En política nada sucede por azar. Los resultados políticos y electorales son producto de diversos sucesos, a veces amalgamados por eventos puntuales, locales, globales, o por una acumulación de factores a todo nivel en un lugar y momento determinados. Otras veces, por mérito de partidos políticos u organizaciones de la sociedad civil que, inmersos en las reglas del campo democrático, logran convencer a las personas para llevar adelante sus propuestas presentadas en programas partidarios o manifiestos. Lo cierto es que, de una forma u otra, siempre hay un inicio en los desenlaces políticos y electorales.
Wendy Brown en su libro En las ruinas del neoliberalismo: el ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente comenta el libro de Corey Robin La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump y expresa: “Lo que estaríamos viviendo hoy con nuestra crisis interna democrática occidental no sería un fenómeno aislado históricamente, sino que se encuentra en el seno de la mentalidad conservadora de las élites de cada tiempo, la cual, en defensa de su statu quo, es capaz de generar discursos que ataquen los regímenes en los que participa sin mucha convicción, para después imponer sus propios intereses. Y, para llevarlos a cabo, la democracia puede ser una herramienta útil, empleando ingeniería social, desinformación y discursos plagados de emotividad que generen rabia entre las poblaciones, para conseguir consenso social y, paulatinamente, destruir desde dentro los regímenes que no les son propicios a sus intereses”. Según la autora, estos movimientos confeccionados con base en el conservadurismo y neoliberalismo llegan con el objetivo de atacar las bases sociales, principalmente la justicia social, es decir, la modulación de los poderes de la desigualdad capitalista, que es el antídoto esencial contra las estratificaciones, las exclusiones, las abyecciones y las desigualdades.
El neoliberalismo libertario tiene como objetivo destruir el bien común conceptualmente, normativamente y prácticamente, y el posfascismo libertario tiene como objetivo reprimir las ideas que no son afines a sus propuestas mediante la violencia, la persecución ideológica (acoso en redes) y la criminalización de la protesta. Son posfascistas porque conjugan autoritarismo, violencia simbólica y la creación de un enemigo interno, y son libertarios porque conjugan fundamentalismo de mercado e individualismo antiestatal; suena dialécticamente contradictorio, pero en los hechos no lo es.
El ejemplo más claro de la actualidad es el gobierno posfascista libertario de Javier Milei en Argentina, que es tradicionalmente neoliberal en lo económico, cultural y social, y posfascista en lo político. Pero lo que está haciendo Milei en Argentina no es un invento nuevo, se basa en las recetas ya aplicadas en el Chile de Augusto Pinochet, las dictaduras civiles militares en la década de 1970 en América del Sur y en la Inglaterra de Margaret Thatcher. No hay novedad en la propuesta de los partidos libertarios actuales, son recetas ya utilizadas y que tienen resultados científicamente nefastos para las sociedades en donde se aplicó.
¿Del fracaso de la política tradicional surgen los monstruos?
La irrupción de nuevos partidos posfascistas libertarios también es producto de los tibios resultados de la política tradicional que, muchas veces, no logra traducir en hechos lo propuesto en programas de gobierno. Por un lado, la derecha tradicional y centroderecha –últimamente dedicada casi en exclusividad a utilizar al Estado y sus recursos para beneficio propio dejando los problemas sociales de lado– y, por otro, el progresismo de izquierda, que ha sido popularmente insuficiente, tanto en la aplicación de políticas en beneficio de la sociedad en general, como en lograr una acumulación social real que permita defender las transformaciones más allá de lo político electoral.
El neoliberalismo libertario tiene como objetivo destruir el bien común conceptualmente, normativamente y prácticamente, y el posfascismo libertario tiene como objetivo reprimir las ideas que no son afines a sus propuestas.
Los 15 años de gobierno del Frente Amplio son quizá el ejemplo más claro en cuanto a resultados estadísticos: bajaron la pobreza a números históricos, se mejoró la economía, aumentaron de manera récord los salarios, mejoraron los índices de pobreza, los índices de indigencia, los índices de transparencia y corrupción, se insertó al país en el mundo siendo ejemplo en la defensa de los derechos laborales, sindicales y sociales, y se logró posicionar a Uruguay dentro de las 15 democracias más plenas del mundo. Sin embargo, después de tres períodos de gobierno consecutivos con transformaciones reales, el sistema desgastó al Frente Amplio como partido, desde adentro y desde afuera, y dejó servido en bandeja el triunfo electoral a una coalición de derecha tradicional, centroderecha tradicional y derecha militarista que, golpeando sólo con discursos electoralistas basados en la inseguridad pública, logró prevalecer escuetamente en las urnas con un único objetivo político: sacar al Frente Amplio del gobierno.
En esta coyuntura de alternancia, que la gente no politizada pocas veces alcanza a diferenciar, nacen los antipolítica, los anticasta y los salvadores enviados por las “fuerzas del cielo”. En palabras de Antonio Gramsci, “el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Monstruos que son viejos conocidos, que no tienen nada nuevo para aportar, pero que se alimentan del descreimiento de la política estancada y de los políticos devenidos en meros títeres del sistema. En este micromacroclima se genera la unificación, motivados fundamentalmente por la crueldad y el odio ideológico, de conservadores, reaccionarios, neoliberales, spencerianos, militaristas, defensores de la familia tradicional cristiana y, últimamente, también de judeosionistas (en tanto las derechas ven en la lucha de Israel un faro de los valores de Occidente que están en riesgo, a pesar de que esos valores los lleven a cometer un genocidio), xenófobos, racistas, machistas patriarcales, misóginos, antifeministas, antiizquierda en todas sus variantes, anti movimientos LGBTIQ+, nihilistas y anticiencia.
La batalla cultural es contra el odio y la desinformación
Es imposible no conectar a estos neomovimientos con la generación de fake news, la desinformación, las campañas de odio y el acoso a figuras públicas, políticas y de organizaciones sociales, por parte de sus integrantes y los seudomedios que llevan adelante la rebuscada “batalla cultural”. Esos mecanismos reñidos con la ética y la moral tienen como objetivo, mediante discursos de odio y desinformación, distorsionar la construcción de la agenda política para obtener visibilidad pública y rédito político. Defender las bases políticas, cívicas y democráticas de nuestro país es una tarea permanente y Uruguay no debe permitir que mediante discursos de odio y desinformación se socaven las bases de la democracia.
Mientras tanto, hay que dar la batalla cultural que esta neo extrema derecha propone, porque al odio, a la crueldad y a los mesías antipolítica se los combate con ideas claras, con más política, con más organización social, con más ideología, con partidos sólidos y con un Estado fuerte que proteja a las instituciones democráticas de la arremetida que estos sectores proponen, que no sólo es en contra de un sistema y sus políticos, sino en contra de los más desprotegidos y vulnerables de la sociedad. En esta disputa ideológica, la única alternativa posible es la que nos conduce hacia la pública felicidad.
Yamandú Vitabar es militante frenteamplista y asesor parlamentario.