En Montevideo, en la intersección de las calles Bulevar Artigas y Monte Caseros, existe un monolito que recuerda el asesinato del comisario Luis Pardeiro. Si bien el episodio admite diversas interpretaciones y tiene algunas imprecisiones aún no dilucidadas por la investigación histórica, todos los autores que han escrito sobre el hecho concuerdan en que se trata de un ajusticiamiento anarquista. Tampoco hay dudas sobre el lugar, el día y la hora de esta vendetta. El monolito es muy simple y tiene una placa metálica algo maltrecha que dice: “La Jefatura de Policía de Montevideo al Comisario Luis Pardeiro y al Guardia Civil José Seluja, caídos en este lugar en acto de servicio el 24 de febrero de 1932”.

Habitualmente descuidada, siempre tiene una A negra grafiteada, cuyo sentido es indiscutible. Durante un tiempo también estuvo totalmente manchada de colores, pero hacia fines de 2024 fue cuidadosamente recuperada y pintada, y quedó como nueva. Este hecho evidenció que alguien se ocupó de preservarla, en un gesto manifiesto de “cuidado de la memoria”, a tal punto que podríamos conjeturar que podría tratarse de un recuerdo reivindicatorio.

Lo que sucedió el 24 de agosto pasado, sin embargo, fue inédito. En las primeras horas de la mañana pudo verse que el monolito estaba cuidadosamente vallado, al igual que otros lugares que también tuvieron protecciones especiales, como el sanatorio del Círculo Católico y el del Comando del Ejército –este último sí, habitual en la previa de la Marcha del Filtro (que rememora lo que ha llegado a llamarse “masacre del filtro”, una brutal represión policial ocurrida en 1994 que dejó un saldo de dos muertos bajo el gobierno de Luis Alberto Lacalle Herrera, y sobre la que, 30 años después, aún se reclama justicia)–. Pero luego, al pasar la marcha por allí, pudo verse que seis efectivos policiales custodiaban completamente el monolito, algunos con su rostro cubierto.

Se cruzaron en ese instante dos impulsos de memoria bien distintos: unos que reivindican a Pardeiro, y otros que lo condenan. Por eso, es necesario traer al presente la figura del recordado por el monumento y preguntarnos, en definitiva, quién era el comisario Luis Pardeiro y por qué genera –casi 100 años después de su muerte– esta disputa simbólica en un tiempo de homenajes cruzados a distintos muertos.

El comisario va en coche al muere, de Juan Berteretche (1992), Historia de bandidos, de Gonzalo Fernández (1994), Anarquistas de acción en Montevideo (1993) y El caso Pardeiro: un ajusticiamiento anarquista (2001), ambos de Fernando O’Neill Cuesta, se ocupan de narrar en detalle su muerte.

Luis Pardeiro trabajaba en Investigaciones en el puerto de Montevideo, donde estaba tras las pistas de unos robos en la Aduana y de donde salió cerca del mediodía en automóvil rumbo a su casa, ubicada en la zona de La Blanqueada, haciendo un recorrido habitual junto a su chofer asignado, José Seluja. Al llegar al cruce de Bulevar Artigas y Monte Caseros, el auto aminoró la marcha para poder doblar y en ese momento, desde una zanja que había en el lugar debido a refacciones que se estaban haciendo, un grupo de hombres fuertemente armados descargaron una intensa balacera sobre el automóvil. Seluja murió víctima de dos disparos en el pecho, mientras que Pardeiro, herido de gravedad con múltiples disparos, murió apenas unos instantes después en el Hospital Italiano. Los atacantes huyeron a pie rápidamente y se perdieron por las calles de La Comercial.

