Tailandia tuvo su “primavera” cuando cientos de miles de personas salieron a las calles de Bangkok en 1992 para derrocar a un gobierno militar. Parecía posible entonces la perspectiva de una democracia estable con una gran clase media educada y una de las economías de mejor desempeño en el mundo.

No hay una pugna entre derecha o izquierda, no hay cuestiones ideológicas de fondo en las disputas políticas de los últimos años. Pero ante la imposible convivencia y alternancia en el poder de los dos partidos mayores, el país parece encaminarse nuevamente a un golpe de Estado.

Esta situación favorece al Partido Demócrata, el más viejo del país. Pese a que esta formación llegó al gobierno mediante coaliciones, jamás ha obtenido mayorías significativas de votos y ha saltado sobre cada oportunidad de obtener el poder tras cada uno de los recurrentes golpes militares que se dieron en la historia reciente.

Hay muchos extras, intereses que aparecen como actores secundarios y legítimos movimientos sociales contra el golpismo de unos y la corrupción de todos en esta disputa por el poder, en la que no hay espacio para la negociación. No son ajenos a esta intransigencia elementos culturales propios de Asia, por los cuales se explica y entiende que el ganador se debe llevar todo, sin compartir ni el Estado ni los eventuales botines (y en el pasado, sin dejar sobrevivientes).

En esta esquina…

En Tailandia, país de símbolos, los colores tienen particular importancia y se relacionan con el día de nacimiento, con los días de la semana, con la naturaleza, con la bandera y la monarquía. Así, los colores de ambos bandos no fueron elegidos al azar. El rojo es el color del pueblo, las franjas en la bandera simbolizan la sangre derramada. El amarillo es el color del martes, día del nacimiento del rey, Bhumibol Adulyadej. En el pasado los tailandeses usaban los martes ropas amarillas en homenaje al monarca.

Actualmente se puede decir que Bangkok y el sur del país son amarillos, mientras que el resto es rojo. Los camisas rojas son liderados por el empresario Thaksin Shinawatra. Electo primer ministro en 2001, pronto demostró que tenía más interés en el control que en el fortalecimiento de la democracia. De hecho, utilizó su poder para influenciar a los medios de comunicación y lograr el control total de la administración del Estado. Recompensó a sus aliados políticos con grandes contratos y castigó financieramente a sus enemigos.

Fue primer ministro hasta 2006, año en que fue derrocado por un golpe militar. Tomó una serie de medidas que le granjearon el apoyo de la población rural y los más humildes, al tiempo que se apropió, al privatizarlas, de las mayores empresas estatales, incluyendo las de telecomunicaciones. Eliminó la pequeña corrupción que agobiaba al ciudadano común, estableció un sistema de salud universal, amplió la red educativa pública y gratuita a todo el país, fijó políticas agrícolas de protección y fortaleció las estructuras comunales con políticas de desarrollo local, que le garantizaron la lealtad de la población en las áreas rurales.

Reelecto por abrumadora mayoría en 2005, con los votos del interior, tuvo entonces virtualmente control total del país, que, lejos de los vaticinios catastrofistas de la derecha y de los militares, encontraba su economía en continuo crecimiento.

Otro color

Los camisas amarillas integran entre sus más fervorosos activistas a los sectores más conservadores y militaristas de la población, que se distinguen por su imposibilidad casi histórica de ganar elecciones y por su voracidad cada vez que han sido llevados al poder. Son apoyados con mayor o menor discreción por el Partido Demócrata, que es quien puede asumir la conducción del país en caso de que el gobierno caiga.

Este movimiento “anti Thaksin” logró un amplio apoyo ciudadano en Bangkok detrás de la figura de uno de sus fundadores, el general Chamlong Srimuang, héroe de la resistencia antigolpista de 1992, asceta, religioso y místico que terminó llamando a los militares a dar el golpe contra Thaksin en 2006.

Se ha intentado relacionar a los camisas amarillas con la intelectualidad, la izquierda o simplemente el progresismo, porque mayoritariamente esos sectores siempre han denunciado la corrupción y el saqueo atribuidos a Thaksin.

