En 1965, Octavio Paz resumió en sólo dos palabras aquello que me pasa cada día en que leo las noticias o me inyecto con una dosis de veneno de las redes sociales: “ver duele”. Duele ver lo que pasa en el Medio Oriente. Duelen la destrucción y la muerte de cientos de personas por bombardeos en Gaza. Duelen la muerte y el pánico por los disparos de mortero y de cohetes en Israel. Duele la guerra.
En mi humilde opinión las guerras son todas malas. Toda guerra es una tragedia. Aunque legalmente sea correcto, a veces me parece redundante hablar de crímenes de guerra, porque la guerra en sí misma es un crimen. No existen guerras quirúrgicas, en las que sólo mueran combatientes. En las guerras siempre hay maldades y errores. En las guerras siempre mueren civiles, siempre mueren niños, y ninguna de esas muertes es moralmente justificable.
Pero duele también ver cómo tanta gente prefiere juzgar en lugar de pensar, repetir eslóganes en lugar de tratar de entender algo complejo, buscar argumentos en un solo sentido para someterse a sus prejuicios en lugar de resistirse a esa tentación tan humana. Consignas, calificativos. Gente pasada de rosca. Propaganda, pura propaganda, escrita con mayor o menor ingenio o talento, con más o menos información correcta, con más o menos dosis de mentiras, con más o menos cantidad de falacias.
A unos y otros les cuesta o ni siquiera intentan ponerse en el lugar del otro. Ese pequeño detalle es el que hace imposible solucionar conflictos humanos: la imposibilidad de ponerse en el lugar del otro.
Si se pusieran en el lugar de los judíos, tal vez algunos antiisraelíes entenderían que éste es un pueblo perseguido y atacado desde siempre, que tiene la obligación de sentirse perseguido una vez más. Un pueblo al que han querido exterminar durante milenios (el holocausto nazi fue sólo la última de esas persecuciones) y que después de la Segunda Guerra Mundial aprendió que debe tomarse muy en serio cualquier nueva amenaza a su seguridad y cualquier llamado a su exterminio, como los de Irán, Hezbolá o Hamas. Tal vez entenderían que aunque se caricaturice con aquello del “poderoso ejército sionista”, en realidad, el israelí es un pueblo acorralado que lucha por sobrevivir desde su nacimiento, acechado por 22 países árabes y cientos de millones de musulmanes, que en buena medida lo quieren fuera de allí. Ese ejército puede que tenga -junto con Irán- las armas más modernas y poderosas de la región, pero en rigor es un ejército popular integrado por jóvenes reclutas de entre 18 y 22 años. Para cada familia israelí, los que van al frente son hijos, nietos, sobrinos y amigos. Cada soldado es una tragedia familiar. Si pudieran por un instante ponerse en el lugar del otro, tal vez se darían cuenta de que en una democracia el gobierno también necesita sobrevivir, y para ello tiene que llevar tranquilidad a su población. Cuando un pueblo está asustado, actúa con pánico. Y es entonces cuando la extrema derecha triunfa. Sobran los ejemplos en todo el mundo. Por ello las ramas políticas más pacifistas y liberales pierden terreno cada vez que cae un misil, cada vez que hay un atentado, cada vez que hay una consigna de “exterminar” a un país al que sus enemigos ni siquiera tienen la deferencia de nombrar.
Si algunos proisraelíes, sobre todo aquellos que son judíos, pudieran ponerse en la piel de un palestino, tal vez entenderían que éste es un pueblo que también se siente perseguido y atacado. Entenderían que, aunque se caricaturice con que son todos terroristas y escudos humanos, en realidad, el palestino es un pueblo acorralado que lucha por sobrevivir. Un pueblo acechado y rodeado por un país que lo bloquea, bombardea e invade cuando quiere, y por Estados árabes que también lo bloquean, que no reciben a sus refugiados y que poco ayudan más allá del discurso incendiario. Si pudieran por un instante ponerse en el lugar del otro, tal vez se darían cuenta de que cuando un pueblo está asustado, actúa con pánico, y es entonces cuando la extrema derecha, como Hamas, triunfa. Por ello las ramas palestinas más moderadas pierden terreno cada vez que cae un misil, cada vez que entra un tanque de guerra, cada vez que muere un hijo, un nieto, un sobrino, un amigo…
Por ello, cada vez que explota un conflicto, los radicales a ambos lados del muro crecen, se retroalimentan. La violencia triunfa. Combatir a Hamas con guerra es inútil. Ningún grupo terrorista puede ser derrotado con violencia, porque violencia es lo que buscan y lo que los nutre. Combatir a la derecha israelí con violencia es igual de absurdo, porque es lo que la mantiene en el poder. Porque los pueblos siempre se unen contra cualquier amenaza externa. Pasa en Israel, en Palestina, en Cuba, y en Uruguay (recuerden Botnia y los puentes cortados, si no, cuando una pastera supuestamente contaminante unió a los uruguayos contra los argentinos).
“Muerte a los árabes”, gritan algunos en Israel. “Muerte a los judíos”, gritan algunos palestinos y musulmanes en general. Y los radicalismos internos parecen haber desatado los radicalismos externos. En tiempos de redes sociales, eso hace asomar la peor cara de la discriminación. Por un lado, la generalización y deshumanización del Islam como una religión de seres incapaces de cualquier raciocinio, cegados por el odio, destinados a abusar de mujeres, a perpetrar la “guerra santa” y a sacrificar a sus niños.
Por el otro, la generalización y deshumanización del judío: el antisemitismo del siglo XXI convertido en antiisraelismo. Ataques verbales del más grueso calibre en redes sociales y muros en las calles latinoamericanas y europeas. Ataques reales en varios países europeos. Una obsesión de cierta izquierda por seguir leyendo el Oriente Medio en clave de Guerra Fría, que se licúa con la peor de las derechas islámicas.
Aclaro, por si acaso: esto no quiere decir que todos los que critican a Israel sean antisemitas. Pero sí que todos los antisemitas dedican sus mayores energías a demonizar al Estado judío, alimentan hasta con imágenes falsas el coro antiisraelí y aprovechan para hacer ahí su agosto.
En definitiva, sólo pido que los que opinen traten de hacerlo desde la información real y no desde la propaganda. Tratando de ver la foto completa y no buscando solamente los argumentos que refuercen sus prejuicios. Es mucho más fácil dividir el mundo entre buenos y malos, víctimas y victimarios. Blanco y negro. Lo difícil es ver los matices, asumir la complejidad de las cosas, ponerse en el lugar del otro, entender sus razones. Entender que en la mayoría de los conflictos cada uno de los bandos suele tener parte de la razón, y también parte de la culpa.