Menudo revuelo se armó tras las declaraciones del líder de Podemos, el español Pablo Iglesias, quien asoció la feminización de la política con el cuidado materno. Luego se dijo que esas palabras fueron recortadas de unas expresiones más extensas y con un sentido sustancialmente diferente al que trascendió. En fin, vaya uno a saber. De todos modos, no me voy a detener en el episodio en sí, sino que lo voy a tomar como excusa para problematizar la idea de “feminización de la política”. Voy a argumentar que conceptualmente esa noción no significa nada, y, sobre todo, que es inútil para una práctica política emancipadora.

Empecemos repasando el problema para el cual la feminización de la política se ofrece como solución. Los derechos políticos universales, sobre los que se erige la democracia representativa, consagran el principio según el cual todas las personas que así lo deseen tienen las mismas oportunidades de ser elegibles. A su vez, la democracia representativa persigue, entre otros objetivos, la representación proporcional de todos los clivajes presentes en la sociedad; es decir, las instituciones deben expresar en su composición toda la diversidad social. En la dimensión descriptiva de la representación, la composición social de las instituciones cobra especial importancia, lo cual implica que además de la filiación político-partidaria y de la ideología del representante, importa quién es, si es blanco o negro, su nivel educativo, su clase social, su ocupación, su lugar de residencia. E importa si es hombre o mujer. En síntesis, el problema es la subrepresentación de las mujeres en las instituciones de gobierno en sentido general (el Parlamento, el gobierno propiamente dicho, etcétera), lo cual vulnera los derechos inherentes a su condición de ciudadanas, y menoscaba la calidad de la democracia en la medida en que su representatividad es deficitaria.

Hablamos entonces de representación de las mujeres, más que de feminización de la política. Pero reivindicar una mayor representación de las mujeres implica hacer abstracción de algunos de los vicios más indeseables de la democracia representativa. Le voy a pedir a Nancy Fraser que me ayude a explicar esto.

Dos de sus críticas a la noción de “esfera pública” de Jürgen Habermas, entendida como un espacio distinto al Estado y al mercado, en el que los ciudadanos y ciudadanas deliberan sobre asuntos comunes, calzan justo. Una de ellas va dirigida a la idea de que la igualdad social no es condición necesaria para interactuar en igualdad de condiciones, es decir, que las personas pueden comparecer en la arena política “como si” fuesen iguales. La realidad es que la desigualdad social, en sus múltiples manifestaciones, redunda en la exclusión de muchos grupos de la esfera pública, en la medida en que restringe el acceso y condiciona las posibilidades de participación; por tanto, la igualdad social es condición sine qua non para la distribución equitativa de poder. La segunda crítica contraviene el principio según el cual una sola esfera pública, que incluya a todos los actores y sus discursos, es siempre preferible a la multiplicidad de públicos, porque así se asegura su cohesión y se evita el conflicto y los enfrentamientos. En oposición, la autora plantea que para que una esfera pública sea representativa, es necesario diversificar y multiplicar los públicos que participan en ella, que traigan consigo nuevos asuntos (por ejemplo, reivindicaciones), porque eso determina su capacidad transformadora de la sociedad.

Entonces, es más adecuado hablar de ampliación de la esfera pública que de representación de las mujeres. A esta altura, la feminización de la política se va vaciando de contenido, y espero que los párrafos que siguen sean aun más decisivos. Para eso voy a pedirle ayuda a Judith Butler.

La categoría en cuestión supone la existencia de lo femenino, una identidad, una esencia común a todas las mujeres a pesar de la diversidad social, cultural, étnica, geográfica, incluso sexual. Las feministas de todos los tiempos han dedicado ríos de tinta a este tema, buscando responder si todas las mujeres tienen algo en común que las hace semejantes al mismo tiempo que las diferencia de los varones. A propósito, dice Judith: “La identidad del sujeto feminista no debería ser el fundamento de la política feminista si se acepta que la formación del sujeto se da dentro de un campo de poder que se desvanece constantemente mediante la afirmación de ese fundamento. Tal vez, paradójicamente, se muestre que la ‘representación’ tendrá sentido para el feminismo sólo cuando el sujeto de las ‘mujeres’ no se dé por sentado en ningún aspecto”. Aclarando un poco, está cuestionando la existencia de una identidad única, constante, invariable, universal, de la mujer.

La feminización de la política tiene precisamente ese trasfondo esencialista que he venido cuestionando con la ayuda de Nancy y Judith. Proyectar la política desde esa noción y sus implicancias supone reproducir el sistema de género patriarcal y perpetuar el campo actual del poder, en el que transcurre la dominación de las mujeres.

Ilustremos un poco mejor todo esto. Un informe realizado en 2008 por la Unión Interparlamentaria(1) subraya que las mujeres suelan abocarse más a la salud, la educación, el cuidado de niños, y menos a cuestiones militares y bélicas. No cabe duda de que la presencia de estos temas en las agendas parlamentarias es un avance en materia de legislación, porque se trata de dimensiones de gran relevancia para la sociedad y para el bienestar social, que han sido invisibilizadas, y que emergen gracias a la participación de las mujeres. Es un avance indudable que el ámbito reproductivo, sistemáticamente reducido al espacio privado, emerja hacia a la esfera pública y ocupe un espacio en la agenda. No obstante, tienen en común un trasfondo de cuidado fuertemente asociado al rol que el sistema tradicional de género les asigna en la vida cotidiana. Si las mujeres llegan al Parlamento a representar la dimensión reproductiva de la vida y el bienestar social, sin que haya una verdadera apropiación pública de estos asuntos, solamente se está cristalizando la división sexual del trabajo, y de ese modo no hay transformación alguna sino solamente reproducción.

Fabricio Méndez Rivero

(1). “Equality in politics: a survey of Women and Men in Parliaments”.