Vuelvo a apropiarme de la expresión de mi maestro Alejandro Dolina, esta vez para analizar una habilidad en retroceso en el siglo XXI. El pensamiento crítico es una habilidad esencial para enfrentar la complejidad del mundo actual. Se trata de una forma de pensamiento intencional y orientada a objetivos, que utiliza habilidades cognitivas o estrategias para aumentar la probabilidad de alcanzar resultados deseables. En la vida cotidiana, esta capacidad es fundamental para tomar decisiones informadas, analizar argumentos, resolver problemas y adaptarse a nuevas situaciones laborales y sociales. En la vida cotidiana, sin embargo, es un bien escaso.
Hoy en día, la información abunda y, para peor, la oferta crece exponencialmente. Esto nos obliga a seleccionar, interpretar y aplicar datos relevantes, descartando lo superfluo o engañoso. No basta con adquirir conocimientos: es fundamental saber utilizarlos adecuadamente en diversos contextos y generar nuevos significados y entendimientos propios. Es llamativa la falta de competencia de la mayoría de las personas en esta actividad, que veremos que es central en el pensamiento crítico, porque la información verdadera y, por lo tanto, certificada (o sea, cuya veracidad es demostrable ante terceros como prueba) es el insumo central para aplicarlo. El conocimiento real no es una mera copia transferida de persona a persona, sino el resultado de procesos activos de interpretación y reorganización de la información en la mente de cada individuo.
La inteligencia y el pensamiento crítico están relacionados, pues ambos involucran la capacidad de afrontar problemas nuevos, razonar, evaluar evidencia y tomar decisiones fundamentadas. No existen límites fijos para el desarrollo de estas capacidades; pueden ser estimuladas y mejoradas con práctica deliberada, disposición al esfuerzo mental, flexibilidad para considerar distintas perspectivas, persistencia ante la dificultad y apertura a corregir errores y cambiar de opinión frente a nuevas evidencias. Sin embargo, la cualidad de “intencional” del pensamiento crítico lo hace más ligado a la voluntad y disciplina de un individuo (inversamente proporcionales a su nivel de adicción a la dopamina de las redes, como toda adicción) que a la propia inteligencia.
Es importante distinguir entre el conocimiento de una habilidad y su uso efectivo en la vida real. No es suficiente saber, en teoría, cómo pensar mejor: se necesita motivación, planificación y esfuerzo consciente para aplicar sistemáticamente estas destrezas. Quienes piensan bien son los que planifican sus respuestas antes de actuar, son flexibles y persistentes, capaces de autocorregirse, receptivos al aprendizaje constante y dispuestos a revisar sus propios supuestos.
La formación del pensamiento crítico implica aprender habilidades específicas (analizar argumentos, valorar la credibilidad de las fuentes, identificar sesgos, entender probabilidades) y desarrollar una actitud crítica, curiosa y consciente. La práctica constante en distintos ámbitos y la reflexión sobre los propios procesos de pensamiento favorecen la transferencia y el uso espontáneo de estas destrezas en situaciones nuevas o complejas.
Por otro lado, la moralidad humana surge de la interacción entre intuición y razón. Los juicios morales afloran primero como intuiciones automáticas, rápidas y emocionales, y sólo después se racionalizan; muchas veces se buscan argumentos para justificar lo que ya se ha sentido. Las diferencias culturales en concepciones de lo bueno y lo malo, lo justo e injusto, demuestran que la moralidad no se limita al daño y la justicia, sino que también incluye valores de pureza, lealtad, autoridad y libertad, entre otros. La sociedad moldea nuestra percepción de lo correcto e incorrecto, pero cada individuo puede cuestionar, desafiar y resignificar esas creencias. El pensamiento crítico fomenta este proceso al promover la apertura mental y el examen honesto de los propios prejuicios y del entorno.
En el mundo contemporáneo, la búsqueda del placer y la evasión del dolor ocupan un lugar central. La promesa del éxito individual tiende a sobrevalorarse, al mismo tiempo que aumentan la insatisfacción y la ansiedad por comparaciones constantes y la presión del “logro inmediato”. Las redes sociales amplifican estos efectos, generando expectativas poco realistas y dificultad para gestionar el dolor, la frustración y las limitaciones propias de la existencia.
Para contrarrestar esto, es necesario recuperar la capacidad de situarnos en el presente, planificar a largo plazo y tolerar el dolor como parte del desarrollo personal. La felicidad y el bienestar no dependen sólo de la satisfacción inmediata, sino de la posibilidad de definir metas auténticas, comprender y asumir el sufrimiento, y aprender a convivir con la incertidumbre y la imperfección.
Redes sociales, cámara de eco y sistemas de pensamiento: dopamina, cognición y sociedad
En la sociedad contemporánea, las redes sociales digitales han transformado radicalmente los modos de construir identidad, formar opinión y buscar sentido, afectando mecanismos psicológicos y estructurando nuevas formas de interacción social e individual.
