Los actuales triunfos de la derecha en Brasil, Argentina y Venezuela son el resultado de un conjunto de factores que requieren un análisis en profundidad. Algunos surgen de la nueva situación internacional. La crisis del capitalismo central iniciada en 2008 y la reorganización del escenario mundial en curso tuvieron como consecuencias el fin del boom de los commodities (materias primas y alimentos), la retracción de las inversiones, el aumento del poder del sector financiero y el comienzo de un período de recesión en América Latina.
La derecha económica, social, religiosa y mediática, que siempre retuvo y en algunos casos aumentó su poder, se rearmó políticamente. Antes con Sebastián Piñera en Chile y ahora con Mauricio Macri en Argentina, ensayó la idea del gobierno como gerenciamiento tecnocrático y empresarial para obtener el voto popular. En otros casos, como en Paraguay, aplicó un golpe empleando sus mayorías parlamentarias con argumentos insostenibles, utilizando abusivamente artículos de la Constitución. Ese modelo fue el que ahora se aplicó en Brasil. Desestabilizar, agravar la crisis política y económica y una violenta polarización, forzar las normas democráticas, no fue un obstáculo para volver al gobierno. Esa falta de límites es parte del escenario actual. Pero sobre todo la derecha se embanderó con el cambio, luchó y muchas veces logró aparecer como la alternativa de cambio ante la población. Lo hizo ocultando su verdadero programa de gobierno, tomando algunas de las políticas sociales exitosas de los gobiernos progresistas y “representando” un abanico heterogéneo de demandas de la sociedad. En esa construcción de una nueva hegemonía (o en el resurgimiento de la hegemonía neoliberal, tan profunda y duradera), utilizó eficazmente la concentración del poder de los medios de comunicación.
Al mismo tiempo, en estos procesos jugaron un papel clave los errores de la izquierda en el gobierno, que en algunos casos fueron graves. Por eso es imprescindible una reflexión crítica y autocrítica de gobiernos, de partidos y también de movimientos sociales progresistas. No hay un solo actor, sino por lo menos esos tres grupos de protagonistas en los procesos populares de cambio. Reivindicamos esa perspectiva que dejan de lado las visiones estadocéntricas, vanguardistas, o el reduccionismo al rol de líderes carismáticos como Lula, Chávez, Cristina, Evo, Tabaré o Pepe. Un análisis autocrítico y propositivo, en profundidad, sin tirar el niño con el agua y sin arrogancia teórica o política. También sin generalizar rápido, porque los procesos han sido muy heterogéneos. Allí también ha estado su riqueza, en un mundo en el que los paradigmas totalizadores han fracasado.
Hay muchos aspectos a analizar. El vínculo con los movimientos sociales, la relación con la población y la capacidad para movilizarla, el rol de los medios de comunicación, la lucha por nuevos valores o la adaptación a los predominantes, el modelo productivo extractivista, la redistribución de los ingresos y la riqueza, los cambios estructurales en salud, educación, protección social, la actitud hacia formas económicas no capitalistas, entre otros puntos críticos, que podrían acercarse a un concepto muy abarcador, como es la capacidad para generar una nueva hegemonía.
En esta columna nos centraremos en un punto: las formas de hacer política (y en particular la política como actividad de masas) que se desarrollaron en el ciclo progresista latinoamericano.
La reducción de la política a la acción de gobierno debilitó el rol propio de los partidos, restringiéndolos al Estado, empobreciendo su vida interna, afectando su vínculo con la población, su papel en el debate ideológico, su capacidad de iniciativa política. Hay una larga historia de cómo la cooptación de los partidos por el Estado tiene efectos muy negativos sobre los primeros. El estalinismo y la socialdemocracia europea son ejemplos claros.
El tipo de organización y de democracia interna en los partidos políticos progresistas es muy distinto de un proceso a otro, pero se puede reflexionar si el tipo de política predominante debilitó la participación mayor de militantes, adherentes, y, sobre todo, de la población, en las formaciones políticas. Si la política la hace sólo el gobierno, el accionar y las discusiones de la fuerza política se verán como peligros y no como posibilidades fermentales. En un momento en el que la vinculación por la web gana terreno en todos los órdenes de la vida, las organizaciones progresistas no utilizaron con creatividad este nuevo campo para democratizar sus debates, sus resoluciones y su capacidad de escucha a la población. El ejemplo de Podemos, en España, muestra que eso es posible y también que es una condición necesaria, pero no suficiente, para democratizar el poder interno.
Para enfrentar los desafíos actuales, la democracia interna debe ir junto con la unidad. La unidad es otro duro aprendizaje, muchas veces fallido, en los procesos de la izquierda. Una larga historia de sectarismos, dogmatismos y luchas fraccionales pesa todavía. Muchas veces, las discrepancias legítimas sobre las estrategias no logran procesarse en un debate enriquecedor que construya síntesis política y unidad de acción. El Frente Amplio tiene una experiencia rica en ese plano, pero le ha costado oxigenar su funcionamiento con nuevos instrumentos democratizadores, para pasar de algunos miles de participantes a cientos de miles; sin contraponer militantes y votantes, generando la categoría de participantes.
La izquierda se convirtió en opción de gobierno cuando sumó todos los descontentos con el neoliberalismo de los 90, responsable de altísimos niveles de sufrimiento social. En un momento mundial de retroceso frente al neoliberalismo arrollador, América Latina mostró que otro modelo de país era posible y disputó esa hegemonía: sin marco teórico ni ideológico común, retomando las mejores tradiciones de cada país, integrando en algunos casos a la población indígena, reivindicando la dignidad y los derechos de los postergados sociales y políticos.
