Tras el ataque aéreo estadounidense contra instalaciones nucleares de Irán y el inesperado anuncio de un cese del fuego entre ese país e Israel, realizado el lunes por Donald Trump, muchas personas desean sentir que se disiparon graves peligros, pero no tenemos derecho a la ingenuidad. En términos políticos, lo que sucedió fue parte de una ofensiva reaccionaria en curso y la potenció. Pero es preciso comprender que hay fuerzas regresivas y antidemocráticas de los dos lados del conflicto.
No podemos validar las arremetidas autoritarias de Trump, que impuso su voluntad en las decisiones bélicas como lo había hecho antes en el establecimiento de aranceles y la persecución de inmigrantes. No podemos defender al régimen fundamentalista iraní, violador de los derechos de su propio pueblo e instigador de violencias demenciales contra muchos otros. Podemos y debemos ponernos del lado de la democratización, para que sea posible una paz valedera.
De pensar globalmente a actuar locamente
La globalización liberó enormes fuerzas contradictorias. Multiplicó el lucro en escala transnacional de las megaempresas y los megamillonarios, con riesgos graves para las personas y el ambiente, pero al mismo tiempo deslocalizó gran parte de la producción y afectó el poder de los estados nacionales, incluyendo el de las superpotencias. Disolvió identidades colectivas, estimuló el individualismo posesivo e instaló temores profundos, pero también abrió posibilidades nuevas para la cooperación pluralista, incluyendo las del multilateralismo y la gobernanza en escala mundial.
Detrás de Trump hay intereses diversos y también contradictorios entre sí, pero entre ellos están los de quienes sueñan con restaurar un antiguo régimen imperial. Ante el declive del poder económico estadounidense, apuestan al poder militar para reordenar el planeta, golpear a sus adversarios, fortalecer a sus aliados y amedrentar al resto.
El cese del fuego que se anunció este lunes puede durar o no, pero pretende restablecer la ilusión de que Washington es la capital del planeta, desde donde el emperador puede decretar la destrucción o su fin cuando le plazca. Además, la matanza sigue en Gaza con el apoyo tolerante de Estados Unidos.
Trump se nutre de la polarización violenta, al igual que muchos de sus asociados y adversarios en el escenario mundial. Unos y otros son, junto con él, síntomas de estos tiempos. Quieren arrasar con todos los frenos y regulaciones de la legalidad, en escala nacional e internacional, hasta que sólo quede la ley del más fuerte, disfrazada de voluntad divina o de destino manifiesto. Invocan la legítima defensa con “ataques preventivos” cada vez más insensatos y criterios que podrían usarse en su contra.
El ataque contra Irán se llevó a cabo en nombre de un presunto derecho a impedir que disponga de armas nucleares, como las que Israel probablemente posee desde hace más de medio siglo. Y lo realizó Estados Unidos, el país más peligroso de todos por su arsenal nuclear.
La paz está en nuestras manos
Las potencias que se mantienen a cierta distancia del conflicto no presentan un panorama muy alentador. Los regímenes encabezados por Vladimir Putin y Xi Jinping poco aportan como ejemplos de convivencia democrática. En Europa persiste el legado histórico de doctrinas progresistas, pero por todas partes avanzan la derecha y la ultraderecha, con discursos y procedimientos muy semejantes a los de Trump, mientras el involucramiento en la guerra entre Rusia y Ucrania fomenta las peores tendencias.
En nuestra América, la de abajo en el mapa del Norte, levantan cabeza personajes como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele o Javier Milei, mascarones de proa grotescos para la misma nave de los locos. Las fuerzas progresistas resisten pero también vacilan; obligadas a transar en estos tiempos difíciles, a veces extravían sus raíces.
Este cuadro de situación no surgió por la sola voluntad de los autoritarios. Donde hay grandes sectores populares ansiosos de que un “hombre fuerte” los salve, dispuestos a creer que la culpa de sus males es de los migrantes, los sindicatos, los musulmanes, las feministas, los beneficiarios de políticas sociales, “la casta”, los judíos o cualquier otro chivo expiatorio, les corresponde una gran responsabilidad, por omisión, a las fuerzas democráticas.
Cada vez que naturalizamos un presunto progresismo de quinta generación, desentendido de las necesidades populares cotidianas, les damos espacio a las promesas falsas de los demagogos. Cada vez que nos parece conveniente bloquear las iniciativas del adversario, aunque esto sea malo para nuestro país y su gente, preparamos el terreno en que algún desaforado reclamará “que se vayan todos” para mandar solo. Cada vez que nos dejamos colonizar por el lenguaje de la guerra, somos parte del problema. Cada vez que abandonamos el esfuerzo por desenvenenarnos, somos parte del veneno.