De Jonge, de 75 años, sociólogo y antropólogo, la semana pasada estuvo en Montevideo. En diálogo con la diaria, explicó que le interesa poder comparar los procesos de transición posteriores a las dictaduras que se dieron en Argentina y Uruguay, con respecto a lo que se viene haciendo en África. De Jonge cree que el proceso que se dio en el caso argentino es “mucho más interesante que lo que ocurrió en África”, porque luego de la consumación de crímenes de lesa humanidad “hay que hacer algo en contra de la impunidad”, que no se logra sólo con comisiones de la Verdad. Considera que éstas “son importantes”pero cree “que la Justicia es mucho más importante”.

El holandés explicó que en el continente africano analizó el proceso de “la Comisión de Verdad en Sudáfrica, además el caso de Mozambique, donde no hubo nada, y otros en donde se aplicaron programas especiales, como en Ruanda, donde se aplicó el Gacaca -un tipo de justicia local- después del genocidio”. Para De Jonge, las comisiones de la Verdad tienen importancia, porque mediante ellas se logra juzgar a los autores de crímenes, como sucedió en Argentina y, en menor medida, en Uruguay. Al seguir muy de cerca el proceso sudafricano de salida del apartheid, lamenta que “eso no se haya hecho en Sudáfrica hasta el momento” porque “genera mucho descontento [...] deja un sentimiento de injusticia para las víctimas” que “no ayuda a reconstruir una sociedad”. Además, lamentó que el Congreso Nacional Africano (ANC, por su sigla en inglés) no continuara en la misma línea que cuando alcanzó el poder, en 1994, porque para él “las consecuencias del apartheid siguen, ya que 45% de la población activa sudafricana no tiene empleo; los negros, en su mayoría”. Aunque reconoció que hay democracia, dijo que las desigualdades siguen siendo demasiado grandes y que “hay una corrupción enorme en el gobierno”.

Mujeres y niños

Uno de los últimos países africanos en los que trabajó De Jonge fue en la Republica Democrática del Congo (RDC). Allí realizó investigaciones de terreno vinculadas a la violencia de la que son objeto las mujeres congoleñas, “sobre todo en el este del país, por parte de jefes de guerra” en el marco de dos conflictos “internacionales” en los que participaron combatientes ruandeses y ugandeses que dejaron “cerca de cinco millones de muertos”. Aclaró que las víctimas de ese conflicto no sólo son producto de los combates, sino también de los movimientos de migración forzada, enfermedades y otras consecuencias derivadas de las situaciones de precariedad que aparejan las guerras. Destacó que la situación aún no tiene respuesta, que “la impunidad sigue” en la RDC y que “las principales víctimas son los civiles, sobre todo las mujeres, porque ellas son violadas por el Ejército y las milicias”. Destacó que en ese país -como en la mayoría de los del continente- una mujer violada suele ser expulsada de su comunidad, lo que implica que es “doblemente víctima”. “Muchas veces la mujer es violada en presencia de su marido, que es amenazado con armas”, explicó De Jonge, que agregó que “para el esposo, ser testigo impotente de la violación significa perder el honor, y reacciona echando a la mujer”. Como antropólogo, De Jonge cree que ese problema podría resolverse mediante “ceremonias locales” tradicionales, que reintegren a esas mujeres y eviten el estigma.