Se puede hablar, como dice Ernesto Laclau, de la construcción del sujeto “pueblo” para analizar estos procesos sociales. Laclau propone el concepto de hegemonía como la herramienta fermental para pensar esa diversidad de luchas y para replantear una nueva política para la izquierda. Ante la crisis del pensamiento crítico plantea refundar el proyecto finalista sobre la idea fuerza de una democratización radical de la sociedad. Frente al proyecto de una sociedad jerárquica y cada vez más desigual, la izquierda debe promover una radicalización de la revolución democrática.
Los avances en democratización son variopintos, heterogéneos y tienen grandes capítulos pendientes en nuestros procesos. En Uruguay se destacaron la existencia de los Consejos de Salarios y las políticas dirigidas hacia los trabajadores rurales y las domésticas, dos sectores que generaron derechos nunca antes respetados. La legalización del matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo y la regulación de la marihuana fueron pasos hacia una sociedad menos discriminadora. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es un ejemplo en América Latina, con una perspectiva garantista de las libertades y disposiciones que eviten la concentración de poder en pocos medios; por algo su implementación recibió tantos ataques y resistencias.
Una reforma política que llegue a la financiación de las campañas electorales y los partidos todavía brilla por su ausencia. Ese es un capítulo pendiente de gran trascendencia. El poder económico tiene hoy muchos privilegios para actuar en política, solventar costosas campañas electorales, asegurar desigualdades. Alcanza ver y escuchar al Parlamento brasileño. Venimos de países signados por la corrupción de sus elites políticas, y si la izquierda en el gobierno no rompió con ella y pretendió utilizarla para sus fines, los resultados fueron catastróficos. Entre ellos, la ruptura de la coherencia ética entre discurso y acción, desmoralización de los militantes, ajenidad u hostilidad de la población, descrédito. La derecha utiliza eficazmente esos errores/horrores, mientras hacen la vista gorda o defienden a los millonarios implicados en los Panama Papers. Garantizar publicidad electoral gratuita, restringir el resto, prohibir grandes donaciones y donaciones empresariales para los partidos, efectuar controles efectivos sobre la financiación, publicar las declaraciones patrimoniales de gobernantes y legisladores, dar transparencia a estos aspectos, son algunas medidas básicas.
Como dice Perry Anderson sobre Brasil: “Una vez que se acepta el precio de entrar en un sistema político enfermo, la puerta se cierra detrás y el partido se reseca, convirtiéndose en un enclave del Estado”. Por eso, democratizar el sistema político en sus nudos críticos se vuelve una tarea principal. Conquistar la democracia contra las dictaduras fue un cambio histórico para América Latina y para la izquierda. Se aprendió a valorar la democracia y los derechos humanos, y a entender la necesidad de ampliarlos cada vez más.
Una cuestión fundamental, en mi opinión, es qué rol les da la política a las personas, ya sea como ciudadanos o agrupadas en fuerzas sociales. Si la política la hace sólo el gobierno, entonces, el papel del ciudadano se reduce a elegir cada cinco años y el de las fuerzas sociales a defender sus reivindicaciones particulares. Esta forma de hacer política es la tradicional, la que viene matrizada en el Estado capitalista y tiene mucho arraigo. En las democracias de baja intensidad que relata Boaventura de Souza, hasta allí se llegó y el resto está fuera del sistema, con la marginación o criminalización correspondiente. Contraponer este modelo a una situación de gran efervescencia supone pensar que los períodos de auge de las movilizaciones de masas se pueden eternizar, lo que notoriamente no es así. Pero hay que aprender una lección de esos momentos en que la gente se siente protagonista: es entonces que se generan los cambios culturales más profundos.
Al proyecto progresista le ha faltado una democratización mayor de la política. Ninguna de las transformaciones estructurales en salud, educación o protección social es posible sólo desde el gobierno, sin participación activa de la sociedad, sin nuevos actores cuya voz se pueda expresar y que puedan incidir en las decisiones. Esa participación no es una resolución institucional, ni sólo abrir o cerrar puertas; requiere una construcción amplia, en la que los actores sociales se fortalezcan mediante prácticas que los vinculen con la población. Es acción social y cultural sobre problemas existentes. No hay que desconocer pasos significativos en esa dirección, como la participación social en el Banco de Previsión Social, en el Sistema Nacional Integrado de Salud, en la Administración Nacional de Educación Pública, en la descentralización participativa territorial, entre otros. Con luces y sombras, son caminos que van en una buena dirección. Cabe señalar, sin embargo, que no alcanza con poner representantes sociales si no hay más prácticas colectivas que involucren a la población en los cambios. Acción de masas y no sólo representación social.
La creación de la agenda es una de las claves para luchar por la hegemonía. Si la derecha marca la agenda y el gobierno se defiende, este último llevará las de perder. Crear nuevos derechos, como los cuidados mediante el Sistema Nacional de Cuidados, es romper con la lógica del ajuste y establecer desafíos para seguir avanzando en lo social. Lo mismo ocurre con el tema de la violencia doméstica. Si el modelo de política deja a la gente como espectadora, crítica o conforme, empezamos a perder la batalla cultural. De allí a la derrota política, es un paso.