Cuando llegué a Chile, hace ya unos cuantos años, me asombró enterarme de que los estudiantes universitarios tenían que pagar. Yo había hecho mi licenciatura y posgrado en la Universidad de la República (Udelar) sin que mi familia tuviera que pagar un peso (más allá, obviamente, del pago indirecto vía impuestos). Desde los años 80 Chile desarrolla un sistema muy diversificado y complejo de universidades e instituciones terciarias no universitarias, que cobran aranceles muy elevados en comparación con otros países. Para solventar esos gastos, la gran mayoría de los estudiantes accede a créditos estatales o privados que deben pagar al terminar la carrera. El desarrollo de un mercado de educación terciaria permitió cuadruplicar la matrícula en unos 25 años, pero el costo económico de esa expansión finalmente recae en las familias. Las protestas que vienen poniendo a Chile en los medios internacionales, con particular fuerza desde 2011 se nutren en buena medida del descontento con esta situación.

Es claro el contraste con Uruguay, donde los estudiantes tradicionalmente protestaron en reclamo de más presupuesto público para la educación, por su descontento ante reformas curriculares (recordemos la oposición de los liceales a la reforma de Germán Rama a mediados de los 90), o por temas de política pública extraeducativos como el apoyo a trabajadores o jubilados. Los jóvenes uruguayos tienen garantizado el derecho a estudiar en la universidad: para la mayoría de las carreras de la Udelar basta con hacer un trámite administrativo y empezar en marzo. Los chilenos están, en este sentido al menos, un paso atrás.

Esta diferencia genera, para Chile, una protesta con un potencial de crítica antisistémica mucho más profundo. Al calor de las movilizaciones y de la gran cobertura de los líderes estudiantiles en los medios de comunicación, muchos estudiantes chilenos se terminaron convenciendo (no sin razón) de que un grupo de bancos y “emprendedores educacionales” estaban lucrando con los ingresos de sus padres, o que lo harían con sus propios ingresos futuros. En Chile, sociedad pionera en la aplicación del neoliberalismo, la crítica al mercado educativo fácilmente puede extrapolarse como crítica a los demás mercados (de salud, previsional, energético, laboral, etcétera) y en definitiva al modelo predominante de organización social. En parte como resultado de esto, una parte no menor de los estudiantes está nucleada en grupos autonomistas, trotskistas y libertarios, que encarnan una crítica sistémica más profunda que sus equivalentes funcionales en Uruguay.

Todo esto opera en un contexto de alta desigualdad material y simbólica que es ajeno a Uruguay. No es sólo que el índice de Gini chileno sea más alto que el uruguayo. En Chile las implicancias cotidianas de las diferencias de clase (así como de estatus, apellido, color de piel y jerarquía formal) son mucho más palpables. Me di cuenta de eso apenas llegué. Siendo quizá sólo diez años menores que yo, mis estudiantes me trataban con un respetuoso “usted” al que me costó mucho acostumbrarme. En Uruguay eso es impensable.

Los estudiantes chilenos están en una posición ambigua: se oponen a una educación mercantilizada pero son parte constitutiva de ese mercado y se benefician de él. Como argumentó hace mucho el sociólogo estadounidense Gerhard Lenski, la ambigüedad mueve a la acción en mucho mayor medida que la consistencia (sea en la parte superior o inferior de la estructura social). En Uruguay, el crecimiento mucho más gradual de la matrícula universitaria, en el marco de un sistema estatal y gratuito, evitó estos dolores de parto y permitió a los estudiantes preocuparse por aspectos más ligados a la calidad y características de la educación que reciben (además de la participación en la política universitaria, con un peso mayor que el de sus pares chilenos).

La otra pieza importante de esta situación es la pésima o nula relación de los estudiantes chilenos con la política institucional. Chile tiene una de las mayores brechas de participación electoral por edad del mundo: mientras que la mayoría de los chilenos maduros votan, sólo una minoría de los jóvenes lo hace.

A eso se suman los mayores vínculos informales y orgánicos de los partidos uruguayos (en particular el Frente Amplio) con los jóvenes y en particular con los estudiantes. Eso no ocurre en Chile, donde los partidos, que en algún momento contaron con dirigentes en los centros estudiantiles, van desapareciendo salvo contadas excepciones (caso de la derechista Unión Democrática Independiente en el movimiento gremial de la Universidad Católica). Y los líderes estudiantiles que llegaron al Parlamento en 2013 (Gabriel Boric, Giorgio Jackson, Camila Vallejo) son tildados de “vendidos” por muchos militantes.

La ironía es que, a pesar de la desconexión entre el movimiento estudiantil chileno y la política institucional, la agenda del gobierno actual de Michelle Bachelet sería posiblemente otra de no haber existido las movilizaciones de 2011-2012. En un inusitado “giro a la izquierda”, Bachelet está impulsando una agenda de reformas (tributaria, constitucional y educativa) aparentemente en sintonía con las demandas de aquel movimiento. Varios activistas tuvieron su cuarto de hora como asesores del ministro de Educación, y las consignas de los estudiantes movilizados (“educación pública, gratuita y de calidad”) fueron un mantra en la boca de varios políticos oficialistas. ¿Cómo puede influir a tal punto en la política institucional un movimiento de escasos vínculos con los partidos y cuyos integrantes casi no votan? No lo sé, pero seguro que para encontrar una respuesta no hay que mirar a Uruguay.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.