Asistimos en España a lo que parece un impasse que resulta impropio de lo que hasta ahora conocíamos por “política europea”. En verdad, este escenario no es tan extraño en un sistema democrático parlamentarista, que parte del razonamiento de que los electores votan a su partido político, que ocupa bancas en el Parlamento proporcionales al total de votos recibidos en función de la ley electoral vigente, y después estos parlamentarios son los que eligen al presidente, y el presidente a su Ejecutivo.

Por lo tanto, en un sistema parlamentario, como ya ha ocurrido en España, lo lógico es que los partidos políticos pacten votar a un candidato presidencial. Ese candidato, en nuestro pasado reciente, siempre ha sido el líder del partido más votado, aunque esto no es obligatorio si otros partidos son capaces de articular una alianza que apoye a un candidato alternativo. Los escenarios eran que el Partido Popular (PP) o el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tuviesen mayoría absoluta o que uno de estos partidos, el más votado, se aliase con partidos nacionalistas periféricos catalanes, vascos o gallegos.

El problema actual es que ninguno de esos dos partidos es capaz de armar una mayoría que respalde a su candidato en el Parlamento. Esa incapacidad para pactar se debe, por un lado, a la irrupción de Podemos y, por otro, al giro de los nacionalistas catalanes hacia el independentismo.

Hasta ahora, había pasado entre poco y nada desde la repetición de elecciones del 26 de junio. Mariano Rajoy aparecía como la única alternativa posible de gobierno, ya que le saca 52 diputados al segundo partido, el PSOE. Sin embargo, sus 137 diputados tampoco son suficientes para alicatar una mayoría necesaria, situada en los 176 diputados. Con el apoyo del partido Ciudadanos y Coalición Canaria, Rajoy obtuvo 170 síes el 30 de agosto.

Debemos tener en cuenta que el “ansia” regeneradora de la vida política en España es ya parte del “sentido común” del momento, por lo que Rajoy provoca enorme rechazo en la mayoría de quienes no lo votaron a causa de su implicación (in)directa en casos de corrupción. Sin embargo, por otra parte, el haber estado durante casi un año sin gobierno también ha creado la opinión generalizada, animada por el propio PP, de que es urgente formar gobierno y que el resto de los problemas son perentorios o dependientes de solucionar ese gran problema. Por eso es previsible que el PP siga subiendo de cara a unas terceras elecciones, a pesar de que es falso el argumento de la necesidad de un gobierno con rapidez, ya que todo sistema parlamentarista contempla constitucionalmente este escenario de impasse.

Por supuesto, los partidos nacionalistas periféricos en los últimos años se habían alejado del PP, que desde la segunda legislatura de José María Aznar se ha erigido como verdadero y único paladín de la españolidad. El PP, en realidad, está solo. La alternativa podría parecer el PSOE, que históricamente ha sido más flexible a la hora de negociar con los nacionalismos periféricos. Pero la correlación de debilidades en la España actual no hace tan fácil el acuerdo.

Pedro Sánchez tiene muy poco margen de maniobra. Por un lado, cuando este dirigente gana las internas socialistas y se convierte en secretario general del PSOE, lo hace como un político “moderado” que sigue la estela de Alfredo Pérez Rubalcaba, el anterior jefe del socialismo español. Esa estela estaba marcada por la imagen de un PP y un PSOE atrincherados en las instituciones y un Podemos que, por fuera de estas, les va comiendo terreno debido a que ambos lo consideran su “enemigo”, lo que reforzaba la imagen de que eran “la casta”, como los bautizó Pablo Iglesias. El partido que más caía era el PSOE, por representar tradicionalmente al electorado de izquierda. Por eso Sánchez, hábilmente, decidió volver a centrarse en la crítica al PP, que recuperó el lugar del enemigo que tenía Podemos. Del mismo modo, comenzó también a hacer promesas contra los desalojos, la precariedad laboral y la corrupción, frenando su sangría de votos.

Igualmente, el PSOE ha ido obteniendo sus peores resultados en democracia en todas las elecciones celebradas hasta el momento, aunque siempre superando el objetivo de quedar por delante de Podemos. A la vez, su electorado ha ido poco a poco desapareciendo del norte y el centro de España, y el partido obtuvo en el sur la mayor parte de sus diputados (31 de un total de 85). Huelga decir que todos los nacionalismos periféricos fuertes se dan en el norte y en regiones más prósperas que las del sur, por lo que el electorado socialista andaluz o manchego, históricamente más pobre, no puede aceptar que los catalanes o los vascos puedan ser independientes, ya que se los ve como egoístas.

