En un siglo XX que confió como nunca en el poder empírico y deductivo de la ciencia moderna, dos de sus genios más notables, Albert Einstein y Kurt Gödel, confiaban, en cambio, en la intuición. El caso de Gödel impresiona, además, porque usó su descomunal inteligencia para desbaratar la pretensión de demostrar que toda la matemática puede deducirse mediante una serie de axiomas cuya consistencia puede probarse. Era un hombre particularísimo, que durante su examen de solicitud para la ciudadanía legal estadounidense no pudo resistirse a demostrar que había inconsistencias lógicas en la Constitución norteamericana que podrían transformar el país en una dictadura. Por suerte Einstein -que estaba presente- conocía al examinador y lo salvó de perder el examen a causa de su irreductible pasión por la lógica.
En lo que va del siglo XXI varios presidentes latinoamericanos han sido destituidos mediante mecanismos previstos en nuestros sistemas constitucionales. En más de una ocasión, el proceso fue tan farragoso y opaco que debimos preguntarnos si el sistema constitucional no estaba siendo forzado y si nos encontrábamos frente a un quiebre de la democracia. Brasil, el país más grande de la región, se encuentra en estos días sumergido en un proceso de este tipo; ¿estamos o no frente a un quiebre de la democracia? Propongo analizar el problema usando nuestra intuición, como le gustaba a Gödel.
El principio básico 1 de la democracia moderna es que algunas personas -que en singular llamaré gobernante (G)- son elegidas por los ciudadanos periódicamente y se les otorga el derecho a tomar una serie de decisiones políticas (d). Al mismo tiempo, las constituciones democráticas prevén mecanismos para que un gobernante (G) sea removido de su cargo si comete algún tipo de acción prohibida, que denominaré (p). Lo problemático del asunto radica en que los encargados de decidir si (G) hizo (p), son en general otro grupo de políticos -usualmente legisladores- que denominaré (L).
En todas las crisis recientes que terminan con la destitución de un presidente, el cuerpo (L) dictamina, por alguna mayoría, que (G) hizo (p). Las dudas con relación a la legalidad de estos procesos no radican en la potestad constitucional otorgada a (L) para dictaminar que el hecho (p) ocurrió y que (G) debe ser removido. Las dudas radican en si en realidad (p) ocurrió o no (¬p). Porque el cuerpo (L) no necesita nada más que de sí mismo para decidir que (p) sucedió y remover a (G). Y aunque la acción prohibida no haya sucedido (¬p), si (L) decide que sí ocurrió (p) entonces (G) será destituido. En ese caso, naturalmente, algunas voces se levantarán afirmando que se ha producido un quiebre de la democracia.
Y también, naturalmente, todo el asunto pasará a ser materia opinable, donde cada uno argumentará si había suficientes méritos para dictaminar que (p) sucedió o no (¬p). Llegado a este punto debo derrumbar en el lector la esperanza -si es que guardaba alguna- de que aquí encontrará una respuesta definitiva. Lo que le ofrezco a cambio es una intuición. Como le gustaba a Gödel. Estoy convencido de que si el bueno de Kurt encontró fisuras en la Constitución de Estados Unidos, nuestros políticos podrán hacer con nuestras constituciones un queso gruyere. Y no por las virtudes o defectos relativos de las distintas constituciones, que se me antojan más o menos parecidas o con diferencias despreciables.
Tampoco lo digo por la genialidad de los políticos, que no se puede comparar a la de Gödel. En lo que sí se le asemejan es en el nivel de motivación; cada uno con su obsesión, el científico por la verdad lógica, el político ambicioso por encontrar un camino que sirva a su objetivo, si es posible, dentro del orden constitucional. La posibilidad de que (G) sea destituido por (L) aunque no haya razones para hacerlo (¬p) es un dato de la realidad. Porque el cuerpo (L) responde sólo ante sí. Se me dirá: ¿por qué (L) dirá que (p) si en realidad (¬p)? Bueno, todo es cuestión de motivación. Sólo se necesita motivación, y en ese caso usted verá cómo un razonable mecanismo constitucional extraordinario puede ser usado de la forma más ordinaria.