En Bangkok -reducto amarillo- la derecha monárquica, la intelectualidad y la mayor parte de la población, opositores a Thaksin, cada uno por diferentes motivos, ambientaron y lograron el golpe de estado militar de 2006 que lo forzó al exilio.

Sube y baja

En 2006 las clases medias tailandesas, que habían encabezado la revolución democrática antes, podrían haber luchado contra Thaksin en las urnas. Pero su gobierno los había desilusionado y la derecha agitaba el fantasma del populismo, el miedo a los pobres y la inseguridad. Así, las clases medias atemorizadas prefirieron las botas a las urnas.

Thaksin ciertamente había debilitado el concepto de democracia, convirtiéndose, gracias a ella, en uno de los hombres más ricos de Asia. El golpe de Estado de 2006, a su vez, hundió la economía y cerró el camino democrático, abriendo la dinámica a la actual situación.

Agotadas las posibilidades de permanencia de los militares en el poder, debido a crecientes manifestaciones populares, en 2008 la vida política electoral retomó fuerza y vigor. Pese a tener cientos de dirigentes inhabilitados, los partidos que con diferentes nombres respondían a Thaksin eran los que ganaban una elección tras otra, salvo un corto período en que los militares, mediante un digitado Tribunal Constitucional, inhabilitaron a casi la mitad del Parlamento (y así afectaron al partido de Thaksin) para dar mayoría al Partido Democrático.

Desde 2007, los camisas rojas y camisas amarillas ocuparon sucesivamente edificios gubernamentales en Bangkok. Los rojos para sacar al Partido Democrático y terminar la “transición militar” y los amarillos para sacar a los partidarios de Thaksin y forzar elecciones que siempre perdieron.

Ahora también

En la última escena de este drama encontramos hoy, en diciembre de 2013, a los camisas amarillas ocupando Bangkok, bloqueando todo el funcionamiento del gobierno y forzando a la primera ministra Yingluck Shinawatra, hermana de Thaksin, a convocar a elecciones.

El Partido Demócrata -cuya contribución a la actual crisis no ha sido sólo su saludo a las ocupaciones y manifestaciones sino su boicot al Parlamento, al renunciar a todas sus bancas- anunció que boicoteará los comicios de febrero (las encuestas lo dan como seguro perdedor) con el argumento de que no confía en el sistema político que hoy rige.

El actual líder de los camisas amarillas, movimiento llamado ahora Comité Popular pro Reforma Democrática, es Suthep Thaugsuban, antiguo miembro del Partido Demócrata que en 1995 repartió tierras en su provincia a empresas constructoras, familiares y amigos -haciendo uso de una ley destinada a beneficiar a campesinos pobres- que luego, en 2009, fue expulsado del Parlamento por corrupción y por violar la Constitución al tener acciones de empresas que hacían negocios con el gobierno.

Thaugsuban llamó públicamente a policías y militares a ponerse a las órdenes del Comité Popular pro Reforma y reclamó igualmente al Comité Electoral que aceptó estudiar el tema- que se pospongan las elecciones seis meses o un año -mientras él o los militares podrían quedar a cargo del gobierno- con el fin de procesar una reforma constitucional. El Ejército, en vez de declararse -como debería- defensor de la institucionalidad, se declaró “neutral”.

Se prepara -una vez más- un golpe de Estado. Pero el camino, si los militares deciden recorrerlo, no será, como en 2006, un paseo incruento. Ex aliados de los demócratas, incluso algunos de sus antiguos dirigentes, se alinean con el gobierno anunciando su apoyo a la primera ministra para un nuevo período.

En este escenario volátil, el rey, que representa la unidad y estabilidad del país en las crisis, agoniza a sus 85 años y recorre casi cada día el camino entre su palacio y el hospital. Los tailandeses tienen razones para estar preocupados.

*Ignacio Seré ha trabajado en diversos países de Asia, África y Oceanía en misiones humanitarias, tanto en frentes de guerra como en respuesta a catástrofes naturales. Es consultor de diversas organizaciones civiles como experto en resolución de conflictos en contextos multiculturales.