Que los Estados Unidos de Trump iban a mantener con Rusia una relación más cercana de la que tuvo cualquier otro gobierno estadounidense quedó claro desde que empezó la campaña electoral, en la que el republicano halagó en más de una ocasión al presidente ruso, Vladimir Putin -alarmando tanto a demócratas como a republicanos-, y manifestó su deseo de trabajar con él. Después lo confirmó cuando eligió a Rex Tillerson, vinculado con Rusia y amigo de Putin, ni más ni menos que para el puesto clave de secretario de Estado.

El Kremlin lo tiene claro. Su portavoz, Dmitri Peskov, dijo el jueves que el diálogo con Estados Unidos está congelado en la mayoría de los niveles y que, a pesar de que “no hay ilusiones de que haya avance alguno”, en Moscú son conscientes de que Trump podría tener una actitud “más constructiva” respecto de Rusia.

Las relaciones entre los dos países, históricamente ásperas, están más tensas desde que el gobierno del presidente Obama acusó a Rusia de llevar adelante ciberataques contra el Partido Demócrata para ayudar a Trump a ganar las elecciones, algo que Rusia negó en varias ocasiones. Hace dos semanas, Peskov dijo que Estados Unidos tiene que “dejar de hablar del tema” o directamente aportar “alguna evidencia”, para terminar con unas denuncias que consideró “bastante indecentes”. Trump no se metió en el asunto: se limitó a decir que no era factible que Rusia pudiera interferir en las elecciones de su país. Sin embargo, antes del 8 de noviembre, cuando las encuestas pronosticaban el triunfo de Hillary Clinton, Trump denunció la posibilidad de que el proceso estuviera manipulado para favorecer a su rival, si bien no acusó a nadie en particular.

De Tel Aviv a Jerusalén

La llegada de Trump a Washington también podría beneficiar la relación de Estados Unidos con Israel. Jason Miller, portavoz del equipo de transición presidencial, dijo hace unos días que el futuro mandatario sigue “firmemente convencido” de la necesidad de trasladar la embajada estadounidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, ciudad reivindicada como capital tanto por los israelíes como por los palestinos. En una reunión que Trump mantuvo en setiembre con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el entonces candidato republicano prometió reconocer a Jerusalén como la “capital indivisible” de Israel.

A mediados de diciembre, Kellyanne Conway, la portavoz del presidente electo y su futura asesora, dijo en una entrevista radial que el traslado de la embajada “es una gran prioridad” para Trump. Consultado sobre esas declaraciones por el diario israelí Haaretz, Netanyahu dijo que le parecía “estupendo”.

La postura de Trump a favor de Israel también quedó demostrada el jueves cuando, tras posponerse la votación del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre una resolución en contra de los asentamientos israelíes, aprovechó para exigirle a Obama que vetara el texto. “Una paz entre israelíes y palestinos debería venir sólo por medio de negociaciones directas entre las partes, y no por la imposición de los términos de la ONU”, dijo el presidente electo en un comunicado publicado en Facebook. “Esto pone a Israel en una pobre posición negociadora y es extremadamente injusto para todos los israelíes”, agregó. El texto terminó aprobándose el viernes con 14 votos a favor y la abstención de Estados Unidos, en una ruptura con la tradicional postura del país de proteger diplomáticamente a Israel. Luego de la votación, Trump advirtió en Twitter que “las cosas serán diferentes” con respecto a la ONU cuando él llegue a la Casa Blanca.

La designación del abogado David Friedman, simpatizante de la derecha israelí, como embajador de Estados Unidos ante Israel también marca el camino que tiene pensado recorrer Trump con este país. La nominación de Friedman, de 57 años y sin experiencia diplomática, supone un viraje a la estrategia estadounidense respecto de Israel de las últimas décadas. Friedman, entre otras cosas, cuestiona una solución de dos estados al conflicto entre israelíes y palestinos, y defiende la legalidad de los asentamientos israelíes en Cisjordania -que los gobiernos estadounidenses consideran ilegítimos desde 1967-.

