Invertir supone asumir riesgos. El más evidente es que la actividad en la que se invirtió fracase y el inversor pierda parte de su capital inicial. Los títulos de deuda que emiten los países no escapan a esto; también son riesgosos. Es decir, existe cierta probabilidad (muy difícil de calcular) de que el Estado deba declararse insolvente (en default) y los tenedores de su deuda pierdan parte de su inversión.

Debido a la existencia de esa probabilidad de insolvencia, es esperable que cada cierto tiempo algún país se declare insolvente. Un repaso a los últimos 200 años de historia nos muestra que eso es lo que efectivamente ha ocurrido.

El cuadro contiene la cantidad de episodios de default para el período 1800-2008 en países de Europa y América Latina. Al considerar conjuntamente todos los episodios de insolvencia, obtenemos un promedio cercano a uno por año. Entre los países de Europa se destacan España y Alemania como los peores pagadores de los últimos dos siglos.

Es claro, entonces, que los inversores en deuda pública deberán asumir pérdidas cada cierto tiempo; siempre ha sido así. Por tanto, cuando ocurre un default, los inversores que pierden su capital no deben ser vistos como víctimas de un robo ni de una expropiación injusta; estos episodios son parte de las reglas de juego.

Es más, la diferencia entre los riesgos de insolvencia de los distintos países es, de hecho, la principal razón (aunque no la única) de que los que emiten deuda en la misma moneda paguen tasas de interés diferentes. Así, un inversor que decida comprar bonos con mayor tasa de interés obtendrá una rentabilidad mayor, pero también afrontará un riesgo mayor de perder parte de su capital. Cuando el default ocurre, no vale escandalizarse: se estaban percibiendo remuneraciones por esa eventualidad.

Estos argumentos son obvios, pero no parece que estén sobre la mesa en el juicio que está afrontando Argentina por el caso de los hold-outs (grupo de inversores que no aceptó el canje de deuda de 2002). Estos inversores habían comprado títulos de deuda con tasas de rendimiento altísimas, conscientes de que la única explicación para esas elevadas tasas era la altísima probabilidad de insolvencia. Cuando el default ocurrió los inversores deberían haber asumido sus pérdidas y ése debería haber sido el fin de la historia.

Pero quiero centrarme en el caso de Grecia. En 2010, cuando se hizo evidente que la deuda era insostenible, había dos opciones posibles, un default ordenado o un rescate. Se eligió la segunda y el gobierno griego fue intervenido por la troika que forman el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Comisión Europea y el Banco Central Europeo.

En pocas palabras, esa intervención ha consistido en una sucesión de inyecciones de dinero a favor de Grecia y la imposición de un conjunto de reformas y ajustes.

¿Cuál fue el resultado del rescate?

Según los datos del FMI, en 2009 la deuda en Grecia era 125% del Producto Interno Bruto (PIB), el déficit fiscal más de 15% del PIB y la tasa de desempleo 9,6%. La imposibilidad de una macrodevaluación al estilo de las de Argentina y Uruguay en 2001 y 2002, respectivamente, obligaba a un gran ajuste fiscal.

En los casi cinco años que han pasado desde la primera inyección de dinero, Grecia ya ha recibido casi 230.000 millones de euros, cifra equivalente a 125% del PIB griego en 2014. No hay precedentes de una inyección de tal magnitud en ese lapso. Luego de esas transferencias sin precedentes y cinco años de intervención, el PIB acumuló una caída real de 23%, la tasa de desempleo aumentó a 25% y la deuda supera 172% del PIB. Esta gran debacle se explica en gran medida por el gigantesco ajuste fiscal que dejará las cuentas de 2015 casi en equilibrio (antes del pago de intereses). El propio FMI ha reconocido que los efectos del ajuste fiscal han sido peores que los inicialmente esperados.

¿Cómo se explica el desastre económico luego de ese enorme rescate? La principal razón es que el dinero del rescate fue utilizado casi en su totalidad (89%) para cumplir obligaciones con los acreedores. Yiannis Mouzakis ofrece un desglose detallado del uso de los recursos.

De manera que el llamado rescate no fue realmente un rescate a Grecia, sino a sus acreedores, que habrían perdido parte de su capital o la totalidad de éste en caso de default. Entre esos acreedores se destacaban algunos bancos privados europeos (principalmente franceses y alemanes) que concentraban 40% de la deuda griega en 2010.

Los potenciales problemas para los bancos acreedores por su fuerte exposición a Grecia se evitaron por dos vías: el pago de capital e intereses en tiempo y forma por parte del gobierno griego (salvo por la reestructura y quita que se pactó en 2012, dos años después del inicio del rescate) y transferencias de deuda al Banco Central Europeo. Benn Steil y Dinah Walker dan cuenta de la enorme transferencia de activos griegos desde los bancos privados al banco central (ver el vínculo anterior). Los principales beneficiarios del llamado “rescate” fueron entonces acreedores privados (bancos), no los ciudadanos griegos.

¿Cuál era la alternativa al “rescate”? Sin rescate ni intervención, el ajuste fiscal habría sido igualmente necesario: el gobierno griego sencillamente no podía hacer frente a sus gastos corrientes. La debacle económica y social no se habría evitado.

Pero otras formas de rescate eran posibles. Se podría haber permitido un default ordenado con una quita significativa desde el inicio. Eso habría generado la necesidad de un rescate directo por parte de las instituciones europeas a los bancos acreedores, en lugar de uno indirecto, como efectivamente ocurrió. Los gobiernos europeos tendrían que haber reconocido que habían rescatado, una vez más, a sus bancos privados.

Esta solución, cuyo costo para los socios europeos habría sido el mismo que el de la finalmente implementada, no habría evitado el doloroso ajuste sufrido por la economía griega, pero contiene una diferencia sustancial respecto de la estrategia elegida. Tras cinco años de sufrimiento debido al brutal ajuste fiscal, no habrían sido necesarios más ajustes. La economía griega se encontraría hoy en una situación de equilibrio fiscal sin una -impagable- deuda pendiente.

En contraste, dada la solución elegida, el futuro griego continúa siendo oscuro: la deuda es más de 170% del PIB y las nuevas condiciones impuestas por los socios europeos son tremendamente duras, mucho más que las que los ciudadanos rechazaron en referéndum.

Una segunda alternativa habría sido implementar una solución similar a la que recibió Alemania a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, una drástica reducción de la deuda más un gran plan de inversiones. Esto sí habría implicado un costo mayor para los socios europeos, pero habría aliviado el sufrimiento de los ciudadanos griegos.

Una importante lección que nos dejan la crisis griega y la situación argentina es que deben diseñarse mecanismos lo más estándares posibles para la declaración de insolvencia de los países. La situación actual, en la que para cada episodio se busca una solución particular, ha demostrado ser demasiado costosa para los Estados.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.