Los tres tienen más de 65 años, una experiencia política de al menos dos décadas y se consideran de izquierda. Siempre fueron contra la corriente en sus partidos y, en más de una ocasión, estuvieron en el bando de los “marginados” por defender posturas más “radicales”. Sin embargo, últimamente, el viento estuvo a su favor, como quedó demostrado en las últimas elecciones generales de sus países, en las que no llegaron a ganar pero se consolidaron como los referentes de un sistema alternativo al establishment. Son veteranos pero renovaron la cara de la política y se transformaron hoy en los líderes de la oposición: se trata del británico Jeremy Corbyn, el estadounidense Bernie Sanders y el francés Jean-Luc Mélenchon.
A esta altura, Corbyn es una estrella de rock. Los aplausos y las reverencias abundan cuando el hombre entra en cualquier lugar. Su cara sale en portadas de revistas de música, aparece en afiches surrealistas y en remeras. En sus actos, cada vez más masivos y con presencia mayoritaria de jóvenes, es recibido con ovaciones, cánticos y –a veces– pogo. Como si toda la parafernalia no bastara, el líder del Partido Laborista –el principal de la oposición en Reino Unido– llegó a aparecer en el escenario del Glastonbury Festival de este año, uno de los eventos culturales más grandes del país, y enloqueció al público, que coreaba “Oh, Jeremy Corbyn” al ritmo de la canción “Seven Nation Army”, de The White Stripes. Una vez que lo vieron en escena, ya no importaba el discurso que iba a dar: lo que generaba emoción era su mera presencia.
Este boom del líder laborista, de 68 años, es tan inesperado como nuevo, si se tiene en cuenta que hace poco más de un año muchos anunciaban su muerte política. Cuando la primera ministra británica, la conservadora Theresa May, llamó a votar en elecciones anticipadas en abril, Corbyn era considerado uno de los líderes más débiles de la historia del partido y sus correligionarios veían en su candidatura el fracaso asegurado.
En parte, el veterano laborista –que siempre se identificó con el ala más izquierdista del partido– perdió el apoyo de sus compañeros a mediados de 2016, después del referéndum sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea (UE), porque consideraban que mantuvo una postura demasiado “tibia” durante la campaña y no logró convencer a sus votantes tradicionales para que apoyaran la permanencia en el bloque europeo. Apenas cinco días después de esa consulta, en la que triunfó el brexit, 172 diputados laboristas votaron una moción de confianza no vinculante para tratar de forzar la salida de su líder. Sólo 40 de sus compañeros lo respaldaron.
A pesar del evidente rechazo en el seno de su partido, Corbyn no dimitió. De hecho, dobló la apuesta y se volvió a presentar a las elecciones internas del partido. Durante esa campaña, logró reunir a miles de personas en cada uno de los actos y tomó impulso. Finalmente, fue reelegido en setiembre de 2016.
El impulso fue tan grande que, en las elecciones anticipadas del 8 de junio, el Partido Laborista obtuvo su mejor resultado en 16 años. Si bien no ganó, el apoyo que recabó –30 escaños más de los que tenía– fue suficiente para que May no alcanzara la mayoría absoluta y se viera obligada a pactar con otras formaciones para poder gobernar.
El Partido Laborista interpretó los resultados como un triunfo. Hace dos semanas, el propio Corbyn reconoció en una entrevista con el diario The Guardian que las elecciones de junio “cambiaron la política” en Reino Unido. “Ahora somos la corriente mayoritaria en la sociedad”, dijo. Las últimas encuestas le dan la razón. Según un sondeo de YouGov para The Times, si hoy se celebraran elecciones, los laboristas ganarían con 42% de los votos, un punto más que los conservadores, y dos por encima del resultado de Corbyn de junio.
El miércoles 27 de setiembre, en el cierre del congreso anual del Partido Laborista en la ciudad de Brighton, el dirigente dijo que su partido “está en el umbral del poder”. Después, resumió en pocas palabras el objetivo del “nuevo laborismo” con el que se embandera: hacer una revolución económica y social que reemplace “los fracasados dogmas del neoliberalismo”. Es un mensaje que caló hondo en los jóvenes británicos y en los adultos desencantados.
Los números lo siguen demostrando. Desde que el político asumió por primera vez el liderazgo de los laboristas, hace dos años, su partido ha sumado 190.000 militantes. Además, cada vez más activistas se están involucrando, sin formar parte del partido, en una campaña mucho más moderna y dinámica que debate en las calles, en las redes sociales y en los bares. Es el caso de Momentum, un grupo de militantes de izquierda, con más de 24.000 miembros y 200.000 simpatizantes, que ve en Corbyn la oportunidad de revitalizar de una vez por todas la política británica.
La revolución de Bernie
“Lo que Corbyn ha tratado de hacer en el Partido Laborista es similar a lo que nosotros tratamos de hacer en el Partido Demócrata: hacer un partido mucho más abierto y acercarnos a la clase trabajadora y a los jóvenes, en vez de dejar que las elites liberales tomen las decisiones desde arriba”, decía Sanders hace tres meses en Brighton ante decenas de jóvenes. De este modo describía la clave del éxito que han tenido los dos movimientos en Reino Unido y Estados Unidos. Dos fenómenos que, inevitablemente, están emparentados.
