Honduras amaneció el 28 de junio con militares en las veredas y tanques de guerra en las calles. Su presidente, Manuel Zelaya, ya no gobernaba. Esos militares que pasaban a formar parte del paisaje en Tegucigalpa lo habían despertado en la madrugada, fusil a la cabeza y amenazas al oído. En pijama, lo metieron en un auto y después en un avión, rumbo a Costa Rica.
Zelaya planeaba para ese día una consulta a la población, para que los hondureños dijeran si querían que en las elecciones nacionales se plebiscitara una reforma constitucional que habilitara a los próximos presidentes a ser reelectos. Cinco días antes el Congreso había aprobado una ley para prohibir esa reforma.
Casi mil soldados rodearon la Casa Presidencial, donde se reunieron simpatizantes de Zelaya para reclamar que se lo restituyera a su cargo. Los reprimieron con proyectiles de goma y disparos al aire. En sesión de urgencia el Congreso leyó una carta de renuncia de Zelaya que el mandatario siempre negó haber firmado, y designó al presidente de la Cámara, Roberto Micheletti, como gobernante interino. El golpe estaba dado.
El nuevo gobierno dijo que se trató de un “acto democrático” porque la justicia había pedido la detención de Zelaya “por desobediencia” (los cargos fueron levantados cuatro días después), y aseguró que el Ejército cumplió su función de garante de la Constitución. Micheletti aseguraba defender un “proceso legal”.
Una medida para legitimar el golpe fue ocultar a la población el inmediato repudio internacional que recibió. Radios y canales de televisión, nacionales y extranjeros, fueron intervenidos. El gobierno de facto decretó el toque de queda y suspendió las garantías constitucionales, el derecho de circulación y de reunión, la prohibición de detener a una persona más de 24 horas sin presentar cargos y la inviolabilidad del domicilio.
Honduras fue suspendida como Estado miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA) y recibió sanciones internacionales, que implican congelar todos los programas de cooperación internacional multilateral, como los planes del Banco Interamericano de Desarrollo. Algunos países también rompieron las relaciones bilaterales con el tercer país más pobre de América, muy dependiente de flujos de capital desde el extranjero, tanto de la ayuda internacional como de las remesas que envían los hondureños que residen en el exterior.
Los meses con Micheletti
Desde el extranjero Zelaya aseguraba que volvería a Tegucigalpa y Micheletti lo amenazaba con detenerlo si lo hacía. Las movilizaciones se sucedieron en las calles, y aunque las autoridades no informaron que hubo heridos, sí lo hicieron los hospitales, que lo dieron a conocer a los medios de prensa. Señalaron que llegaban decenas de manifestantes partidarios de Zelaya con heridas, incluso de bala.
El presidente depuesto amagó a volver en avión a Guatemala y generó expectativas en miles de sus seguidores, que fueron al aeropuerto, donde el Ejército los reprimió, dejó docenas de heridos y la primera muerte oficial: un joven de 19 años recibió el disparo de un militar en la nuca, a quemarropa. El avión no pudo aterrizar.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció “detenciones masivas y arbitrarias” diarias a “miles de personas”, centenares de heridos y al menos cuatro muertes.
El 21 de setiembre, Zelaya apareció en la Embajada de Brasil en Tegucigalpa. El portal BBC Mundo especuló, basado en sus fuentes, que el presidente derrocado llegó en un avión a El Salvador y viajó por tierra en la valija de un auto hasta Honduras, donde “algunos militares” hondureños, según el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, le ayudaron a llegar a la embajada brasileña. Luego Zelaya reconoció haber realizado “mil proezas” en un periplo de 15 horas, sin dar más detalles.
La sede diplomática sufrió cortes de agua, luz, teléfono y bloqueos para acceder a alimentos. Miles de seguidores de Zelaya se congregaron a su alrededor y organizaciones de derechos humanos denunciaron que en los cuatro días siguientes hubo un centenar de lesionados, 18 heridos de bala y dos muertos. El Canal 36 y Radio Globo, los medios locales opositores, fueron clausurados.
