El 18 de noviembre de 2011 amaneció sobre tierras rojas y trajo consigo -otra vez- violencia. Con el sol a media asta, la sangre ya se evaporaba del suelo de la aldea Guaiviry, en Mato Grosso do Sul, el estado más violento de Brasil en lo que refiere a cuestiones indígenas.

Un convoy de camionetas pick up entró ese día a la aldea para desplegar un ataque con armas de fuego contra un grupo de indígenas que ocupaba un pequeño lugar en el establecimiento rural Nova Aurora, situado sobre los estados de Aral Moreira y Pronta Porá. Guaiviry es una tierra ancestral que antiguamente perteneció a la comunidad indígena guaraní kaiowá y hoy está ocupada por latifundistas, principalmente ganaderos y productores de soja, maíz y caña de azúcar. Es decir, monocultivos que requieren la utilización constante de agrotóxicos.

El ataque planificado por los terratenientes y conducido por la empresa de seguridad Gaspen terminó con varios heridos, la muerte del cacique de Guaiviry, Nízio Gomes -causada por un disparo que ingresó por el área axilar- y la desaparición forzosa de su cuerpo, que sigue sin ser hallado hasta la fecha. Testigos del hecho vieron incluso cuando el asesino de Gomes, después de patear la cabeza del cuerpo ya sin vida, gritó: “Hasta muertos nos dan trabajo estos indios”.

“Nosotros no somos invasores, como dicen los medios; estamos recuperando nuestras tierras ancestrales. Ya hace cinco años que mi padre fue asesinado luchando por nuestra tierra, y su cuerpo sigue sin ser encontrado”, dice Genito, hijo de Gomes. Asegura que su pueblo ya no confía en la Justicia brasileña, ni en el alcalde, ni en sus abogados, y alega que “el gobierno brasileño demuestra que no quiere llevar a cabo las demarcaciones de tierras indígenas”.

El 24 de junio de 2015, Genito y un grupo de indígenas expandieron su ocupación y llegaron a las casas en las que vivían los productores rurales promotores del ataque en el que murió su padre. “Entramos a las casas del establecimiento rural, y nos encontramos con que iba a haber una fiesta en conmemoración de sus 53 años. En los freezers encontramos varios cortes de carnes, etiquetadas con los nombres de cada invitado; entre ellos estaban los promotores del ataque a la aldea, los pistoleros que participaron, el alcalde y personal del sindicato rural”, dice Genito. Finalmente, él y su grupo hicieron un fuego, asaron los cortes de carne y los comieron junto a la comunidad, como si se tratara de una venganza equitativa por la muerte de Nízio.

En los cinco años que van de ocupación, la aldea de Guaiviry tuvo 40 nacimientos y en ella viven hoy más de 200 personas. Allí plantan mandioca, porotos, maíz y crían algunos animales.

La tensión y el conflicto crecen exponencialmente junto con el cambio de paradigma en la explotación del agro, con las grandes extensiones de monocultivos que arrasan día tras día con la fauna y flora nativa de la que los indígenas guaraníes dependen para sobrevivir. Según cifras del Consejo Indigenista Misionero, basado en los datos de la Fundación Nacional de Salud, en Brasil viven unos 60.000 indígenas guaraníes. La mayor concentración se encuentra en el estado de Mato Grosso do Sul; allí vive 80% de la población guaraní del país y ocupa sólo 0,2% del territorio del estado, mientras que el 20% restante se distribuye en tierras localizadas en los estados de Rio Grande do Sul, Santa Catarina, Paraná, San Pablo, Río de Janeiro y en una reserva en el estado de Pará.

De acuerdo con el informe anual de violencia contra pueblos indígenas, del Consejo Indigenista Misionero, durante 2015 murieron 137 indígenas asesinados en Brasil, 36 de ellos en Mato Grosso do Sul. Este número lo brinda la Secretaría Especial de Salud Indígena, que forma parte del Ministerio de Salud. Reconoce que los valores no son 100% certeros, ya que aún falta alimentar al sistema con más información. Estos números revelan el genocidio étnico que está ocurriendo bajo el ala del gobierno.

Tierra fumigada

La violencia que sufren los pueblos indígenas no sólo se cuantifica en plomo, sino también en litros de agrotóxicos. Laranjeira Ñanderú es una aldea situada en el municipio de Rio Brilhante, a 55 kilómetros de la ciudad de Dourados, dentro del establecimiento rural Santo Antônio da Boa Esperança. En esta aldea viven 36 familias con un alto porcentaje de niños entre sus integrantes.

El cacique de la aldea, Faride Mariano de Lima, de 53 años, cuenta que al principio el estanciero sobrevolaba su aldea en un avión fumigador pulverizando veneno sobre sus casas y afectando a su pueblo: “La primera vez que pasó, todos quedaron enfermos: personas grandes, niños y bebés. El veneno es veneno y no perdona. La segunda vez que pasó, tiró Roundup [una marca de herbicida cuyo principio activo es el glifosato], comenzó a caer todo, hasta a los patos mató. Mató todo. Luego fuimos a denunciar al Ministerio Público y a la FUNAI [Fundación Nacional del Indio, un organismo estatal] para tomar medidas, porque si sigue así nos va a terminar matando a todos”.

