En medio de un gran debate nacional, Jeremy Corbyn fue electo líder del Partido Laborista británico el 12 de setiembre. Las razones para semejante debate y el gran ruido que produjo se vinculan con una imprecisa asociación de Corbyn con una izquierda radical y el peso que tendrá como líder del mayor partido opositor al gobierno conservador de David Cameron. Corbyn representa una alternativa a un modelo que ha ido avanzado gradualmente en el desmantelamiento de los servicios brindados por el Estado, especialmente en educación y beneficios de desempleo y bienestar social.

Todos parecen coincidir en que la llegada de Corbyn a la dirigencia del partido se relaciona con la crisis de liderazgo que sufrió el Partido Laborista (que había gobernado por tres mandatos consecutivos, de 1997 a 2010) tras las derrotas consecutivas en elecciones nacionales de Gordon Brown en 2010 y Ed Miliband en mayo de este año. Esta última, a manos del Partido Conservador y el renovado David Cameron, fue tan indiscutible que Miliband renunció al liderazgo del partido. La gran pérdida de escaños laboristas también fue evidente en Escocia -recordemos que Reino Unido representa cuatro naciones que no siempre se sienten a gusto con las decisiones tomadas por un Parlamento con mayoría inglesa-, donde el Partido Nacional Escocés logró una abrumadora victoria en distritos con larga trayectoria laborista.

El gran avance del Partido Escocés y el meteórico ascenso del Partido de la Independencia de Reino Unido (UKIP), que tuvo un escaso alcance en las últimas elecciones (tres escaños) pero actualmente cuenta con la mayor cantidad de representantes británicos en el Parlamento Europeo, nos hablan de un número creciente de votantes que piden un cambio y sólo lo ven en posiciones definidas hacia la izquierda o una derecha ocasionalmente teñida de nacionalismo.

Además, la victoria de Corbyn no sólo se explica por cierto vacío político, sino justamente por el claro contraste entre él y los otros tres competidores por el liderazgo partidario. Tanto Liz Kendall como Yvette Cooper y Andy Burnham eran más cercanos a los anteriores primeros ministros laboristas y sus posiciones negociadoras de centro. Corbyn tiene convicciones fuertes y una alta credibilidad, de acuerdo con diversas encuestas. Con 32 años en el Parlamento, no es una figura nueva en política ni en el Partido Laborista, pero siempre estuvo marginado, por tener una posición férrea respecto de la defensa de los derechos sociales conquistados y los mecanismos de redistribución. Son justamente esas décadas de vínculos con los sindicatos, la pelea por mejorar las condiciones de los trabajadores, la defensa del sector público y la necesidad de estatizar las que le han valido duras críticas pero a la vez lo ligan con las raíces y postulados más básicos del partido.

A lo largo de su carrera, Corbyn ha dejado claro que pertenece a una izquierda que entiende que a la hora de hacer hay que negociar con otros sectores y pensar sobre la marcha. Entender la dirigencia de Corbyny pensarla como un cambio en el laborismo cobra sentido si se revisa la historia del electorado británico. Reino Unido ha sabido hospedar y ser tolerante con grandes figuras fundantes de la izquierda; sin ir más lejos, Marx y Lenin vivieron y escribieron parte de sus obras en esas latitudes. Sin embargo, las multitudes inglesas se han caracterizado por su rechazo a posiciones radicales que pudieran poner realmente en juego la propiedad y actividad privadas. Los laboristas fundaron su partido en 1900 sobre principios socialdemócratas vinculados con la organización de los trabajadores y transformaciones moderadas, como la idea de un Estado de bienestar fuerte y capaz de intervenir para garantizar un seguro de desempleo, el Servicio Nacional de Salud y el acceso a la educación, asociado históricamente con la posibilidad de una movilidad ascedente. No es casual que la página web del partido todavía denuncie y rechace la “carta Zinoviev” como una infamia histórica en la que se trató de vincular al partido con grupos comunistas. Ni es casualidad tampoco que la rosa roja ilustrando una izquierda suave de reformas consensuadas haya remplazado a otros eslóganes y banderas del partido que invocaban la fuerza de los trabajadores y la lucha de clases.

Tony Blair, Gordon Brown y sus consignas para un New Labour (Nuevo Laborismo) desde mediados de los 90 terminaron de diluir la izquierda del partido en posiciones que por momentos se alejaron de los postulados centroizquierdistas de la socialdemocracia para acercarse mucho a una centroderecha que privatizó parte de los servicios prestados por el Servicio Nacional de Salud y el correo, otro de los históricos grandes servicios nacionales, y permitió el crecimiento del sector financiero, el uso de reservas nacionales para pagar las deudas de los bancos y el aumento, aún sostenido, de la desigualdad entre los grupos de mayor y menor ingreso.

Volver a las raíces del Partido Laborista significa un cambio respecto del New Labour. Estas diferencias entre Corbyn y las anteriores figuras centrales del partido generaron un gran ruido en los medios y le valieron muchas críticas a un candidato tildado de radical o demodé por medios y dirigentes. Corbyn supo aprovechar esas acusaciones para ubicarse como una alternativa y ganar a la mayoría de votantes desencantados con las políticas de los últimos gobiernos laboristas, especialmente con la decisión de intervenir militarmente en Irak y la imposibilidad de dar una respuesta a la crisis económica, el crecimiento del desempleo y la desigualdad asociados con las medidas y falta de regulación de los tres últimos gobiernos (dos laboristas y el actual conservador).

Corbyn y Blair se ubican en posiciones antagónicas, y el salto a la escena nacional del primero habla de las ganas de la gente de ver un cambio y de la desilusión de los votantes con un partido que confundió carisma con la necesidad consenso y cambió objetivos electorales por la defensa de los derechos de sus bases. Corbyn fue capaz de dar una visión distinta pero enraizada en la historia del laborismo, y eso lo ha ubicado en una posición complicada entre los grupos más liberales y de centroderecha en su propio partido, que han logrado ubicar al dirigente como un personaje interesante y pintoresco pero aislado.

Corbyn puede no reflejar la posición del electorado en general, pero también es cierto que ha sido elegido por la gente de su partido, cuenta con el apoyo de los sindicatos y tiene la madurez para negociar sin comprometer sus principios básicos. Las posibilidades para una nueva izquierda en el escenario político de Reino Unido sólo han logrado dar un paso en el interior del Partido Laborista, y habrá que esperar hasta las elecciones de Londres el próximo año para ver si hay una verdadera tendencia hacia la izquierda. Por lo pronto, la victoria interna de Corbyn puede ser un indicador de un cambio que no sólo afecta a Reino Unido sino a una Europa golpeada por la crisis económica y humanitaria reflejada en una creciente ola migratoria. El crecimiento de partidos como Syriza en Grecia y Podemos en España nos habla de la incapacidad de dirigencias con largas trayectorias para convencer a un electorado que pide una transformación y no encuentra respuestas en partidos con una raíz de centroizquierda que ha sabido mezclarse bien con las prácticas de la centroderecha.

Esteban Damiani

Sociólogo y candidato a doctor por la Universidad de Warwick.