a cambio de favores sexuales. Todo ello sin perjuicio de otra importante cantidad de irregularidades y actos de corrupción protagonizados por integrantes de menor rango. ¿Es esto novedoso? ¿Hay formas de superarlo y por lo tanto evitarlo?

La perspectiva histórica ayuda a comprender fenómenos y procesos contemporáneos; el sistema político uruguayo vivió a lo largo de su historia circunstancias muy ilustrativas en materia de corrupción política.

Durante los años 60 del siglo pasado, la política en Uruguay estaba permeada por un importante desprestigio ocasionado por las prácticas corruptas que estaban generalizadas en los partidos tradicionales. Al respecto, algunos ejemplos: en el Partido Nacional surgió un grupo, el Movimiento Nacional de Rocha, impulsado por Javier Barrios Amorín, cuya bandera principal era precisamente la honestidad por oposición a las corruptelas instaladas en el partido blanco. Fue un grupo que se ganó respeto y consideración precisamente por oposición al resto de los blancos, en especial el Herrerismo, verdaderos adalides en la materia.

Con motivo de las elecciones de 1967 surgió en el Partido Nacional la figura de Alberto Gallinal, un acaudalado estanciero reconocido por su impoluta conducta, sin muchos antecedentes en la acción política y que ofrecía la rectitud en su accionar como su bandera principal.

En filas de los colorados, en la misma elección, surge el general Óscar Gestido, que mostraba como su principal carta de presentación su gestión como presidente de AFE, donde se había desempeñado con eficiencia y, por encima de todo, con una gran rectitud. Ganó la elección. Lamentablemente murió en forma temprana y fue sucedido por Jorge Pacheco Areco. El surgimiento de la dictadura tuvo como uno de sus principales argumentos justificativos, y de los que más permearon en la sociedad de la época, la erradicación de un sistema político ineficaz y corrupto.

En el presente no hay nadie que defienda la corrupción política, sin embargo buena parte de los uruguayos votaron a candidatos corruptos o a sus delfines políticos.

Después del interregno del regreso a la democracia, el siglo XXI ha vuelto a instalar la corrupción como una práctica frecuente, pero por encima de todo –esto es lo más sorprendente y preocupante– aceptada por buena parte de la sociedad.

Para ayudar a comprender esta lamentable circunstancia vale la pena traer a colación algunos ejemplos de otros hechos sociales. Pensemos en el patriarcado, que como una de sus características principales postulaba el ejercicio de la violencia doméstica (a mujeres y niños) como parte del ejercicio de una paternidad responsable. Al grado de que el denominado “crimen pasional” era, en el derecho penal, un atenuante del delito de homicidio.

Podría ponerse también como ejemplo la consideración hacia los animales, desde un pasado que los consideraba simples objetos hasta su reconocimiento en la actualidad como formas trascendentes de la vida. He ahí cómo la cultura avanza, aunque a veces a un ritmo demasiado lento en referencia a las ideas renovadoras. En el presente no hay nadie que defienda la corrupción política, sin embargo buena parte de los uruguayos votaron a candidatos corruptos o a sus delfines políticos.

En la perspectiva de la ciencia política, los partidos conservadores son más proclives a protagonizar la corrupción. La ausencia de un proyecto de cambios sustanciales los lleva en el gobierno a quedarse en la corrección de pequeñas fallas insustanciales. Ello conduce a favorecer la voracidad por el bienestar económico personal o por el mero hecho del ejercicio del poder.

¿Cómo incidir en este desfase entre una cultura vigente –aunque en retirada– para hacer efectiva la erradicación de la corrupción?

Aquí también se trata de otro episodio de la denominada batalla cultural. Es ineludible la denuncia y el debate público para poder avanzar. La mera condena judicial no es suficiente. Es parte de la defensa de la democracia encarar una línea de trabajo específicamente orientada al señalamiento de las prácticas corruptas desde una prédica de defensa de la democracia y la convivencia.

Álvaro Portillo es sociólogo.