Luego de reiteradas denuncias, el Ministerio de Justicia emitió una resolución que impide al estanciero fumigar con avión a menos de 500 metros de la aldea, y si se trata de fumigación terrestre deberá mantener una distancia de seguridad de 50 metros. “Yo ya hablé con él [el estanciero], le mostré el documento firmado por el juez y él no obedece. Sigue tirando veneno hasta el borde de nuestra comunidad. La última vez que pasó veneno fue la semana pasada: puso un palo con una bolsa marcando la distancia de seguridad, pero no la respeta”, dice Faride.

Nirda Barboza, madre de un niño de Laranjeira Ñanderú, cuenta cómo el olor del veneno los despertó: “Yo vivo sobre el borde de la aldea. Cuando el estanciero tiró veneno nos despertamos por el fuerte olor. Mi bebé comenzó a llorar y a vomitar. Eran las dos de la madrugada”.

En 2008 los indígenas ya ocupaban su tekoha (tierra ancestral en guaraní) dentro de la estancia. Para 2009, el Ministerio de Justicia determinó que debían desocupar las tierras, y dio un plazo de 120 días a la FUNAI para encontrarles otro lugar. Sin tener a dónde ir, fueron a vivir al borde de la ruta BR-163, que pasa por el límite del establecimiento rural. Dos años después, volvieron a ocupar sus tierras robadas, y en marzo de 2012 se volvió a emitir una orden de desalojo, pero el Ministerio Público Federal consiguió suspenderla. Por esta razón, los propietarios del establecimiento rural Santo Antônio da Boa Esperança decidieron bloquear el paso a la aldea indígena, lo que les impidió el acceso a los servicios médicos, distribución de alimentos y medicamentos, apoyo policial y demás servicios. Hoy los indígenas ocupan una pequeña porción de su tekoha mientras esperan desde 2013 que el gobierno lleve adelante estudios antropológicos para determinar la verdadera extensión de sus tierras, procesos que pueden llevar más de diez años.

Con la cara pintada y su vincha de plumas coloridas, Faride habla de los orígenes de su tierra: “Laranjeira Ñanderú era la tierra de mi padre, de mi abuelo, de mi bisabuelo y de mi tatarabuelo. Volvemos aquí para vivir tranquilos en nuestro lugar y trabajar en paz. No vamos a dejar nuestra tekoha”.

Ser guaraní kaiowá no es meramente una cuestión de consanguinidad, sino de tradiciones, costumbres y creencias; se trata de una idiosincrasia que se ve amenazada por un avasallador avance de cultura del karaí -nombre con el que en la lengua guaraní se designa al hombre blanco-, que se disemina rápidamente. El pronóstico se vuelve todavía más oscuro y desalentador en las áreas de mayor vulnerabilidad, como es el caso de las reservas indígenas, donde conviven hacinados intentando sobrevivir bajo un modelo de vida ajeno; no cuentan con espacio para cultivar sus propios alimentos, y grandes familias dependen de una canasta básica que cubre la comida de unos pocos días, para luego recorrer kilómetros en bicicleta para ir a trabajar, hasta que se oculte el sol, nada menos que en los monocultivos de sus opresores.

En este punto, muchos indígenas se agrupan y se preparan durante meses para la ocupación. Rezan desde que el sol se oculta en el horizonte hasta que asoman las primeras luces del alba. Cantan parados, sin siquiera detenerse para hidratarse, acompañados por el hipnótico sonido de las maracas y el golpeteo de gruesas cañas de bambú contra el suelo de tierra, en una muestra de resistencia y fuerza descomunal. Finalmente, cuando el rezador -una de las figuras más importantes de la comunidad- cree que es el momento adecuado, niños y hombres y mujeres parten hacia sus tekoha, hacia el lugar en el que nacieron y murieron sus antepasados.

Elson Canteiro Gomes -o, mejor dicho, Kunumi Apyka Rendy (su nombre en guaraní)-, líder de la ocupación de Tey’i Jusu, lo deja bien claro: “Cuando nosotros retomamos [ocupamos] tierras, no estamos solamente recuperando esas tierras que nos fueron robadas, sino también recuperando nuestra cultura, nuestra religión, nuestra forma de vida. Cuando me preguntan cómo imagino el futuro de nuestra comunidad, respondo que nuestro futuro quedó atrás. Para nosotros el futuro que anhelamos es nuestro pasado, cuando vivíamos en nuestras tierras ancestrales, en armonía con la naturaleza que nos rodea”.

Los indígenas aprendieron a convivir de la mano con la muerte; cada día que pasa es un día ganado. Con esto, la adultez y sus responsabilidades llegan de manera anticipada a los más jóvenes, por lo que es común oír a niños de siete u ocho años hablar, con la convicción de quien ha tocado la desgracia con sus propias manos, sobre cómo seguirán la lucha de sus familiares caídos.

Según afirman varios líderes indígenas, los estancieros creen que la solución es acabar con ellos porque cumplen un rol fundamental para su comunidad, el de llevar su voz a las grandes ciudades, congresos y manifestaciones. Al respecto, las palabras de Marçal de Souza, líder guaraní ñandeva asesinado a los 32 años por luchar por los derechos de los pueblos indígenas, hablan por sí solas: “Ellos [los estancieros] piensan que enterrarnos es la solución, pero no se dieron cuenta de que somos semillas”.

Texto y fotos: Pablo Albarenga, desde Dourados, Mato Grosso do Sul.