Hay mensajes que no son sólo palabras en una pantalla, ni frases lanzadas al viento, sino que son, en verdad, actos de pensamiento, ráfagas de conciencia que van y vienen entre dos personas que se conocen hace años, aunque no hablen todos los días ni estén ahora en el mismo continente, porque él está allá, en Uruguay, y yo estoy acá, en Dinamarca, y sin embargo las preguntas que nos hacemos son las mismas, o muy parecidas, y por eso hablamos, o, mejor dicho, nos escribimos, con la certeza de que algo se construye en ese intercambio.
Y entonces él me escribe, y me dice, con palabras claras y sin rodeos, que no entiende cómo puede ser que un continente sin recursos naturales propios haya concentrado durante siglos la riqueza del mundo, saqueando África, América y Asia, para luego mirar con desprecio, desde sus fronteras custodiadas, a los descendientes de aquellos pueblos expoliados, y llamarlos inmigrantes ilegales, como si hubiera ilegalidad en buscar un poco de lo que les quitaron, y no en habérselo quitado en primer lugar.
Y tiene razón, claro que la tiene, porque, aunque los dos tengamos pasaporte europeo, él italiano, yo español, y eso nos abra puertas que se cierran para muchos, no nos olvidamos de dónde venimos.
Pero también le digo, y no para contradecirlo sino para sumar, que no todo en Europa es igual, que hay lugares donde se intentan otras formas, donde la historia, aunque manchada, ha dado paso a una voluntad distinta, más solidaria, más justa, como aquí en Dinamarca, donde estoy ahora y aprendo cada día cómo una sociedad puede organizarse desde el cuidado mutuo y no desde la competencia feroz.
Porque aquí, en este rincón frío del norte, donde los inviernos castigan y la tierra no da fácilmente, han logrado, sin embargo, construir un modelo de vida que no gira en torno al mercado, sino al bienestar colectivo. Y no digo que sea perfecto, porque no lo es, ni que esté a salvo de los embates del capitalismo global, que lo intenta, vaya si lo intenta, pero hay aquí una conciencia fuerte, una cultura de lo común, una memoria de comunidad que todavía resiste.
Porque aquí, en este rincón frío del norte, donde los inviernos castigan y la tierra no da fácilmente, han logrado, sin embargo, construir un modelo de vida que no gira en torno al mercado, sino al bienestar colectivo.
Y entonces veo que la salud, la educación y el deporte no son bienes de lujo ni favores del Estado, sino derechos reales, garantizados, públicos, universales, financiados por impuestos que la mayoría acepta pagar, no porque sean santos ni ingenuos, sino porque entienden que lo que se da, vuelve, que si el otro está bien, yo también estoy mejor. Esto lo llaman socialdemocracia, y no es otra cosa que la suma de democracia y socialismo, una combinación que el imperio dominante –ese que no es Europa sino Estados Unidos, con sus tentáculos de mercado y su evangelio del capital– considera un mal ejemplo, un error que no debe cundir, porque demuestra que se puede vivir bien sin convertir todo en mercancía, sin privatizar lo esencial, sin dejar a nadie tirado al costado del camino.
Y como si todo eso no bastara, aquí también se respira un cuidado del entorno que conmueve, porque se recicla sin que nadie vigile, se prioriza el transporte público como si fuera un derecho y no una alternativa, y la bicicleta no es una moda ni un capricho, sino una política de Estado, una declaración de principios: las ciudades son para las personas, no para los autos ni para las grandes corporaciones.
Y más allá de sus fronteras, Dinamarca tampoco se lava las manos, sino que participa en la cooperación internacional desde un lugar distinto, sin caridad vacía ni paternalismo disfrazado de ayuda: aquí no se manda trigo ni se impone desarrollo, se envían personas que comparten saberes, herramientas, modos de hacer, con humildad y compromiso, con la idea de construir capacidades y no dependencias.
Y yo, que vengo del sur, que he visto la desigualdad desde adentro, que no me trago las promesas del progreso sin justicia, me siento testigo de una posibilidad: que otra forma de vivir es posible, que no todo está perdido, que hay lugares donde se piensa con cabeza propia y se actúa en consecuencia.
Y por eso le escribo a mi amigo, y le agradezco sus palabras, porque lo que decimos entre los dos no es sólo un diálogo, sino una forma de resistir, de imaginar, de recordarnos que el mundo puede ser otra cosa, y que hay que seguir hablándolo, escribiéndolo, haciéndolo, aunque sea a miles de kilómetros de distancia, aunque él esté en Uruguay y yo en Dinamarca.
Miguel Zubieta es técnico agropecuario.