La fotografía de Alan Kurdi, el niño sirio ahogado frente a las costas de Turquía, disparó una alarma mundial ante la tragedia de los refugiados y migrantes en Europa. Su difusión desde las principales portadas mediáticas y su reproducción viral en las redes sociales le asignaron un valor icónico quizá comparable con el de la imagen de Kim Phuc, la niña vietnamita fotografiada cuando huía luego de un ataque con napalm, hace más de 40 años.

Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en 2014 murieron ahogadas en el mar Mediterráneo, cuando intentaban llegar a Europa, unas 3.500 personas, lo que representa unas diez personas por día de promedio. Suponiendo que un tercio de ellas fueran niños, no sería disparatado afirmar que por esta causa murieron tres niños cada día durante todo 2014, y la cifra se incrementaría en lo que va de 2015. Alan Kurdi se transformó en la imagen de esas miles de víctimas, que hasta ese día no tenían rostro.

Sin embargo, tan perturbador como el gigantesco poder de una imagen para poner sobre la agenda un asunto y potenciar un estado de ánimo colectivo es lo inverso: cuando la indiferencia de los grandes medios consigue invisibilizar una tragedia de proporciones escandalosas. El asesinato sistemático de niñas en diversas regiones de India, Pakistán y China (no exclusivamente) es un verdadero genocidio actual, pero no es motivo de urgentes cumbres diplomáticas, manifestaciones de repudio, ni nada parecido a expresiones de alarma pública.[1] Se trata de niñas que mueren todos los días sin que ninguna portada se ocupe de ellas, sin que ninguna fotografía impactante logre despabilar a la opinión pública o poner al rojo las redes sociales.

En el estado indio de Tamil Nadu se estima que 3.000 recién nacidas son sacrificadas por sus propios padres cada año. Esto significa que sólo en ese estado, en el que habita apenas 5% de la población total de India, mueren a diario casi tres veces más niñas que niños ahogados en el Mediterráneo como consecuencia de la crisis migratoria. Cada una de estas muertes no responde a circunstancias accidentales, ni tiene vinculación con el belicismo de Occidente o con el terrorismo islámico, sino que es la respuesta a un contexto de pobreza, generada por un conjunto de creencias ancestrales. Por citar algunas: que matando a una hija mujer se incrementa la probabilidad de tener un hijo varón, que una mujer que no engendre a un varón no es una verdadera mujer, o que tener una hija del sexo femenino es como regar el jardín del vecino, ya que “no sirven para nada”. Un cóctel nefasto de supersticiones y tradiciones hinduistas.[2]

¿Cómo es posible que sociedades infestadas de machismo, discriminación y misoginia hasta un grado difícil de imaginar sean presentadas habitualmente como una fuente de inspiración y espiritualidad? ¿Cómo tanta gente razonable puede caer en la trampa de asignar un valor positivo a ciertas ideas y prácticas, por el simple hecho de que tienen un origen ancestral? ¿Cómo gente sensible, incapaz de presenciar pasivamente un acto de maltrato animal, cae en una especie de fascinación ante sociedades que consideran el infanticidio una práctica socialmente aceptable? ¿Cómo, para hacerla corta, esta verdadera crisis humanitaria es ocultada tras los adornos frívolos de un misticismo cool?

Marcelo Aguiar Pardo

Es arquitecto y ha colaborado con artículos de opinión en diversos medios locales.

[1]. The 50 Million Missing es una campaña global, fundada en 2006, que se ocupa de denunciar esta situación. Se estima en 50 millones las víctimas eliminadas en tres generaciones, incluyendo infanticidios, feticidio (o aborto selectivo), abandono, “asesinatos por honor” (de parientes; casi siempre esposas, acusadas de afectar el nombre de la familia) y otras formas de feminicidios (ver ladiaria.com.uy/UI4).

[2]. Ver el documental La maldición de ser niña, de Manon Loizeau y Alexis Marantque (Arte, Francia), ganador de múltiples premios que ahonda en esta cuestión (ver ladiaria.com.uy/UI5).