La aprobación de la Ley de Trabajo Doméstico (ley 18.065) es paradigmática en muchos sentidos y marcó un hito en la lucha por el reconocimiento de derechos de las trabajadoras domésticas en Uruguay.
Los procesos de implementación, la configuración en su institucionalización mediante el rol activo del Sindicato Único de Trabajadoras Domésticas (SUTD), la negociación colectiva, la conformación del Consejo de Salarios, entre otros, son elementos que conforman un proceso ambicioso y de largo aliento.
Sin embargo, más allá de los avances en relación con la institucionalización -monitoreo, inspección, regulación-, el proceso que llevará más tiempo y generará más dificultades es el cambio cultural en relación con el reconocimiento del trabajo doméstico en tanto trabajo.
Antes de la ley existían situaciones de explotación, abuso y humillación contra trabajadoras domésticas, que a ocho años de su aprobación siguen existiendo. Sin duda, la legislación permitió contar con mayores elementos para visibilizar esas prácticas y empezar a nombrarlas como corresponde. Pero la regulación también puede desencadenar prácticas perversas que buscan evadir los costos que supone la efectivización de derechos.
La explotación de mujeres migrantes puede ser una de las prácticas posibles y podemos evidenciarlo con dos casos emblemáticos. En 2012 cobró notoriedad pública un episodio que involucró a dos familias de alto poder adquisitivo en un caso de explotación laboral y trata de ciudadanas bolivianas; a partir de dicha denuncia fue posible el primer allanamiento por orden judicial, en el marco de la ley 18.065, e implementar acciones coordinadas a nivel intergubernamental.
En 2013 se dio a conocer el caso de una ciudadana peruana, quien también logró denunciar a sus empleadores y contar con la atención y contención estatales. En ambos casos, en el ámbito de la Justicia laboral pudieron ser escuchadas y resarcidas económicamente por los daños ocasionados.
Si bien estas realidades las viven miles de mujeres detrás de puertas señoriales, en residencias y mansiones en Uruguay y en el mundo, la diferencia en estos casos fue que pudieron denunciarse y visibilizarse.
Desde el trabajo realizado por organizaciones de la sociedad civil y el Estado hemos podido dar cuenta de que estas situaciones de abuso y explotación son cotidianas, y de que algunas familias de poder adquisitivo alto niegan sistemáticamente el ejercicio de derechos básicos como la limitación de la jornada laboral, la seguridad social o el aguinaldo.
Hacer hincapié en el nivel socioeconómico de las familias no tiene como objetivo generar una confrontación de clases ni generalizar sobre cierta forma de ser de la gente rica, sino más bien compartir un interrogante que tengo después de estos años de conocer tantos casos de personas que tienen la posibilidad económica de tener más de tres propiedades en barrios como Punta Carretas, Pocitos o Carrasco, en Punta del Este o José Ignacio, en Miami o Europa, que juegan al golf, asisten a eventos glamorosos en diferentes países, invitados por jefes de Estado, son políticos, diplomáticos, dirigen empresas de diversos rubros, son titulares de prestigiosos despachos de abogados, pero no están dispuestos a pagar lo que le corresponde a “su personal de servicio”.
Sin duda, me resulta incomprensible. Más allá de la naturaleza de la división social, racial y sexual del trabajo que protege el statu quo de ciertas clases dominantes, ¿qué motiva la negación de derechos? Algunas de las personas con las que he compartido esto señalan que es una ingenuidad de mi parte no querer creer que hay personas malas por naturaleza, que simplemente han interiorizado que “hay seres inferiores, despreciables y sin derechos”.
Paradójicamente, muchas de las personas que en su momento “escatimaron” en pagar lo que les corresponde a sus trabajadoras, una vez que son denunciadas estarían dispuestas a pagar lo que fuera porque su imagen de persona elegante, refinada y respetable se mantenga incólume (¡si van a salir en la prensa, que sea en Galería!). “De muy buenas familias y muy malas costumbres”, reza el dicho, que pretende, desde mi interpretación, visibilizar las contradicciones que guardan algunos sectores de la sociedad que desarrollan sus dinámicas vitales bajo lógicas de dominación y externalización de costos en detrimento de la vida de sus subordinados.
Parecería que el “buen nombre” es lo que más importa, y de ahí que sea necesario reafirmar el rol de los medios de comunicación en tanto mecanismos de denuncia y reivindicación de derechos, y tener presente lo que Edison Lanza llama “el derecho a nombrar” a los responsables de estas situaciones de abuso, que “constituye una forma de terminar con la impunidad y las prácticas violatorias de derechos que están naturalizadas en nuestra sociedad” (Brecha, 10/01/14).
En un sistema que habilita que todo se resuelva a “billetazos”, la denuncia pública puede ser una rendija de luz para generar los efectos simbólicos y materiales que muchas veces no se logran mediante mecanismos institucionales convencionales. Necesitamos muchos aliados para desnudar las prácticas que nos alejan de los sueños de justicia y dignidad.