Ese tipo de soluciones, relató el holandés, las vio aplicar en Mozambique con los niños soldados que fueron enrolados en la guerra civil que hubo en ese país entre 1976 y 1992. En ese período el régimen racista sudafricano buscaba desestabilizar al gobierno comunista que gobernó Mozambique después de su independencia en 1975. El gobierno de Pretoria intervenía en Mozambique mediante su apoyo a la Resistencia Nacional de Mozambique (Renamo), organización que solía reclutar niños soldados, que fueron “por lo menos 8.000”, según pudo comprobar De Jonge durante sus trabajos en la ex colonia portuguesa. Después de haber participado en esa guerra, los niños sufrían graves traumas, porque para enrolarlos les daban armas y los obligaban a ir a matar a “la gente de su propia aldea, para cortar sus vínculos sociales y emocionales”, relató el sociólogo. Eso hacía que esos niños se volvieran “muy locos, muy peligrosos, porque habían cometido lo peor y podían ser usados para cualquier acción”. En los intentos de rehabilitación, se había apelado, en un primer momento, a psicólogos, pero “el tratamiento psicológico europeo” no servía porque “es una cultura muy distinta”, dijo el antropólogo.

Recetas locales

Cuando se firmó la paz en Mozambique hubo una amnistía total, pero el problema de los niños que regresaban a sus comunidades continuaba. El antropólogo dijo que los propios mozambiqueños comenzaron a realizar ceremonias tradicionales, basadas en la idea de que los traumas se deben a que los espíritus de las personas que los niños habían matado los estaban rondando porque no habían recibido sepultura. La concepción religiosa africana dice que el daño que les hacen esos espíritus a los niños también le hacen mal a su comunidad, por lo que “todo el mundo participa” en las ceremonias para revertirlo. Esas sesiones de purificación están a cargo de curanderos y son un llamado a los espíritus para que se vayan y dejen a los ex niños y niñas soldados en paz, a cambio de que la comunidad les brinde honores. “Es una forma de terapia diferente a la nuestra, pero vi que funciona, tranquiliza a los niños y permite que la gente deje de reprocharles los crímenes, que no se olvidan, pero se dan por cerrados”, explicó De Jonge.

El holandés quiso ver si se podía aplicar ese tipo de soluciones locales en la RDC, pero llegó a la conclusión que “es imposible en tiempos de guerra”, por lo que esa terapia aún no se puede implementar en el problema de las mujeres víctimas de violaciones en dicha nación.

Caso Ruanda

De Jonge también trabajó varios años en Ruanda, uno de los países que interviene actualmente en el conflicto congolés “porque no tiene recursos naturales muy importantes y usa el caos de la RDC para sacar riquezas para su desarrollo”.

De Holanda al mundo

Klaas de Jonge nació en setiembre de 1937. Se doctoró en la Universidad de Ámsterdam en sociología y antropología, especializándose en África Subsahariana, en 1967. Durante su larga carrera de africanista, hizo trabajos de campo en Tanzania, Senegal, Mozambique, Ruanda, Madagascar, República Democrática del Congo, Burundi, pero también en Brasil y algunos países de Europa. Dio clases en diversas universidades, entre ellas la de Brasilia (1989-1994), y asesoró a varias organizaciones como UNICEF o Penal Reform International en Ruanda y la Oficina Internacional Católica para la Infancia. Además, realizó trabajos de espionaje y transporte de armas entre Sudáfrica y Mozambique de 1981 a 1985 para el brazo armado del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Su detención y fuga desataron una crisis entre Holanda y el gobierno racista sudafricano, que terminó cuando Klaas, refugiado en la embajada holandesa de Pretoria durante dos años, pudo regresar a su país.

En 1994, Ruanda sufrió un genocidio que tuvo como base al conflicto étnico entre hutus y tutsis, y fue después de esos hechos, entre 2001 y 2004, que De Jonge llegó allí. Esas dos comunidades ruandesas “no son tan distintas” aclaró el antropólogo, ya que tienen la misma cultura y hablan el mismo idioma. Su rivalidad, sostiene el holandés, fue alimentada por el gobierno colonial alemán y luego el belga. Estos últimos basaron su colonización en una alianza con los jefes tutsis, comunidad minoritaria en ese país, de la cual surgían los miembros de la monarquía tradicional ruandesa. Eso hizo que los tutsis tuvieran privilegios sobre los hutus. Las diferencias entre esos dos grupos eran “más de clase social que de raza, los hutus solían ser agricultores, mientras que los tutsis eran ganaderos”. Para ilustrar el sistema establecido por Bélgica, De Jonge recordó que “los nazis en Alemania decían que los judíos se podían reconocer por su físico, sin embargo se los obligó a usar una estrella en la ropa para distinguirlos” y agregó que en Ruanda, los belgas establecieron documentos de identidad en los que figuraba el grupo étnico.