El gobierno de Estados Unidos intervino como mediador, y Zelaya y Micheletti firmaron el Acuerdo San José-Tegucigalpa, el 30 de octubre, luego de decenas de intentos fallidos de acordar una salida a la crisis política. Ese acuerdo proponía una investigación respecto del golpe, un gabinete de unidad, una votación del Congreso para determinar si restituía a Zelaya y el rechazo a una amnistía para “delitos políticos”. Los dos primeros puntos nunca se cumplieron. El Congreso rechazó la restitución de Zelaya por 114 votos contra 14, el 2 de diciembre. No trató el tema antes de las elecciones hondureñas, como reclamaban los opositores al golpe.
Voto no observado
Las elecciones se celebraron el 29 de noviembre, como estaba previsto antes del golpe, pero casi sin observadores internacionales. En particular, sin los de la OEA ni los de la Unión Europea, que se negaron a avalar una votación convocada bajo las condiciones del gobierno de facto. Pero se votó y fue electo presidente Porfirio Lobo, el mismo dirigente político que afirmó el día del golpe al diario local El Heraldo: “Actuamos antes de que fuera tarde. Quisimos evitar que aquí se repitiera el libreto que Chávez marcó a Bolivia y Ecuador, que tantos enfrentamientos ha provocado allí”.
Zelaya, quien desde la embajada brasileña había instado a los hondureños a no votar, en un país donde el voto no es obligatorio, se negó a reconocer el resultado de las elecciones y, con ellas, el gobierno que tiene previsto asumir el 27 de febrero. El gobierno de facto aseguró que votó el 60% de los habilitados, pero el Frente de Resistencia Contra el Golpe de Estado aseguró que lo hizo poco más de 30%.
Luego de resultar electo, Lobo desoyó el acuerdo de rechazar una amnistía y presentó un proyecto de ley ante el Congreso para proteger a los responsables del golpe de Estado, y a Zelaya, de los cargos en su contra. Se trató de una de varias medidas para legitimar su futuro gobierno ante la comunidad internacional, que aún lo desconoce, excepto por una decena de países, entre ellos, Estados Unidos. También pidió a Micheletti que se retirara del gobierno, para que no fuera él el encargado de traspasarle el poder, pero el presidente de facto no accedió.
En busca de legitimidad
El golpe de Estado ya cumplió seis meses. Zelaya advirtió en su momento que América Latina debía preocuparse por el precedente “muy grave de desacato a las resoluciones de la OEA y de las Naciones Unidas”. También el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, advirtió del peligro de entrar en la lógica del régimen de Micheletti y sentar un precedente de aceptación de una modalidad que se presenta como un “golpe correctivo” en el que “echo a un gobierno pero llamo a elecciones”.
“Lo que se juega acá, más allá de Honduras, es un precedente”, insistió Insulza. Si se cumple lo previsible y Lobo recibe la banda presidencial de manos de Micheletti, añadió, el suyo “es un gobierno que nace con la ilegalidad que le da origen y que lo contamina”. Pero aun así, consideró, si el nuevo gobierno retoma la democracia recuperará, tarde o temprano, la legitimidad internacional. En entrevista con el diario chileno La Nación, agregó: “No podemos pasar con Honduras fuera de la OEA por 30 años, como pasó con Cuba”. En definitiva, una cierta aceptación se cuela por la ventana.
Las organizaciones militantes por los derechos humanos siguen denunciando la censura en los medios hondureños, además de la persecución y represión contra los opositores al régimen de Micheletti. Señalan que ya son catorce las personas asesinadas en el marco de la crisis política.
Luego de asumir la presidencia, Micheletti definió a su gobierno como “un proceso de transición absolutamente legal”. Pero el hecho de que él gobierne mientras el mandatario constitucional continúa asilado en la Embajada de Brasil en Tegucigalpa parece desmentirlo.