Las redes sociales no sólo facilitan la conexión entre individuos, sino que tienden a fortalecer la formación de “cámaras de eco”: espacios cerrados donde circulan principalmente opiniones y contenidos alineados con los propios valores, creencias o intereses. En estos entornos, los algoritmos priorizan contenidos que refuerzan tus expectativas y puntos de vista, disminuyendo la exposición a lo diferente y la disonancia cognitiva.
Esta dinámica amplifica percepciones, valida emociones y refuerza sesgos, generando sensación de pertenencia, pero también aislamiento frente a la diversidad real de ideas y experiencias. El fenómeno contribuye a la polarización, dificulta el debate constructivo y favorece la radicalización de posturas, ya que los discursos contrarios son desechados o ridiculizados.
Los sistemas de pensamiento pueden verse como esquemas cognitivos y afectivos que guían cómo las personas perciben, interpretan y reaccionan ante la realidad. Desde la perspectiva de Daniel Kahneman (“Pensar rápido, pensar despacio”), en nuestra mente existen dos sistemas: el Sistema 1, rápido, intuitivo y emocional, y el Sistema 2, lento, deliberativo y lógico.
En las redes domina el Sistema 1: respuestas automáticas a estímulos (noticias virales, polémicas, imágenes, likes). Se busca dopamina –neurotransmisor asociado al placer y la recompensa– en cada aprobación inmediata, reconocimiento y novedad. Cada “me gusta”, compartir o mensaje genera una pequeña descarga de dopamina, reforzando la conducta y motivando el uso constante y compulsivo de las redes.
Esto coincide con el modelo de “sistema de recompensa variable”: la imprevisibilidad de la recompensa (no saber cuándo recibirás un nuevo like o comentario) es adictiva y mantiene la atención cautiva en plataformas que explotan neuroquímicamente la dopamina, igual que las máquinas tragamonedas en el casino.
La búsqueda constante de recompensas dopaminérgicas, asociada a la aprobación inmediata, genera un círculo vicioso de posturas cada vez más extremas. La dopamina, como neurotransmisor del placer y la novedad, requiere niveles crecientes de estimulación para sostener la misma sensación de bienestar; un efecto llamado fisiológicamente “tolerancia”, respuesta de adaptación del organismo, que se desensibiliza para no responder al estímulo constante que, biológicamente, es un problema para el organismo. Esto hace que las intervenciones moderadas pierdan efecto y sólo conductas más intensas resulten satisfactorias. Y se genera una espiral creciente que, más pronto que tarde, deriva en violencia, como el bochornoso caso de los senadores Nicolás Viera y Sebastián da Silva (y me refiero a las repercusiones en las redes, no a los intercambios, que se califican solos).
Es necesario recuperar la capacidad de situarnos en el presente, planificar a largo plazo y tolerar el dolor como parte del desarrollo personal. La felicidad y el bienestar no dependen sólo de la satisfacción inmediata.
Así, para obtener la misma descarga, los usuarios terminan incentivados a adoptar opiniones más radicales o respuestas más vehementes, dinámica amplificada por las cámaras de eco. Esto lleva a la reafirmación acrítica de creencias y, finalmente, a lo que Livraghi denominaba “estupidez”: reducción de la complejidad, imposibilidad de autocuestionamiento y tendencia a decisiones irracionales o tribales.
Se sacrifica la inteligencia colectiva, la reflexión crítica y la capacidad de diálogo, sustituidas por una satisfacción inmediata y superficial, cada vez menos efectiva. El ciclo de búsqueda de validación y placer inmediato deteriora la tolerancia a la frustración, limita la profundidad del pensamiento crítico y genera una especie de malestar o angustia existencial, al postergar el desarrollo de la autonomía y la reflexión profunda ante el placer rápido, fácil y la aceptación social.
A esto se suma que los algoritmos restringen la visibilidad a los contenidos entre “mentes afines” digitales, eso impide los intercambios y dificulta el desarrollo de un pensamiento crítico y abierto, al reducir los contactos con argumentos desafiantes, y refuerza tanto el confort cognitivo como el tribalismo moral, donde muchas veces la razón sólo racionaliza intuiciones y emociones endogámicas, buscando mantener la identidad más que la verdad.
En síntesis: las redes sociales y las cámaras de eco estructuran sistemas de pensamiento dominados por la inmediatez y la repetición de patrones emocionales mediados por la dopamina, incidiendo negativamente en la autonomía intelectual y el bienestar psicológico. Comprender estos mecanismos es fundamental para cultivar una ciudadanía informada, crítica, menos reactiva y más capaz de dialogar en la diferencia.
No hace falta recurrir a términos ingeniosos para describir la escena nacional: en Uruguay, los impulsos de indignación y la moralidad instantánea –nutridos por la ansiedad de la inmediatez, el frenesí de la red y la dificultad de tolerar cualquier demora entre deseo y satisfacción– dictan tanto el tono del debate político como la gestión pública. En todo el espectro ideológico, el juicio moral es visceral, rápido y emocional; el razonamiento acude después, como abogado que justifica lo que ya se decidió in pectore. Así, la política uruguaya, como la de cualquier democracia occidental, se ha vuelto territorio de la doble vara, de la selectividad moral y de la racionalización a la carta.
