En la campaña electoral rumbo a las elecciones departamentales en Montevideo hubo promesas de renovación urbana y discursos sobre sostenibilidad. Sin embargo, en la vida diaria de la ciudad hay una deuda concreta que sigue postergada: nuestras veredas. Lo que debería ser un elemento básico de infraestructura para la circulación peatonal se ha convertido en uno de los símbolos más visibles de abandono y desidia.

El estado de las veredas de Montevideo no es sólo una molestia urbana: es un síntoma profundo de exclusión cotidiana. Que estén en condiciones para que la gente las pueda transitar es una de las formas más elementales de ejercer ciudadanía y apropiarse del espacio público. Y, sin embargo, hoy hay miles de personas que ven ese derecho limitado, postergado o directamente negado.

Basta recorrer calles emblemáticas como Avenida Brasil, Agraciada o General Flores para advertir que las veredas, en amplios tramos, se han vuelto trampas encubiertas. Adoquines sueltos, pendientes inestables, zonas con escombros o pozos son parte del paisaje habitual. Para una persona joven y ágil, estos obstáculos son una molestia. Para alguien con movilidad reducida, una persona mayor o quienes empujan un cochecito, pueden representar una amenaza directa.

Detrás del deterioro físico hay un deterioro simbólico más profundo: se naturaliza que ciertas personas enfrenten la ciudad con temor o resignación. Y eso no debería aceptarse nunca.

Las veredas son más que infraestructura: son expresiones materiales de cómo una ciudad prioriza la vida cotidiana de su gente. Si el diseño del espacio público excluye a parte de la población, se profundizan desigualdades ya existentes. Y se transmite un mensaje implícito: no todos importan por igual.

Las veredas son expresiones materiales de cómo una ciudad prioriza la vida cotidiana de su gente. Si el diseño del espacio público excluye a parte de la población, se profundizan desigualdades ya existentes.

Esto se vuelve aún más grave cuando entendemos que la accesibilidad no es un lujo, sino un principio legal y ético reconocido en múltiples normativas nacionales e internacionales. No garantizarla es una forma de abandono.

Formalmente, el mantenimiento corresponde a los frentistas. Pero esa lógica se desmorona cuando hay inercia institucional, falta de fiscalización y una normativa que no se aplica. ¿Por qué se exige responsabilidad individual sobre un espacio que es colectivo?

La Intendencia de Montevideo debe asumir un rol más proactivo. No basta con inspecciones esporádicas o campañas puntuales: se necesita una política pública clara, sostenida y participativa, centrada en la accesibilidad y el derecho a la ciudad.

Sugiero algunas líneas de acción ineludibles:

Relevamiento sistemático: Identificar zonas críticas y trazar un mapa público de prioridades.

Normativa efectiva: Revisar el marco actual y establecer sanciones ante el incumplimiento sostenido.

Diseño universal: Incorporar estándares de accesibilidad que consideren distintos tipos de movilidad y necesidades sensoriales.

Presupuesto y planificación sostenida: Invertir en materiales duraderos, evitar parches y garantizar mantenimiento a largo plazo.

Canales de participación ciudadana: Fomentar plataformas accesibles para denuncias, seguimiento y monitoreo vecinal.

Hoy, en pleno 2025, cuando el país discute su rumbo futuro y la ciudadanía se involucra en múltiples debates sobre derechos y calidad de vida, no podemos seguir aceptando que caminar por la ciudad implique un riesgo. La campaña electoral debería ser una oportunidad para compromisos reales y verificables en torno a este problema.

El estado de nuestras veredas no es un tema menor ni un asunto estético. Es una prueba concreta de qué tan habitable, justa y empática es la ciudad que construimos todos los días. Resolverlo implica asumir que caminar debe ser una experiencia segura, digna y libre de obstáculos para cualquier persona, sin importar su edad, su cuerpo o su forma de moverse.

Montevideo no puede seguir aceptando pasivamente una barrera que limita la libertad de tantos. Exigir veredas transitables es exigir una ciudad que se preocupe por cómo camina su gente, y eso es, en esencia, preocuparse por cómo vivimos.

Nicolás Tauber es estudiante universitario.