Cuando Ruanda se independizó en 1962, hubo elecciones y, por ser mayoría, ganaron los hutus. Eso generó un éxodo tutsi, pero sus combatientes regresaban esporádicamente para intentar derrocar al gobierno. En tanto, también había matanzas en contra de tutsis que permanecían en el país.

En 1990 los tutsis iniciaron una guerra que duró cuatro años para recuperar el poder. El 6 de abril de 1994 el presidente hutu de Ruanda, Juvenal Habyarimana, murió en un atentado contra su avión, en el que fallecieron otros altos mandos de su país, y también su par de Burundi, Cyprien Ntaryamira. Eso sirvió de disparador al genocidio. Según De Jonge, las autoridades hutus dieron orden a la población de eliminar a los tutsis bajo pretexto de que, si no lo hacían, serían ellos los que los matarían. Muchos hutus mataron a sus propios vecinos por ser tutsis y “en 100 días murieron 800.000 personas”, una destrucción “más rápida que la de los campos de concentración nazi, pero con machetes”, ilustró De Jonge.

El sociólogo tenía “mucha esperanza” respecto del proceso de transición ruandés, pero estas expectativas no se cumplieron. Los tutsis ganaron finalmente la guerra y eso hizo que hubiera un éxodo masivo. De los ocho millones de ruandeses, tres millones de hutus emigraron, principalmente hacia la RDC, pero también a Burundi y Tanzania. El gobierno tutsi, liderado por el aún presidente Paul Kagame, tuvo que hacer algo. Pero era una situación particular, porque todos sabían quiénes eran los que habían matado. Hacía falta más verdad, pero sobre todo, era necesario juzgar a los culpables. Así fue que se instaló el proceso de justicia llamado Gacaca (pronunciado “gachacha”) y se instalaron juzgados en cada aldea, integrados por 160.000 jueces civiles que no estaban vinculados con la masacre.

Los jueces recibieron una formación de tres semanas y se aprobó una “ley de Gacaca” que articuló un proceso de diálogo en cada aldea para establecer responsables y víctimas. Luego se celebraron los juicios, entre 2002 y 2010. Las sanciones fueron desde la pena de muerte (que luego se abolió) o la reclusión perpetua para los líderes, hasta tareas de trabajo comunitario. Hubo un millón de acusados y prácticamente cada familia hutu tenía a un acusado entre sus miembros. Para De Jonge, ese proceso terminó estigmatizando a todo el grupo como “potencial genocidario” y eso “no ayuda a la reconciliación”. Además, explicó que para quienes confesaban sus crímenes había reducciones de penas, y a eso se suma que no se juzgaron los crímenes de tutsis contra hutus, que no entraron en el marco de la justicia Gacaca. Éstos últimos fueron reenviados hacia tribunales comunes, pero “si eres hutu y todas las estructuras están controladas por tutsis, no vas ante un tribunal a denunciar, porque es muy peligroso” y eso generó la impresión de que se aplicaba una “justicia de vencedores”, explicó el antropólogo. Así que los hutus no quisieron participar y las víctimas tutsis tampoco quedaron satisfechas, porque en muchos casos tuvieron que seguir conviviendo con quienes los habían atacado. Además, De Jonge destacó que el proceso tampoco ofreció una respuesta adaptada a las numerosas mujeres que fueron violadas durante el genocidio, a las que algunos acusaron de haber vendido su cuerpo para salvar su vida. Por último, las medidas de reparación económica fueron muy bajas.