Una de las teorías con cierto peso adjudica la planificación y posterior ejecución del asesinato a Bruno Antonelli, alias Faccia Brutta, un personaje un tanto siniestro en el ámbito anarquista, con fama de mafioso y propenso al pistoletazo, que arribó en Montevideo desde Argentina para cumplir este cometido. Si bien, por cuestiones de espacio, resulta imposible ahondar en demasiados detalles, la ejecución de Pardeiro se produjo a raíz de las fuertes denuncias de tortura que pesaban sobre él y, en especial, por los maltratos para practicados contra los militantes anarquistas. No obstante, el hecho decisivo que lo condenó, según se señala en la literatura, fue el trato indigno que le propinó a Miguel Arcángel Roscigna, el anarquista de acción más importante de la época, luego de su captura, tras la fuga del penal de Punta Carretas, ocurrida en marzo de 1931, es decir, apenas 11 meses antes de su asesinato.

En la narrativa policial, que alimentaba mucho de lo que la prensa reproducía, los anarquistas fueron la némesis social que pretendía destruir al gobierno y al Estado mismo.

“Darles valentía a tipos indignos; eso es cobardía, mi amor”

Con este contexto histórico, el monolito se vuelve claramente un espacio conflictivo de memoria. Lo interesante a destacar es el momento en el que se decidió construirlo, mediante un decreto municipal fechado el 20 de mayo de 1968 y luego firmado por el intendente de Montevideo, en pleno gobierno de Jorge Pacheco Areco y durante el comienzo de un período represivo inédito en la vida del país.

En ese momento, se decide –según el decreto, a pedido de su familia– reivindicar a un hombre acusado de practicar deliberadamente la tortura. Un hombre al que además, cuando murió, el propio Parlamento se negó a rendirle un homenaje póstumo. En un tiempo en el que la tortura se convertiría en un método habitual en la represión política, se elige erigirle un monolito a uno de los mayores exponentes de esta práctica repulsiva. Así, se confrontan entonces dos narrativas: el recordatorio del héroe policial “caído en acto de servicio” frente a las investigaciones históricas que lo sitúan como un torturador policial.

Tal como analiza Mariana Galvani (Cómo se construye un policía, Siglo XXI Editores, 2016), en las narrativas policiales es habitual esta referencia a los muertos policiales como héroes que deben ser reconocidos, como mártires de la protección social. En el caso de Pardeiro, es discutible que haya caído en acto de servicio, porque fue asesinado cuando se dirigía a almorzar a su casa. Galvani analiza también cómo el Estado capitalista naciente necesitó construir enemigos, y la figura del anarquista destructor extremadamente peligroso y enemigo de la sociedad fue una figura principal en la lista de enemigos públicos. En la narrativa policial, que alimentaba mucho de lo que la prensa reproducía, los anarquistas fueron la némesis social que pretendía destruir al gobierno y al Estado mismo, es decir, los anarquistas se constituyeron, tras un proceso de intensa deshumanización, en los enemigos más temidos –sangrientos, brutales y feroces– y, al mismo tiempo, se presentaba a los policías como paladines de la defensa social. Esto terminó justificando la brutal represión que se abatió sobre ellos, convirtiéndolos –hay que decirlo– en las primeras víctimas no sólo de la tortura policial, sino también de las desapariciones forzadas.

Según Vinciane Despret (Muertos a la obra, Cactus, 2024), los monumentos y los protocolos no son simples actos de memoria, sino principalmente lo que ella denomina “actos de relevo”, actos que pretenden afirmar una continuidad, porque hay muertos que insisten, que tienen el poder de hacer actuar a los vivos, muertos con potencia. Despret entiende estos monumentos y protocolos como parte constitutiva de la cosmopolítica.

De este modo, la cuidadosa protección del monolito a Pardeiro debe entenderse como un acto político pleno, y Pardeiro mismo se vuelve un símbolo del poder represivo y de la arbitrariedad policial. Por eso necesita ser protegido. Este incidente, además, en este tiempo histórico, nos debe permitir formular el interrogante sobre la naturaleza y el funcionamiento de las fuerzas policiales en lo que se pretende un gobierno de carácter progresista. Un monolito como este no tiene lugar en un país que se pretende democrático.

Luigi Celentano es traductor e investigador sobre anarquismo en el Río de la Plata. Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.