Cientos y cientos de muertos. Muy mayoritariamente no combatientes. Miles y miles de heridos. Casas destruidas. Bombardeos a hospitales, escuelas, medios de comunicación y lugares de oración, cada uno con su correspondiente excusa y/o garantía de que el asunto “se va a investigar”. Barrios enteros destruidos, zonas arables apisonadas, un cuarto de la población desplazada. Una zona urbana de más de un millón de habitantes sitiada y “a dieta” (como dijo en su momento un asesor del ex primer ministro israelí Ehud Olmert), es decir con la cantidad de alimento que entra controlada y racionada desde hace años.
Después de narrar estos hechos, en sólo una pequeña parte de su horror, aclaro, para cumplir con las reglas del correcto debate sobre Medio Oriente, que Hamas hace su parte para que la guerra sea espantosa, que sus (casi siempre infructuosos) intentos de ataque no discriminan entre civiles y combatientes, y que los israelíes no están pasando bien en estos días. Una vez narrados algunos hechos y hechas algunas aclaraciones, podría dar por terminada esta columna, no sin antes llamar a la paz y a la mutua comprensión.
El problema es que, en tiempos de guerra, mostrar el sufrimiento (lo que tiene algo de imposible y de obsceno) y llamar a la paz es una parte muy pequeña de lo que hay que hacer, y cumpliendo con esa parte de manera aislada se corre el riesgo de ocultar el estado general de la situación, el contexto. En este caso, el contexto es la ocupación israelí de los territorios palestinos, causa tanto de la resistencia palestina como de las respuestas israelíes a ésta.
En Cisjordania hay un muro que no separa a Israel de los territorios palestinos, sino que está dentro de estos últimos, separando importantes porciones de tierra palestina de los palestinos y uniéndolas a Israel. Dentro y fuera de ese muro, el territorio palestino está lleno de colonias israelíes, donde viven más de 500.000 colonos, número que va en aumento. Hay también detenciones arbitrarias cotidianas, rige la justicia militar y existen sistemas jurídicos distintos según la etnia de pertenencia. La demolición de casas es común como forma de castigo y las denuncias de tortura no son inusuales.
Existe un gobierno palestino, pero dependiente de la ayuda externa, en control de una parte muy minoritaria del territorio y privado de soberanía. Israel mantiene el “control de seguridad” de buena parte del territorio, y, según su primer ministro, ese control nunca se va a ceder. Es decir, Israel nunca va a admitir a un Estado palestino soberano. Todo esto sin entrar en el tema de Gaza.
Esta situación es tan inaceptable como insostenible, y sólo puede solucionarse de manera digna siguiendo uno de dos caminos: o se llega una situación en la que existen dos Estados soberanos (lo que Israel no está dispuesto a aceptar), o se crea un Estado democrático y multiétnico donde ahora hay un Estado y medio con un sistema de colonización y ocupación (lo que Israel no está dispuesto a admitir, porque significaría el fin de Israel “como Estado judío”). Dado que Israel es la parte que tiene el poder en esta situación, y que es el principal interesado en el mantenimiento del statu quo, solamente la presión sobre Israel puede romper este impasse.
Existe un movimiento palestino llamado BDS (por “boicot, desinversión, sanciones”) que tiene tres simples demandas: el fin de la ocupación y la colonización; el pleno reconocimiento de los derechos de los palestinos en Israel; y el derecho de los refugiados palestinos a retornar a sus hogares y sus tierras. Nada radical, nada que un liberal no pueda aceptar. Se trata de demandas tan modestas y tan razonables que el hecho de que haya que luchar por ellas pinta el estado actual de la situación.
Las organizaciones que forman parte de este movimiento son más de 100, en Palestina y en el resto del mundo, sindicales y comerciales, laicas y religiosas, de refugiados y de derechos humanos, locales y globales. Como lo dice su nombre, BDS busca la imposición de medidas de boicot, desinversión y sanciones a Israel para forzar un cambio en la situación y destrabar el conflicto. En ese boicot se puede participar no comprando productos israelíes, no participando en eventos académicos o culturales en Israel y de varias maneras más, pero la presión más importante la pueden ejercer los gobiernos.
Uruguay tiene un gobierno que busca tomar la vanguardia global en temas de derechos humanos: acogerá refugiados de la guerra de Siria, recibirá prisioneros de Guantánamo, hace su parte para terminar la guerra contra las drogas. En todos los casos, los derechos humanos no se protegen con palabras sino con acciones.
Se perdió la oportunidad de aceptar la propuesta de la Cumbre Social del Mercosur de suspender el tratado de libre comercio de ese bloque comercial con Israel, pero mirando hacia adelante hay muchas cosas que se pueden hacer. La primerísima entre ellas (e insuficiente): llamar en consulta al embajador uruguayo en Israel.