El 20 de marzo de 2003, Estados Unidos y Reino Unido lanzaron la guerra de Irak, país que entonces era gobernado por Sadam Hussein. No contaban con el aval de la Organización de las Naciones Unidas y su argumento era el peligro que significaban las supuestas “armas de destrucción masiva” que estaban en manos de Bagdad, armas que nunca existieron, según se comprobó después.

En diciembre de ese año fue detenido Hussein, que había gobernado desde 1979. Murió en la horca en 2006, luego de haber sido condenado por la Corte Suprema iraquí por la muerte de 148 chiitas en 1982 y la persecución sufrida por los habitantes de Dujail, una localidad en la que esa comunidad religiosa era mayoría. El día en que murió hubo una serie de atentados que dejó más de 70 muertos y marcó el inicio de los ataques sectarios -de sunitas contra chiitas y viceversa-.

En diciembre de 2011 finalizó la retirada de las tropas extranjeras, pero la violencia sectaria continuó. Hussein había logrado imponer un gobierno de la minoría sunita, la rama del Islam a la que él pertenecía, sobre la mayoría chiita y la minoría kurda. El nuevo régimen, con un sistema parlamentario que se propone asegurar la representación de chiitas, sunitas y kurdos, sigue sin lograr la estabilidad. El gobierno iraquí está empantanado en conflictos sectarios y desde hace meses los sunitas protestan en reclamo de más representación.

La calidad de vida de los iraquíes no parece haber mejorado con la caída de Hussein, y el tercer exportador de petróleo del mundo sigue sufriendo cortes de suministro de energía, informó la BBC.

Según la organización Iraq Body Count, que hace un recuento de las muertes en Irak, las de civiles sumaron 4.571 en 2012, y desde marzo de 2003 fueron más de 122.000. Además, unos 2,7 millones de iraquíes tuvieron que dejar su hogar por la violencia. La mitad de ellos se fue del país y muchos a la vecina Siria, de la que volvieron por la crisis política actual junto a miles de sirios.