En mayo de 2013, mientras discutíamos la Ley de Matrimonio Igualitario, se hizo evidente que había otros aspectos del matrimonio que debían cambiarse. Hasta ese entonces, las niñas de 12 años podían casarse con el permiso de sus padres o tutores, y los varones a partir de los 14 años. Aprovechamos la instancia y logramos introducir la primera modificación: fijar la edad mínima en 16 años.

Resulta revelador detenerse en la diferencia de edades que establecía el Código Civil según el género, basado en la idea de que “las mujeres maduran antes”. Esa concepción legitimaba relaciones asimétricas e invisibilizaba las desigualdades de poder, al naturalizar vínculos en los que los varones eran mayores y las niñas quedaban ubicadas en roles de inferioridad. Durante décadas se reprodujo un discurso que perpetuaba estereotipos de género y convertía a las mujeres en esposas, madres y cuidadoras desde edades tempranas.

Sin embargo, esta tendencia cultural ha comenzado a transformarse gracias al cierre progresivo de la brecha educativa y a la creciente inserción laboral de las mujeres. Cuestionar aquellas normas culturales que prescribían que el hombre debía ser mayor abre el camino para deconstruir viejas jerarquías y reconstruir prácticas afectivas basadas en la horizontalidad y la igualdad.

De allá para acá, varios proyectos fueron presentados para aumentar la edad del matrimonio a 18 años, luego de las reiteradas observaciones internacionales hechas en 2008, 2016 y 2023 por el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (Cedaw) y la relatora especial de Naciones Unidas sobre la Venta, la Explotación Sexual y el Abuso Sexual Infantil.

En 2023 se presentó el último proyecto, con firmas de legisladores y legisladoras frenteamplistas, basado en el Programa Mundial para Poner Fin al Matrimonio Infantil de Naciones Unidas. Allí se decía que “el matrimonio infantil causa múltiples daños, especialmente a las niñas, a las que se les niega su derecho a la salud, educación y desarrollo”.

El miércoles, el Senado de la República otorgó media sanción al proyecto de ley que fija como edad mínima de matrimonio los 18 años, aceptando que la Justicia apruebe una excepción a partir de los 16 años si considera pertinente la solicitud de un permiso para un caso particular. El consenso alcanzado entre los diferentes partidos políticos, más allá de sus diferencias ideológicas, muestra un compromiso orientado a garantizar el pleno ejercicio de la autonomía progresiva y a evitar situaciones de vulnerabilidad derivadas de matrimonios precoces.

Algunas voces críticas califican este tipo de medidas como restrictivas de la libertad y limitantes de derechos. Tales posturas, en definitiva, no hacen más que defender el statu quo y omitir las desigualdades estructurales. Vale recordar, frente a estas objeciones, lo que señala Judith Butler: “Cualquiera que sea la libertad por la que luchamos, debe ser una libertad basada en la igualdad”.

Uruguay comienza así a cumplir con los compromisos asumidos al haber ratificado las Convenciones de los Derechos del Niño (1990, Ley 16.137) y Contra todas las formas de Discriminación hacia la Mujer (Cedaw, 2001, Ley 17.338) y sus recomendaciones generales.

Diversas investigaciones demuestran que el matrimonio infantil –a menudo forzado por presiones que se les impone a las niñas y adolescentes– opera como un obstáculo para el desarrollo psicosocial, ya que es frecuente que, luego de un matrimonio infantil, niñas y adolescentes abandonen los ciclos educativos, los espacios recreativos, enfrenten maternidades tempranas con el riesgo de un embarazo con complicaciones y se encuentren más vulnerables a sufrir violencia doméstica y de género. Estas situaciones se agravan cuando existe una marcada diferencia de edad con el cónyuge.

Aproximadamente una de cada cuatro mujeres de 20 a 49 años con estudios primarios se ha casado antes de los 18 años (23,2%).

La realidad del matrimonio infantil responde a creencias, prácticas y estrategias profundamente arraigadas en concepciones patriarcales que visualizan el matrimonio como un destino favorable, especialmente en los sectores de mayor vulnerabilidad socioeconómica. Los comités de derechos del niño y contra todas las formas de discriminación a la mujer han alertado sobre esas prácticas tradicionales que asocian a las mujeres con la maternidad y la esfera doméstica, y sobre cómo la discriminación de género se entrecruza con otros factores que afectan a las niñas, adolescentes y mujeres que pertenecen a grupos desfavorecidos y que, por tanto, están expuestas a un mayor riesgo de sufrir prácticas nocivas.

En Uruguay también es un problema

En Uruguay las uniones tempranas son más frecuentes en el interior del país que en Montevideo, en los sectores más pobres que en los más ricos, y en los sectores con menos educación que en aquellos con más educación formal. Aproximadamente una de cada cuatro mujeres de 20 a 49 años con estudios primarios se ha casado antes de los 18 años (23,2%).

Las niñas que se casan a edad temprana son más propensas a hacerlo con hombres mayores, lo cual las pone en situación de mayor vulnerabilidad y violencia. Alrededor de una de cada diez mujeres de 15 a 19 años (8,4%) y de 20 a 24 años (14,4%) está casada actualmente con un hombre diez o más años mayor.

El matrimonio forzado infantil constituye la segunda forma más frecuente de explotación sexual en el país. Estas uniones no sólo expresan relaciones de poder asimétricas, sino que también deben comprenderse como una forma de explotación sexual, ya que conllevan la apropiación del cuerpo y la sexualidad de menores de edad bajo el amparo de una aparente legalidad o aceptación social.

Entre 2020 y 2024, en Uruguay se registraron 84 matrimonios en los que al menos una persona era menor de 18 años, según datos de la Dirección General de Registros del Ministerio de Educación y Cultura, difundidos en mayo por El País. En más del 90% de estos casos, la persona menor era una niña o adolescente mujer.

El proyecto

El proyecto votado sustituye la redacción vigente y establece como impedimento dirimente para el matrimonio ser menor de 18 años, habilitando de forma excepcional a adolescentes de 16 y 17 años con previa autorización judicial. Dicha autorización queda supeditada a la valoración judicial del grado de evolución de sus facultades, con especial énfasis en el respeto al interés superior del adolescente, su derecho a ser oído y la asistencia letrada. Se incorporan así los pilares de la Convención de los Derechos del Niño y que recoge el Código de la Niñez y la Adolescencia: el interés superior del niño/a como principio de interpretación y aplicación del derecho, y su derecho a ser oído y a contar con asistencia letrada en todo proceso judicial donde se resuelva una cuestión que afecte su vida.

Aunque el mantenimiento de una excepción judicial desde los 16 años podría ser interpretado como un rezago respecto de la recomendación internacional de prohibición absoluta de matrimonios antes de los 18 años, la nueva redacción asegura un vínculo más claro entre la normativa civil y los principios rectores del derecho de la niñez y adolescencia, fortaleciendo la coherencia normativa. Constituye, en definitiva, un avance sustantivo en la prevención del matrimonio infantil y en la protección de los derechos de niños, niñas y adolescentes.

Mariella Mazzotti es asistente social y fue directora del Instituto Nacional de las Mujeres. Constanza Moreira es politóloga y senadora del Frente Amplio.