La situación actual de los presos comunes ofrece ciertos paralelismos con la que vivieron los presos políticos durante la dictadura. Ahora, no como resultado de la dictadura sino de la crisis económico-social de 2002 y de un marco legal extremadamente rígido, Uruguay tiene una de las tasas más altas de encarcelamiento de América del Sur. Los presos políticos y los comunes tienen un rasgo común: la mayoría son (y fueron) jóvenes. El Estado y los medios construyeron, y construyen, un discurso estigmatizador que degradó y degrada la humanidad de los presos. Tanto en dictadura como en democracia sectores importantes de la población banalizaron y justificaron el maltrato carcelario. Los organismos internacionales denunciaron y denuncian las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado. Los paralelismos resultan evidentes. Sin embargo, la sociedad uruguaya ha decidido separar ambas experiencias. Para unos, los derechos humanos; para los otros, la seguridad pública.

Este divorcio entre derechos humanos y seguridad es evidente en el discurso público. Mientras que sectores importantes de la población reconocen que las políticas carcelarias de la última dictadura fueron una tragedia nacional que requiere diversas políticas de reconocimiento y reparación simbólica del daño ocasionado, cuando se habla de las condiciones actuales de los presos la idea de que ciertos derechos básicos deben respetarse durante su reclusión es puesta bajo sospecha y supeditada a un supuesto interés general marcado por la seguridad pública.

La trayectoria de un edificio evidencia en forma paradójica este divorcio. En 1972 las Fuerzas Conjuntas crearon el penal de Libertad. Dicho establecimiento, concebido hasta en su arquitectura con una concepción violatoria de los derechos humanos, se transformó en uno de los símbolos más emblemáticos de la barbarie dictatorial. Cuando retornó la democracia el símbolo se reformuló. Lo que era intolerable para unos pasó a ser tolerable para otros. El penal fue el lugar de los presos comunes, ahora administrado por la Policía. Actualmente, bajo la gestión de un presidente tupamaro se está discutiendo que los militares vuelvan a administrarlo, a la usanza de lo ocurrido durante la dictadura. De concretarse, sería el cierre de un paradójico ciclo histórico que ilustra los límites de las políticas de seguridad de la izquierda.

En los últimos años hemos escuchado que es necesario recordar para evitar la repetición de violaciones a los derechos humanos: Nunca Más terrorismo de Estado, dictadura, orientales contra orientales, etcétera. Estas demandas de memoria claramente han tenido un efecto positivo sobre la calidad de nuestra democracia política. Desde el retorno democrático han sido muy escasos los momentos en los que los derechos políticos básicos han sido amenazados. Lo que resulta llamativo es cómo una noción que es por esencia universal y que refiere al conjunto de los humanos siga siendo restringida únicamente a los conflictos políticos de la segunda mitad del siglo XX.

Tal vez sea el momento de empezar a ver que más allá de la política nuestra sociedad ha tenido y tiene otras tragedias. Y que los derechos humanos tienen algo que decir sobre la actualidad que estamos viviendo. Esto no tiene que ver con una actitud principista sino más bien con un posicionamiento pragmático y realista. Así como el discurso de los derechos humanos contribuyó a la mejora de la convivencia política también podría contribuir a reducir los niveles de violencia de la convivencia social. ¿Queda alguna duda de que en las condiciones actuales las cárceles son fábricas de criminalidad, y de que las condiciones de inhumanidad a las que están sometidos los presos fomentan la predisposición a la violencia y cancelan toda posibilidad de rehabilitación?

Tal vez sea el momento de tender ciertos puentes entre las tragedias del pasado y las actuales y ver cuánto de aquello puede servir para el hoy. Eso implica reconocer la humanidad de todos los uruguayos. Al fin de cuentas el cielo que añoraban Los Olimareños durante su exilio es el mismo que sufren los 372 presos del Comcar que han estado viviendo a la intemperie durante casi dos meses.