Además, apoya el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, como manifestó en el comunicado en el que anunciaba su designación: “Tengo intención de trabajar sin descanso para fortalecer el vínculo irrompible entre nuestros dos países y avanzar en la causa de la paz en la región, y espero hacerlo desde la embajada de Estados Unidos en la capital eterna de Israel, Jerusalén”.

Camino incierto

Si Trump puede reparar los lazos de Estados Unidos con Rusia e Israel, podría, en contrapartida, complicar la relación con China. En una entrevista publicada el jueves por People’s Daily, el diario oficial del Partido Comunista chino, el canciller de China, Wang Yi, dijo que en el futuro “las relaciones entre China y Estados Unidos se enfrentarán a nuevas complejidades y factores de incertidumbre”. El representante chino dijo que sólo si los dos países “se respetan mutuamente y dan cuenta de los intereses básicos y las preocupaciones clave del otro” puede haber “una cooperación estable a largo plazo, y un efecto de beneficio mutuo por el que todos ganan”. Sin mencionar directamente a Trump, agregó: “Se trata de una tendencia histórica que no puede ser alterada por la voluntad de un individuo, y es la dirección correcta para el desarrollo de las relaciones entre China y Estados Unidos”.

El choque entre el presidente electo y China surgió a raíz de la conversación telefónica que Trump sostuvo con la presidenta de Taiwán, Tsai Ing-wen, en el primer contacto formal entre Estados Unidos y ese país en casi 40 años. A eso le siguió la sugerencia del republicano de que podría cambiar la política que considera a Taiwán parte de “una sola China”, y que es la base de las relaciones bilaterales desde 1972.

Pero Trump también advirtió que podría llegar a mantener la actual relación a cambio de ventajas comerciales. La semana pasada, anunció la creación de un nuevo consejo que lo asesorará en temas de comercio e informó que estará encabezado por Peter Navarro, un economista y profesor universitario que defiende una línea dura sobre el comercio con China.

Navarro, de 67 años, escribió libros manifestando esa postura -uno se titula Muerte por China: cómo Estados Unidos perdió su base de fabricación- y dirigió un documental que describe la amenaza que representa el gigante asiático para la economía de Estados Unidos, así como el deseo de Pekín de convertirse en la potencia económica y militar dominante en Asia, según asegura la agencia de noticias Reuters. En un comunicado, el equipo de Trump alabó a Navarro por ser un economista “visionario” que “desarrollará políticas que reducirán el déficit comercial, ampliarán el crecimiento y ayudarán a detener el éxodo de puestos de trabajo”.

El otro país que podría verse afectado con la llegada de Trump al poder es Cuba, ya que para conquistar el voto del exilio cubano el presidente electo prometió condicionar el proceso de normalización de relaciones emprendido por Obama a avances en materia de derechos humanos y libertades. El acercamiento con Cuba encuentra rechazo también en el Congreso, donde los republicanos mantienen la mayoría en ambas cámaras, por lo que no sería muy difícil para Trump dar marcha atrás. Si el proceso se volviera a “congelar”, caería nuevamente la iniciativa de levantar el embargo económico, una medida que afecta profundamente la economía cubana.

Si bien el embargo limita su crecimiento económico, la isla vivió en los últimos dos años, alentada por el acercamiento con Estados Unidos, un boom del turismo y de empresarios extranjeros atraídos por las oportunidades que se abren en el país. A esto se le sumó, en agosto, la reanudación de los vuelos regulares entre los dos países después de que estuvieran interrumpidos por medio siglo, lo que también aportó su cuota de dinamismo al sector.

El gobierno del presidente Raúl Castro expresó su deseo de seguir avanzando en la normalización de relaciones cuando Trump asuma la presidencia, siempre y cuando sea mediante un diálogo basado en el “respeto mutuo” y “sin concesiones”, algo que por el momento no parece compatible con la intención explícita del futuro gobernante estadounidense.