El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, avanza con su equipo de gobierno en las negociaciones con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para lograr la paz, pero no todo le funciona como debería. Todavía hay piezas del engranaje que no están aceitadas, que frenan a la maquinaria como si estuvieran fundidas. La Policía Nacional, esa fuerza que por concepto debería ser más civil que militar, además de los altos índices de corrupción carga con un palmarés de violencia que, en el contexto de los diálogos, se ha convertido en una contraparte no sólo del proceso de paz sino de la población civil a la que está en la obligación de proteger y a la que, por el contrario, revienta cada vez con más sevicia y más ceguera.
Según la revista Semana, y sólo por poner un ejemplo, entre 2014 y 2015 ya habían sido destituidos 3.500 uniformados, y de ellos la Policía Nacional y la Fiscalía habían arrestado a 1.600 por formar parte de bandas criminales o por estar involucrados directamente en delitos. Eso sin contar con investigaciones como la que se le está iniciando al coronel retirado Gerardo Rivera, comandante en 2014 de la localidad de Los Mártires de Bogotá, por sospechas de haber recibido dinero para operar libremente por parte de los Sayayines, una banda que lideraba el microtráfico de estupefacientes, asesinaba y torturaba impunemente en el barrio del Bronx.
Así las cosas, el panorama se pone turbio, porque la paz también tiene que ver, entre muchos asuntos, tanto con las negociaciones con los grupos insurgentes como con la abolición del narcotráfico, empezando con la captura de los narcotraficantes, la ruptura de sus redes de distribución y la producción, en especial de cocaína. Y no sólo con eso.
Muchos de los policías honestos que históricamente han dado la lucha contra el narcotráfico, contra la guerrilla y contra la delincuencia, hoy están muertos, y otros todavía siguen aportando desde su trabajo por un país mejor. A ellos hay que darles las gracias y hacerles el reconocimiento, pero la podredumbre en esa institución existe, y justamente eso es lo que preocupa.
A esto se suma la violencia brutal y arbitraria que muchos miembros de la Policía aplican contra la población civil en distintos escenarios y que, para peor, por ahora no se ve cómo se pueda frenar. Sobre todo porque la misma Policía, en algunos casos, incluso protege a los miembros de su institución que son protagonistas de abusos.
Uno de los casos más crueles de que se tenga conocimiento en ese sentido es el del joven artista del grafiti Diego Felipe Becerra, de 16 años, que fue asesinado por el policía Wilmer Alarcón el 11 de agosto de 2011. Alarcón le disparó a Becerra en la espalda. El coronel Jorge Vivas, segundo al mando de la Policía Metropolitana de Bogotá, también se encontraba allí. Entre todos los policías, incluido el coronel, plantaron una pistola en la escena del crimen para incriminar a Becerra, como después demostraron la Procuraduría y la Fiscalía. Quisieron hacerlo pasar por un asaltante de un ómnibus, pagaron a falsos testigos y torcieron el testimonio del conductor del ómnibus para intentar mostrar al artista como un delincuente.
Hoy, cinco años después de su muerte, el entonces general y ahora brigadier general Francisco Patiño, que en la fecha del asesinato se desempeñaba como comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, anda libre, pese a que investigaciones determinaron que fue él quien instruyó al conductor del autobús para que implicara a Becerra y le pagó con bonos de comida.
Por eso da miedo la Policía y que no se tomen medidas urgentes frente a este tipo de comportamientos. Para que sea completa esa paz que se pensó negociar con los grupos insurgentes, y que ha ido avanzando ya con las FARC, por lo menos en lo que tiene que ver con personal armado, tendrá que trabajarse también con las fuerzas del Estado. Porque el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), también de la Policía, por mucho que el presidente lo premie y le haga homenajes, nunca ha dejado de ser una fuerza de violencia ciega y demencial que no entiende razones de ningún tipo y que va contra la población civil como si fuera enemiga.
Solamente en el paro agrario de 2013, diez hombres del municipio de Soacha, población cercana a Bogotá, fueron torturados por el Esmad, según un peritaje del equipo SiRa, una red española de apoyo en contextos de violencia, encabezada por el psiquiatra Pau Pérez-Sales. Y no sólo en ese paro. También en el de camioneros de hace unos meses. Luis Orlando Saíz, de 27 años, fue herido en enfrentamientos con el Esmad y falleció el 12 de julio. La Policía declaró que Saíz había muerto por manipular explosivos, pero Medicina Legal contradijo esa versión y comprobó que la causa de la muerte fue el impacto de una granada de gas lacrimógeno, arma usada solamente por el Esmad.
A mí me gustaría poder decirle a la gente que la Policía la protege, que esté tranquila, pero no puedo. Con estos antecedentes criminales es imposible. Por eso, cuando me preguntan, prefiero decir que es mejor huir de la Policía, y que cuando los vean por ahí en las calles o en los campos, se cuiden, que hay algunos muy peligrosos. Así como no creo en su protección, tampoco creo en la justicia que se pueda hacer en los casos que denuncian los colombianos víctimas de estos abusos. Basta ver las decenas de denuncias que se ven a diario en las redes sociales, registradas en videos, sin que se tomen en cuenta esos casos en serio.