El problema de la justificación en la creencia para aceptar la verdad de un conocimiento (sobre el que fundar un pensamiento crítico) se vuelve problemático, porque nadie parece entender que “los otros” no son malvados (los reaccionarios) ni estúpidos (los progresistas), sino que tienen diferentes afinidades y maneras de percibir lo que es bueno o deseable, y por lo tanto, aplicando la misma lógica, llegarán a conclusiones diferentes porque se aplicará un valor diferente a los mismos hechos. O lo entendemos o la quedamos.
El capricho moral y la selectividad crítica
El consenso en ciencias cognitivas es abrumador: los juicios éticos no emergen de un cuidadoso proceso de deliberación racional, sino que brotan de impulsos instintivos –circuitos límbicos y huracanes de dopamina incluidos– que luego vestimos con argumentos más o menos presentables para las redes sociales o el debate parlamentario (o la sobremesa familiar, si toca). Nos rasgamos las vestiduras frente al adversario y escribimos tuits para convencernos antes que para persuadir a nadie. El famoso “no sé por qué, pero sé que está mal” es el latido inconfundible del moralista experto en reacciones exprés, incapaz de reconocer la trampa de sus propios sesgos.
Desde la tradición liberal occidental suele afirmarse que la única brújula válida de la moralidad es el daño y la justicia: toda restricción debe fundarse en la protección del individuo. Sin embargo, basta salir de la burbuja para ver que, en otras culturas (con lógicas sociocéntricas y menos obsesionadas por la autonomía individual), la moralidad alcanza la dieta, la indumentaria o la higiene.
Y así estamos. Sin poder pensar por qué hemos perdido toda gimnasia y entrenamiento en el arte de razonar, deliberar y exponer. Pensemos en Sebastián da Silva y su famoso aserto de que existía un alambrado que separaba a la gente de bien de la del Frente Amplio, y del lado de “la gente de bien” estaban él, Gustavo Penadés, Pablo Caram, Carlos Albisu, Valentina dos Santos, Guillermo Besozzi, Carlos Moreira, Gabriela Fossati, Alejandro Astesiano y puedo seguir.
La faraona y el señor Burns
En este contexto, la figura pública de Javier García resulta un caso de manual. El exministro de Defensa ha hecho de la denuncia del “despilfarro ajeno” una especialidad. No hay oportunidad en la que no recurra al repertorio de adjetivos bíblicos para describir el Antel Arena, obra tildada de “faraónica” y “dispendiosa”, cuyo costo y pertinencia han sido objeto de debate prolongado (por la “gente de bien” de Da Silva).
Considérese el descalabro de los denominados “gomones” y el episodio de las lanchas del astillero fraudulento Cardama, donde Uruguay ya ha desembolsado más de 28 millones de dólares de un contrato que aparentemente supera los 100 millones, sin haber recibido, hasta la fecha, ninguna embarcación utilizable. Estas adquisiciones fueron anunciadas con gran pompa en los comunicados oficiales y apenas supervisadas fuera del círculo de los directamente involucrados. Los botes semirrígidos, por ejemplo, comenzaron a mostrar signos de inutilidad a los pocos meses de su adquisición, presentando fallas estructurales graves y convirtiéndose en una metáfora náutica del despilfarro.
La pregunta es: ¿tan mal está la autocrítica de García que de todo el gobierno elige a Carolina Cosse y, además, en el peor punto de su propia gestión? ¿Cómo se puede justificar ese pensamiento? Por un lado, la falta de autocrítica es obvia, porque lo de Cardama, gomones y Hércules no se puede defender, pero podía elegir otro blanco (perdón, otro objetivo) para atacar...
Aceptemos que el costo del Antel Arena fue faraónico, absurdo (no lo fue, el propio Ferrocarril Central costó seis veces más solamente en errores de expropiación). El retorno en valor cultural, en actividades, partidos de básquetbol, en haber sido el principal centro vacunatorio junto con el LATU porque permitía entrada y salida de un enorme número de personas por unidad de tiempo, es un valor social que es mucho mayor para las personas progresistas que para las reaccionarias (aunque lo de las vacunas es un mérito de la coalición). Vale decir, probablemente el edificio no haya devuelto su inversión en dinero, pero el Estado debe velar por la cultura. Tampoco el Auditorio Adela Reta o el Solís reconstruido se deben haber amortizado, pero su valor pasa por otro lado. Acepto que ese valor es relativo. Mayor o menor, pero existe. Lo que no existen son las lanchas de Cardama, su valor es cero, y para medir el valor de cero, como dividir por cero es infinito, podemos afirmar que es una ruina infinita. Yo qué sé… antes que el usurero de Springfield y sus extraños negocios me quedo con la emperatriz del Nilo.
Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.