¿Cuáles son los motivos que llevarían a (L) a remover a (G) si (¬p)? Creo que el más obvio es que (G) tiene constitucionalmente atribuida la posibilidad de tomar decisiones (d), es decir, tiene poder. Ahora bien ¿en todas las democracias la posibilidad de tomar decisiones (d) es igualmente importante y despierta las mismas ambiciones? Creo que no.
En contextos de gran desigualdad económica, las decisiones (d) tienen efectos muy poderosos. Ser (G) y poder decidir (d) hace una gran diferencia, en particular porque en estos contextos las decisiones (d) pueden usarse para hacer importantes redistribuciones de recursos, o para impedirlas, algo que en contextos de igualdad no sucede por no tener el menor sentido. Llegado a este punto, me animo a hacer una generalización: la frecuencia de los procesos de remoción de gobernantes democráticamente electos es una función directa del nivel de desigualdad económica imperante en una democracia.
Esto por la siguiente razón: en el largo plazo, algunos (G) suelen cometer algunos actos (p) en casi todas partes. En algunos lugares posiblemente con menos frecuencia, pero no creo que existan diferencias sustanciales en tal sentido. De todos los factores que afectan la frecuencia de las destituciones, creo que la motivación de (L) es el factor más variable. En particular, creo que es muy variable la motivación para destituir a (G) a pesar de que (¬p), y, como he dicho, esta motivación crece en contextos de desigualdad.
América Latina es la región más desigual del planeta y fue la que sufrió más quiebres de la democracia durante el siglo XX. ¿Será solamente una coincidencia? Ahora vivimos crisis institucionales más sutiles, pero como dijo el senador brasileño José Serra, “si el Ejército tuviera la fuerza de hace 50 años, ya habría existido un golpe de Estado”. En última instancia, las causas de las crisis siguen siendo las mismas. La Federación de Industriales de San Pablo realizó una encuesta y 91% de los industriales manifestaron su apoyo al impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff. Por eso la gremial industrial -y otras- también lo hacen, y de paso piden cambios en las políticas impositiva y laboral.
Brasil está a un paso de quebrar la Constitución democrática en caso de que se compruebe que la presidenta no cometió actos ilícitos (¬p), pero, curiosamente, de los diputados que ayer argumentaron a favor del impeachment, prácticamente ninguno hizo referencia a esos supuestos actos ilícitos. Algunos hablaron de su familia, de su pueblo o su ciudad, y muchos de la crisis económica, como lo hicieron algunos políticos durante el gobierno de Salvador Allende (y que luego se arrepintieron). El diputado Paulo Maluf dijo incluso que Rousseff es una mujer honesta, llegó a compararla con la Virgen María y afirmó que no hay argumentos jurídicos para su destitución, pero votó a favor del impeachment.
Dentro de nuestra desigual región, las crisis políticas se producen en países particularmente desiguales, como Honduras, Guatemala, Paraguay y Brasil. En tres de estos casos, los gobernantes destituidos o que enfrentan un proceso se encontraban a la izquierda del espectro político. No me ocuparé de argumentar que algunas de estas destituciones fueron infundadas, sobre todo porque ,(p) o (¬p) puede discutirse, pero al final lo define (L).
Sin embargo, la intuición, que tanto gustaba a Gödel, me indica que la inusual frecuencia con que se vienen produciendo estos procedimientos en nuestra desigual región esconde uno o varios casos de (¬p). Más aun cuando en alguno de estos casos el nivel de motivación de los destituyentes muestra ser tal, que hasta se saltan el derecho de la legítima defensa del destituido -como sucedió en Paraguay- o practican y difunden el discurso que esperan dar luego de la destitución, incluso antes de que esta se produzca, como sucedió hace pocos días en Brasil.
Sobre el autor
Traversa es doctor en Ciencia Política (Universidad de Salamanca) y profesor de la Universidad de la República.
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Y cuando digo principio básico, me refiero a que es lo que esencialmente queda de democrático en nuestros sistemas. Nuestros representantes son -al menos- elegidos directamente por el pueblo. Tanto el presidente de la República como los legisladores reciben una suerte de legitimación directa, cada quien la suya, que no sustituye a la del resto. Todo lo que hay -ficción y realidad- de “poder del pueblo” en nuestros sistemas, descansa en este principio. Por eso, remover a un representante político es un asunto delicado, extraordinario. Y cuando se toma la decisión, debe ser por motivos muy claros y poderosos, que lleven a cargarse el principio básico de todo el sistema. ↩