En el siglo XXI el movimiento de derechos humanos logró algo que parecía inalcanzable en el Uruguay posdictatorial. En 2002 fue procesado el ex canciller de la dictadura Juan Carlos Blanco por la desaparición de Elena Quinteros. Esto fue posible por los vacíos legales que ofrecía la Ley de Caducidad. Luego de 2005, y como consecuencia de la nueva interpretación que hizo el Poder Ejecutivo, se abrieron nuevas posibilidades para el enjuiciamiento a civiles y militares involucrados en violaciones a los derechos humanos perpetradas durante la dictadura. En el período se logró que más de dos decenas de militares y dos ex presidentes fueran procesados.

Lo que antes parecía inalcanzable poco a poco se comenzó a lograr. Pero lo que inicialmente fue un valor, la justicia, comenzó a tener un rostro muy lejano a la utopía: el Poder Judicial. El movimiento de derechos humanos había tenido poco contacto con éste hasta 2005, ya que la mayoría de sus demandas se había orientado al Ejecutivo. Sin embargo, el Poder Judicial ya tenía su historia en relación a la caducidad. En 1988 había declarado que la ley era constitucional y nunca la cuestionó durante la década del 90.

En el nuevo clima posterior a 2005, cuando parecía que se iba a la derogación por iniciativa popular y el Poder Ejecutivo y Legislativo declararon la inconstitucionalidad de la ley, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) asumió la misma postura. Por otra parte, más allá de sus posicionamientos públicos, lo que empezó a emerger en las causas vinculadas a los derechos humanos fue que el proceso judicial tenía ciertos problemas similares a otras áreas del Estado uruguayo: lento, burocratizado y sensible a las influencias corporativas y políticas. Seguramente muchos otros lo sabían, entre ellos el 60% de presos que aún no tienen condena, pero su influencia en el debate público era muy limitada.

De los tres poderes, el Judicial es el que menos conoce la opinión pública. Aunque sin duda los miembros de la SCJ afectan de múltiples maneras nuestra vida cotidiana, tal vez mucho más que senadores y diputados, la población ignora quiénes son y cuáles son sus orientaciones jurídicas y políticas. La intención de mantener un clima de neutralidad y sobriedad ha tenido un efecto perverso que es el desconocimiento público de su accionar. La prensa habla esporádicamente del Poder Judicial, la academia no lo estudia, la calle no habla de la SCJ. Si se hiciera una encuesta preguntando quiénes son los ministros de la SCJ el resultado sería asombroso. De la ausencia de presión hemos pasado a la ignorancia pública acerca del Poder Judicial.

El traslado de la jueza Mariana Mota ejemplifica dicha situación. Ante una situación extremadamente sensible, el Poder Judicial consideró que no ameritaba ninguna explicación pública. Más allá de que los motivos últimos de la decisión son inescrutables, la ausencia de información en la materia refleja que dicho acto propicia un clima que no alienta a la posibilidad de justicia. Los saludos del Círculo Militar son una clara evidencia de esto.

Por otra parte, las explicaciones más generales acerca del traslado de funcionarios muestran una llamativa omisión acerca de cómo se tramitan las causas de derechos humanos. En otros países latinoamericanos esas causas son consideradas especiales por múltiples motivos. Entre otros, porque se trata de delitos cometidos por agentes que en Uruguay, como en otras partes, mantienen influencia en ciertas áreas del Estado. Además, se están juzgando delitos que ocurrieron décadas atrás, por lo que se corre el riesgo de que los perpetradores se mueran o sean considerados incapaces antes de ser juzgados. A modo de ejemplo, el Centro de Estudios Legales y Sociales argentino, país que ha encarado estos temas con otro impulso, señala que en 2010 había 230 imputados que murieron antes de ser procesados y 18 que fueron declarados incapaces. No se puede juzgar a un perpetrador que tuvo un cargo estatal de la misma manera que a un “ladrón de gallinas”. El Poder Judicial lo sabe. Y por eso, en relación a otras corporaciones ilegales como el narcotráfico, ha desarrollado políticas específicas. Sin embargo, en materia de derechos humanos no parece mostrar esa preocupación.

A todo esto se agrega la posible declaración de inconstitucionalidad por la SCJ de la ley interpretativa que intenta quitar los efectos de otra ley (la de caducidad) que también ha sido declarada inconstitucional. El resultado de este intríngulis legal terminaría cerrando las posibilidades de continuar los procesos judiciales. Lamentablemente, serán el derecho internacional y los organismos interamericanos el principal recurso con que contarán los movimientos de derechos humanos para asegurar la continuidad de estas causas. El académico Boaventura de Sousa dos Santos afirmó recientemente que la única garantía que le quedaban a una variedad de movimientos sociales en Latinoamérica era la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Un triste diagnóstico que muestra la debilidad de nuestros poderes judiciales frente a la presión de ciertos poderes no institucionales y nada republicanos. Y que muestra las contradicciones y zonas grises de lo que solemos llamar soberanía nacional. ¿Habrá que reflexionar quiénes son los que realmente la ponen en riesgo?