El domingo 12, al cumplirse seis meses de gobierno, Mauricio Macri sufrió su primera derrota electoral. Fue en la populosa ciudad de Río Cuarto, la segunda en importancia de la provincia de Córdoba, gobernada por el peronismo no kirchnerista.
El dato es relevante por varios motivos. Primero, porque en esa misma ciudad Macri había arrasado con 70% de los votos en el balotaje de noviembre. Segundo, porque esta vez perdió de modo rotundo: pese a comprometer a buena parte del gabinete y su propia figura en la elección, su candidato apenas llegó a 30% de los votos. Tercero, porque el candidato vencedor reunió en su caudal el voto de todas las corrientes del peronismo, aunque en este caso sin hegemonía kirchnerista.
El gobierno tomó nota del resultado, aunque evitó hablar de la recomposición del movimiento peronista. En cambio, atribuyó su traspié a una coyuntura difícil: escenario de alta inflación, fuerte incremento en las tarifas de los servicios públicos, economías regionales paralizadas por el aumento de los combustibles y malas expectativas generales por la suba de la desocupación a dos dígitos, todas cuestiones que, al menos en el manual de la gestión macrista, serían superadas en un cada vez más fantasmal segundo semestre, que no asoma siquiera en los trabajos de los analistas más entusiastas del oficialismo.
Las lecturas y derivaciones del resultado electoral hacia el interior del peronismo son mucho más intensas y ricas. Al menos tres de las corrientes en las que hoy se divide -la que responde a José Manuel de la Sota, la que reconoce como presidente del Partido Justicialista a José Luis Gioja y como vice a Daniel Scioli, y la que se alinea con Sergio Massa, del Frente Renovador- celebraron como propia la victoria del candidato delasotista. En menor medida, el kirchnerismo saludó la derrota macrista, aunque su aporte haya sido inorgánico y escaso de dirigencia y militancia, por dos razones: el desconcierto táctico en el que está sumido desde diciembre pasado y la mala performance histórica que siempre tuvo en suelo cordobés, bastión del peronismo de De la Sota, un ex militante del movimiento Guardia de Hierro, recostado en la derecha del movimiento fundado por Juan Perón. De la Sota fue aliado de Massa en las presidenciales de octubre, y gran parte de su electorado se inclinó por Macri en el balotaje. De ahí que el resultado en Río Cuarto también pueda ser leído como una vuelta de los votantes delasotistas al redil del peronismo provincial, después de su apoyo circunstancial a Cambiemos -la coalición que respaldó a Macri en las elecciones- y de seis meses de ajuste impopular.
Es difícil tomar al peronismo como un todo. La diáspora abierta tras la derrota presidencial no cesa y se profundiza. El peronismo de las provincias -cuyos referentes son De la Sota, el sanjuanino Gioja y el salteño Juan Manuel Urtubey- se muestra ambivalente frente al macrismo, y lo único que parece unirlo es su vocación por desbancar al kirchnerismo. Eso se explica porque Néstor Kirchner y Cristina Fernández mantuvieron la hegemonía durante 12 años y medio gracias al paraguas electoral del Frente para la Victoria (FpV), entonces muy exitoso, y al manejo de la billetera para sostener los gastos corrientes de gobernadores afines. Ambas cosas implosionaron hace seis meses: el FpV perdió en las urnas y la caja hoy la maneja el ministro del Interior macrista, Rogelio Frigerio.
La articulación nacional del peronismo es frágil y la caracterización de la etapa y del gobierno que hacen sus distintos dirigentes es dispar, sin que ninguno pueda suplantar, aquí y ahora, el liderazgo social que, según las encuestas, sigue encarnando Cristina Fernández. Urtubey, por ejemplo, se ofrece como aliado del macrismo sin ambages. De la Sota, en cambio, toma distancia de los tarifazos, en un juego doble: volver al Partido Justicialista sin kirchneristas en el horizonte o reforzar su acuerdo con Massa para ir por fuera del partido en las próximas legislativas, que serán en 2017. Gioja y el rionegrino Miguel Ángel Pichetto, presidente de la bancada de senadores del FpV, son relativamente críticos del macrismo, pero están cada vez más alejados del kirchnerismo auténtico y sus referencias, y más cercanos al espacio de Massa.
Hoy el kirchnerismo puro se hace fuerte en la Cámara de Diputados, donde cuenta con 50 de los 80 legisladores que le quedaron al FpV después de la partida de Diego Bossio -el ex titular de la Administración Nacional de la Seguridad Social de Fernández, que juega a asociarse con el peronismo de los gobernadores, el sindical y el massismo- y unos 16 senadores de un bloque de 40. Por lo demás, en términos territoriales, cuenta con una gobernación, la de Santa Cruz, a la que hoy el macrismo le retacea fondos, manteniéndola jaqueada y envuelta en una crisis salarial con sus propios empleados públicos, y una decena de intendentes bonaerenses leales a Fernández que hacen malabares para gestionar con la gobernadora María Eugenia Vidal.
Sigue siendo el kirchnerismo, sin embargo, un emergente catalizador de una impresionante y revitalizada militancia social que tiene una pata peronista, pero también la excede, rasgo evidente en la movilización de 150.000 personas frente a los tribunales de Comodoro Py para acompañar a la ex presidenta cuando fue citada a declarar en la que se conoce como la causa del “dólar futuro”. Ese número de gente llena dos veces la Plaza de Mayo. No existe ningún otro espacio político en Argentina que reúna esa multitud en las calles. Lo más llamativo es que esa dinámica se da en simultáneo con una feroz campaña mediática que exacerba los casos de corrupción que alcanzan a algunos de los ex funcionarios kirchneristas y cuando organizaciones históricas del espacio, como el Movimiento Evita, toman una distancia casi irreversible de La Cámpora, la agrupación cristinista por excelencia. Del Evita, por caso, surgió Juan Grabois, dirigente del Movimiento de Trabajadores Excluidos, recientemente designado asesor vaticano por el papa Francisco, que también juega su interna en el peronismo.
En el universo sindical, el kirchnerismo incide en la corriente que, cada vez con mayor vigor, se manifiesta por un paro general contra el ajuste. Allí prevalecen los gremios estatales, aunque es minoritario en su representación global. El peronismo no kirchnerista, recluido sobre todo en los gremios industriales, amenaza y acuerda con idéntica facilidad. Crecen los despidos, las suspensiones y las negociaciones salariales son a la baja, pero por ahora las peleas sindicales se dan de manera aislada, entre la verborragia combativa y lo que aquí se conoce como “pactismo vandorista”, en referencia a las posturas de Augusto Timoteo Vandor, dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, que se caracterizó por sus posturas conciliadoras con el régimen militar de Juan Carlos Onganía.
En medio de este escenario de conflictos y realineamientos, se vuelve difícil hablar de una jefatura del peronismo unificada en lo inmediato. Hacia adentro del gigante invertebrado, del hecho maldito del país burgués del que hablaba John William Cooke, sobrevive el kirchnerismo más entre la gente que entre los dirigentes. Los que pretenden superarlo, los que trabajan por el poskirchnerismo, no pueden mostrar otra cosa, por ahora, que acuerdos cupulares con algún reflejo y anclaje social en provincias, como la de Córdoba, sin proyección nacional asegurada.
Mientras tanto, los votantes peronistas miran desorientados hacia la Roma del papa Francisco y El Calafate de Fernández, como aquellos militantes de los 50 y los 60 que aguardaban con ansias las cartas y grabaciones de Juan Perón exilado en Madrid, para entender qué es lo que pasa y, en definitiva, qué debe hacerse con eso mismo que pasa.