En la última década, el término “progresista” se ha transformado en un sentido común de nuestro vocabulario político. Ha sido tan efectivamente constitutivo de nuestro sentido común, que la pregunta sobre su significado no tiene una respuesta evidente.

Desde la ironía del término “progre” para referirse a todo aquello que pretende tener elementos de corrección política hasta su utilización como recurso electoral para seducir al centro, el término parece mantener un importante nivel de indefinición. Esta indefinición ha sido útil, en tanto le ofreció al Frente Amplio y a otros partidos políticos del Cono Sur la posibilidad de moverse con mayor flexibilidad frente a los marcos más estrechos que el término “izquierda” imponía.

Esa indefinición actual contrasta con otros momentos históricos, en los cuales el concepto remitió a visiones muy específicas de la política, la ciencia y el futuro de la humanidad.

Uno de los primeros usos del término en nuestro país data de fines del siglo XIX cuando la Asociación Rural del Uruguay, fundada en 1871, se autodefinía como progresista. La noción en este caso se vinculaba con el proyecto de estos estancieros que se veían como portadores del progreso frente a las formas productivas de los estancieros tradicionales y a la política tradicional de los caudillos. Los “progresistas” impulsaron una modernización del medio rural (alambramiento, código rural, mejora de los medios de transporte y comunicación), dictadura mediante, que además de promover el crecimiento económico acercando la economía local al mercado global generó un enorme aumento de la desigualdad en el medio rural.

La idea de progreso de estos estancieros estuvo muy emparentada con la vocación modernizadora de las elites oligárquicas latinoamericanas, que se veían a sí mismas como portadoras del progreso, alojado en Europa y Estados Unidos, en contraposición a la barbarie de los sectores populares latinoamericanos. En el marco de la creciente influencia del positivismo, la idea de progreso estuvo fuertemente asociada a una creencia casi religiosa en la ciencia. Para esta elite preocupada en modernizar los estados latinoamericanos, en muchos casos la ciencia sustituía a la política.

En su visión los debates acerca de las políticas estatales eran innecesarios, ya que la ciencia actuaba como un árbitro que resolvía los conflictos políticos y sociales de una manera neutra. Ilustrativo de esta modalidad de concebir el accionar estatal fue el llamado gabinete ministerial de los “científicos” del dictador Porfirio Díaz, quienes bajo dicho enfoque desarrollaron políticas que perjudicaron brutalmente a los sectores subalternos generando el preámbulo de la revolución mexicana.

En las primeras décadas del siglo XX el significado del término tuvo un desplazamiento. Los progresistas no eran solamente aquellos preocupados en asegurar las condiciones del crecimiento económico, sino aquellos preocupados por que el progreso llegara a los humildes. “Reformadores” o “progresistas” fueron una serie de profesionales occidentales que desde diversas disciplinas (derecho, salud, urbanismo) investigaron, crearon e impulsaron políticas estatales cuyo objetivo era asegurar el bienestar de los sectores populares.

Durante la Guerra Fría la idea de progreso fue disputada entre los dos bloques que proponían visiones alternativas acerca de éste: para unos, el capitalismo; para otros, el socialismo. Así es como en el contexto de los polarizados 60 y 70 algunos sectores de la izquierda reformularon la dicotomía civilización-barbarie en términos de socialismo o fascismo, y otros vieron a las dictaduras como fuerzas que iban en contra del progreso de la humanidad y convocaban a sectores progresistas tales como los artistas, los intelectuales y los militares a frenar el autoritarismo.

Fue en este período que la idea del progreso comenzó a decaer. La idea de que la humanidad iba en una dirección inevitable que era la del progreso, en que la ciencia se conjugaba con el desarrollo para asegurar la mejora del conjunto de la humanidad, comenzó a ser interpelada por intelectuales críticos. El potencial científicamente mortífero utilizado durante la Segunda Guerra Mundial, los desastres ambientales que generó la industrialización, así como la utilización de la tecnología para la propaganda y el control de regímenes autoritarios o totalitarios, mostraron que la relación entre ciencia y poder podía no ser virtuosa. El final de la Guerra Fría pareció reafirmar esta idea entre las izquierdas que sobrevivieron a dicho final.

Sin embargo, el progresismo renació misteriosamente a principios del siglo XXI. Aunque los nuevos sentidos de este término están por construirse y en muchos casos distan de usos anteriores, algunas cosas del pasado parecen seguir resonando. El progresismo uruguayo de este siglo también se desarrolla en un momento de crecimiento económico hacia afuera, basado en la producción de materias primas. Aunque ya no se trata de higienistas o urbanistas, el accionar de gobierno está fuertemente marcado por un respeto a ciertas profesiones vinculadas al mundo económico cuya legitimidad, pretendidamente científica, por momentos cancela debates que son inminentemente políticos.

Ciertamente, hay cosas nuevas en estos gobiernos progresistas. Sus políticas tienen un mayor diálogo con los sectores populares, que incluso en muchos casos son parte del gobierno, y tienen una mayor conciencia de las implicancias de sus políticas que aquellos estados elitistas de fines del siglo XIX. De todos modos, no resulta inútil recordar aquella tradición para ver qué puede ser tomado y qué no. Y preguntarse cómo los términos “izquierda” y “progresismo” pueden convivir, o no, a comienzos del siglo XXI.