Para el holandés, el proceso Gacaca resultó ser una herramienta para que el gobierno tutsi “asentara su poder y anulara cualquier oposición hutu”, pero “no aportó ni reconciliación, ni verdadera justicia”. El académico dice ser muy escéptico sobre lo hecho en Ruanda y cree que “a largo plazo no va a funcionar”. Respecto del proceso judicial internacional celebrado en Arush (Tanzania), donde se instaló un Tribunal Penal Internacional para Ruanda, dijo que siempre es bueno tener distintas herramientas, pero lamentó que en esa instancia sólo se juzgara a los hutus, debido a que, según él, Estados Unidos protege al gobierno ruandés.

De Maputo a Pretoria

Durante su estadía en Mozambique (1982-1984), De Jonge trabajó para el Ministerio de Comunicación y para la Universidad local, realizando tareas sociales en comunidades rurales, donde se instalaban escuelas, policlínicas y radios comunitarias. Según recuerda, en ese período vivió de cerca lo que ocasionaban los grupos militarizados financiados por el gobierno sudafricano en territorio mozambiqueño. De Jonge cuenta que luego de ver ómnibus llenos de gente ser incendiados, aldeas destruidas y gente torturada, tomó conciencia de que lo mejor que podía hacer era empezar a militar directamente contra el régimen racista sudafricano. “Tenía amigos sudafricanos y comencé a trabajar con ellos. Como era blanco, nunca tenía problemas para entrar con armas, explosivos y todo eso, hasta que fui detenido”, rememora De Jonge, que fue parte del movimiento Umkhonto we Sizwe, brazo armado del ANC.

Cuando lo detuvieron vivía en Zimbabue, donde daba clases de historia africana durante la semana y se dedicaba a llevar armas a Sudáfrica en auto los fines de semana. Lo arrestó la Policía secreta, en 1985, porque una persona con la que se contactó estaba bajo vigilancia, pero inmediatamente después de ser detenido planeó su fuga. Así fue que le tendió una trampa a sus captores, asegurándoles que les iba a mostrar escondites de armas, y logró que lo llevaran desde Johannesburgo, donde estaba detenido, hasta la embajada holandesa, que estaba en Pretoria, en un edificio con muchas otras oficinas. Les contó que ahí había un banco que “no respetaba el boicot en contra de Sudáfrica. Eso los interesó mucho y sacaron muchas fotos del edificio. Yo veía el logo de la embajada y pensé que estaba en la foto, pero no se dieron cuenta”, relató De Jonge. Luego, los hizo ingresar al edificio y aun con los pies encadenados logró meterse dentro de la embajada holandesa. Los policías lo sacaron de la sede, lo que generó un conflicto diplomático entre Holanda y Sudáfrica, por lo que los sudafricanos no tuvieron otra opción que devolverlo a la representación holandesa. Así fue que durante 26 meses estuvo viviendo con dos policías y un militar holandeses que también estaban acusados de terrorismo, “en dos o tres” piezas de lo que había sido la embajada, que entre tanto se había mudado. Como no confiaba mucho en las gestiones de su país para sacarlo de prisión, hizo “mucho barullo” hasta que lo sacaron del país “con un cooperante francés”, Pierre-André Albertini.

Consultado por la diaria sobre la porosidad que se ve en su vida entre su trabajo académico y su desempeño como activista, De Jonge dijo que “hay una frontera, porque soy un investigador que hace estudios bastante objetivos, pero siempre con una visión política que busca cambiar la emancipación de los pueblos, con una óptica marxista, pero yo soy más bien anarquista, porque no estoy muy a favor de los partidos, pero a eso se suma una concepción existencialista, que hace que cuando veo algo con lo que no estoy de acuerdo, deba hacer algo al respecto”. El académico cuenta que mucha gente le dice que es holandés y que no debería meterse en asuntos africanos, pero él cree que “si no haces nada, también eres culpable”.