Si Sánchez negociase con Podemos, obtendría 156 diputados, por lo que harían falta 20 más para alcanzar el gobierno. Estos respaldos se tendrían que conseguir en esas fuerzas nacionalistas periféricas que están reclamando el derecho de autodeterminación inspiradas en el proceso catalán. Es decir, Sánchez tendría que aceptar la convocatoria de un referéndum en Cataluña y el País Vasco, cosa que les pasaría factura en las regiones donde todavía mantiene fuerza, el sur. Allí concentrados se encuentran también cabezas importantes del PSOE (varios presidentes autonómicos) que van a hacer todo lo posible para que Sánchez caiga si intenta esta vía de pacto entre izquierdas.

Podríamos imaginar que Sánchez cede ante la presión y vota o se abstiene en una votación para la presidencia de Rajoy. Pero ahí es donde el margen de maniobra queda obstruido por las promesas sociales que el dirigente del PSOE había hecho para hacer oposición al PP y defenderse de la ofensiva contra la precariedad y los ajustes de los que Podemos había hecho su bandera.

A esto hay que sumarle dos cuestiones: la primera, que Rajoy es un presidente rechazado incluso por sus propios votantes, ya que la corrupción en su partido ha llegado a tocarlo a él como persona por el caso Bárcenas. La segunda, y más importante, que el PSOE ha representado el voto de izquierda en el imaginario político reciente de España. Es decir, la mayoría de la gente que se declaraba de izquierda lo hacía porque votaba al PSOE, o votaba al PSOE porque se declaraba de izquierda. Además, no han sido pocas las veces que el PSOE ha explotado la imagen del PP como ese partido heredero de los ministros franquistas; como favorable a la dictadura en tiempos pasados; como castizo, clientelar, poco dinámico… un arcaico comandante católico de cuartel. En ese sentido, apoyar al PP supondría traicionar todo ese imaginario propio de la izquierda española. Una traición insoportable para muchos fieles que todavía consideran al PSOE “un partido de izquierda”.

En definitiva, cualquiera de las opciones supone para Sánchez un conflicto; pero la política es el conflicto y su gestión, y a Sánchez le ha llegado la hora de hacerse mayor y abrir una de esas vías de conflicto: o se enfrenta al problema social y territorial de España o se atrinchera en su grupo parlamentario dando de nuevo sentido a aquella manida palabra de “casta” que no escucha las demandas de los ciudadanos.

Como Sánchez está cuestionado por su propio partido en el sur (sobre todo, aunque no únicamente, ya que se suma la “derecha” del PSOE), varias personalidades socialistas han salido a la palestra hablando de que el dirigente debía ceder y dejar gobernar al PP, así como le han reclamado veladamente la necesidad de que dimita por unos resultados electorales cada vez peores.

A la vez, debemos entender que el PSOE no puede esperar a las terceras elecciones, ya que le sería muy difícil, en esta situación, no parecer el culpable de llegar a ese punto, con la consiguiente penalización en las urnas.

Sánchez, en una maniobra de lo más populista, ha decidido escudarse en la militancia, convocar un Congreso Extraordinario para el 20 de octubre y que allí se voten líderes con proyectos nítidos. Él se ha posicionado como aquel sector que pretende pactar con Podemos y (teóricamente) enfrentar esos problemas de los que hablábamos anteriormente. Del mismo modo, ha pedido a los demás que se quiten la máscara y se posicionen con un líder y un proyecto alternativo.

La respuesta del aparato del partido enfrentado a Sánchez ha sido dimitir de sus cargos internos en el Comité Federal del PSOE y, de esa manera, intentar hacer caer al secretario general. Este resiste al más puro estilo de las intrigas palaciegas que ocurren en un golpe de Estado cuando no se sabe si el golpe ha triunfado o fracasado. El impasse del PSOE como metáfora del país, dicen algunos. Y es que el PSOE sigue siendo la metáfora de la hegemonía política y cultural española.

Si Sánchez aguanta esta última embestida de su propio partido y se logra celebrar el congreso, probablemente la militancia elegiría el proyecto del dirigente y este podría dar carpetazo al debate interno actual, reforzando su posición al frente de la organización. Aunque sólo sea por eliminación de la otra alternativa, que es apoyar al PP.

De ganar en el congreso el actual líder del partido, queda ver si realmente quiere hacerse cargo de los problemas sociales o territoriales del Estado, ya que el 30 de octubre es la fecha límite para disolver el Parlamento y convocar a nuevas elecciones. La fecha da un margen de negociación exprés de algo más de una semana. Por lo tanto, no es seguro si el PSOE quiere pactar o únicamente conseguir un escenario más propicio para encarar unas terceras elecciones, en las que pudiese esgrimir la intolerancia del resto de los partidos luego de haberse sacrificado él mismo, contra viento y marea, por un pacto reformista contra el PP.

Jacobo Calvo Rodríguez

Licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid con intercambio en la Universidad de la República.