En Santa Clara están las cenizas de Aparicio Saravia. Qué otro lugar entonces pueden elegir los blancos para su acto de unidad. Las tierras alrededor del cementerio son casi todas de apellidos ilustres y las cenizas de Aparicio están rodeadas de campo blanco, podría decirse con impostada poesía.

Pero en el cielo no hay estrellas sino más bien una lluvia molesta que está a punto de convertir el acto de unidad en uno perfectamente fallido. Los blancos saben resguardarse y además se dicen gauchos. Inician el acto pour la televisión en una pequeña pieza. Rodean una mesa con la prestancia de los dirigentes y, comandados por Luis Alberto Heber, largan su “Proclama de Santa Clara” que resumen en diez puntos: el respeto a la Constitución y las leyes; la unidad del partido; la descentralización; el sistema de salud; el diálogo; las políticas sociales, apuntando a la marginalidad y la distribución de la riqueza; las políticas de seguridad; la educación; la verdadera integración latinoamericana. “¡Muy bien!”, grita una aguda voz. Y todo continúa afuera a pesar de la lluvia.

Habla Álvaro Germano y parece el pastor dulce del Partido Nacional (PN): el amor es su consigna. Le pasa la posta a Alfredo Oliú, un hombre bajito y de discurso integrador (con el partido y con el afuera).

Detrás del escenario, en un galpón, unas decenas de personas se refugian o directamente no escuchan ningún discurso. Unos paisanos se aburren soberanamente, otros conversan entre sí, ajenos al entorno, unos hombres fornidos y de manos grandes le dan del pico a una botella de vino Reserva. A unos metros dos evidentes militantes del partido se pasan un vaso de whisky y un grupo de unos diez muchachitos embanderados hasta el cuello, con gorrita de visera y estética plancha, empinan un tetrabrick de Faisán.

Sube al escenario Sergio Abreu. Ataca al Frente Amplio (FA), habla de anarquismo, populismo, dice que nunca hubo un déficit fiscal tan importante en la historia del país. Y sube el tono, grita, cuando atacando al FA invoca a Wilson: “Que llueva, que venga el viento, que se barra todo lo que se tenga que barrer”.

Luis Lacalle Pou toma la palabra y la batucada ayuda. Reconoce que hay una disputa interna y la alienta apelando, antes que nada, a la unidad del partido. Baja su discurso a lo poético y cita a Yupanqui: “El que se larga a los gritos no escucha su propio canto”. Se refiere a la interna blanca y a una petulancia frenteamplista cuando se promulga como único proyecto para el país. Maneja la escena, palmea a todos (los que hablan y los que hablaron), se sabe el potranco del partido y que fue quien logró ese encuentro. Habla del privilegio, el de pertenecer al partido. E intenta resumir el nuevo espíritu: somos policlasistas.

Verónica Alonso (impoluta, finísima) aplaude y secretea cómplice con Ana Lía Piñeyrúa. El candidato más joven del partido es breve y le pasa la posta al Guapo Larrañaga, que, en el territorio de Aparicio, se vuelve también poético y un poco retórico: sin ser Soda Stéreo grita un “gracias por venir”, agradece al cielo celeste que ahora se abrió y habla de una disyuntiva y una propuesta para los blancos: unidad o derrota, para el partido y para el país. Hay que evitar más y peor FA, dice, más y peor país. Vocifera que “la revolución recién comienza” y que faltan 366 días para que asuma el PN. Lacalle Pou se le acerca primero que nadie y le choca una palma mientras comienza a sonar un himno del partido que en una de sus estrofas reza que los blancos “alzan al cielo la voz con arrogancia”.