No hay dudas de que la popularidad que el senador de Vermont ganó durante las elecciones primarias estadounidenses de 2016 se debe a los jóvenes. Su campaña estaba dirigida a ellos –por el tono, la estética y el lema elegidos, y, fundamentalmente, por las propuestas que puso sobre la mesa– pero también por la presencia de ellos. Sanders, de 76 años, estaba rodeado por un equipo de asesores y voluntarios jóvenes que invadieron el espacio público y virtual con el lema “Un futuro en el cual creer” y la promesa de llevar a la Casa Blanca una “revolución política”. Tanto es así, que durante la campaña llegaron a apodarlo “el candidato de los hipsters”. Todo esto a pesar de que era el aspirante más viejo de todos los partidos.
Sanders se enfrentaba mano a mano con Hillary Clinton, la niña mimada del Partido Demócrata y representante del establishment más crudo y tradicional. Él, en cambio, pertenece a la corriente más progresista del partido. De hecho, es el único candidato estadounidense de la historia que se animó a autoproclamarse “socialista”, aunque después suavizó el término agregando “democrático”.
El senador supo conquistar a la juventud con un discurso alternativo, en contra del establishment político y las firmas millonarias, y a favor del cuidado del medioambiente y de los derechos de las mujeres y las minorías. Un discurso que, por primera vez, ubicaba la lucha de un candidato junto a los votantes y no desde un lugar privilegiado. Con esa convicción sobre la mesa es que promovió cuestiones como la educación universitaria gratuita o el acceso público y universal a la salud. Poco a poco, Sanders fue captando la atención de los medios y se convirtió en la peor amenaza de Clinton, que pensaba que ya tenía la nominación asegurada. Ya en la mitad de las primarias, la ex secretaria de Estado sabía que se enfrentaba al “fenómeno Sanders” y no a aquel político veterano de bajo perfil que empezó la carrera electoral.
Finalmente, Sanders perdió. Sin embargo, su poder de movilizar a las masas quedó intacto. No sólo eso: hay un grupo de personas que ya intenta que vuelva a ser candidato a la presidencia en 2020. Hace sólo tres semanas, decenas de personas rodearon la oficina del senador y entregaron 50.000 firmas para que Sanders forme un nuevo partido basado en la “revolución política” que propuso el año pasado, ante lo que consideran el fracaso del Partido Demócrata. La idea de los promotores es que, con esa formación, Sanders se postule a la presidencia. La movida ya tiene su propia página web, sus remeras y sus pancartas que, siempre sobre fondo color rojo, exponen: “Recluten a Bernie para un partido del pueblo”.
Además, el senador es muy activo en las redes sociales y sigue con lupa –y de manera muy crítica– los cambios que ocurren durante la era de Donald Trump. Entre otras cosas, Sanders criticó públicamente la actitud que tomó el presidente de Estados Unidos frente a los enfrentamientos en Charlottesville entre supremacistas blancos y militantes de izquierda, rechazó la salida del Acuerdo de París sobre el cambio climático y condenó el proyecto de ley para reformar el sistema de salud. Sus mensajes siempre llegan a los medios, donde mantiene su influencia.
Tal vez aprovechando el apoyo que sigue teniendo, Sanders presentó a principios de setiembre un plan de salud pública universal, para “acabar con la vergüenza internacional de que Estados Unidos sea el único país importante de la Tierra que no garantiza el cuidado de la salud a toda su gente”, según dijo ante el Senado. La iniciativa de Sanders propone la ampliación gradual del actual programa Medicare, que ofrece cobertura médica gratuita para los mayores de 65 años, al resto de los 323 millones de estadounidenses. La propuesta ofrecería cobertura total: desde los costos de los servicios hospitalarios hasta las medicinas para maternidad, salud mental, dental y oftalmológica.
Aunque es muy poco probable que la iniciativa salga adelante en un Congreso controlado por el Partido Republicano, Sanders recibió el apoyo de destacados senadores demócratas como Elizabeth Warren, Kamala Harris y Corey Booker, considerados posibles aspirantes a la candidatura presidencial de su partido en 2020. Todavía no se sabe si Sanders formará parte de esa lista.
El insumiso
Lo que pasó con Mélenchon en Francia podría compararse más al fenómeno Sanders, salvando las distancias. El líder de La Francia Insumisa, de 66 años, también es un político de carrera al que recién ahora le llegó su momento. Mélenchon fue, por más de 20 años, senador por el Partido Socialista francés. En el medio, también se desempeñó como eurodiputado y ministro de Formación Profesional.
En las últimas elecciones francesas, aspiró por segunda vez a la presidencia, esta vez como “insumiso” y respaldado por los comunistas. Aunque no logró pasar a la segunda vuelta, su partido fue el único de izquierda que salió bien parado, tras la caída estrepitosa de los socialistas.
Durante la campaña electoral, los medios franceses supieron registrar la convocatoria masiva que logró en cada uno de sus actos y la adhesión que tuvo, cada vez más, su discurso popular y anticapitalista. Una adhesión que se mantuvo más allá de las elecciones.
Desde que asumió el nuevo presidente francés, el centrista Emmanuel Macron, Mélenchon es para muchos analistas políticos el verdadero líder de la oposición –esto, a pesar de que sólo tiene 17 escaños en el Parlamento–. En parte, su impulso está alimentado por el mal momento que viven los partidos tradicionales franceses. Por primera vez, ninguno de los grandes partidos –el socialista y el derechista Los Republicanos– llegó a la segunda vuelta presidencial, que se dirimió entre Macron y Marine Le Pen, la líder del ultraderechista Frente Nacional, que ahora también padece una crisis interna. En este contexto, la voz de Mélenchon es la única que resuena desde el bando opositor.
Mélenchon lo sabe y lo aprovecha. Hace dos semanas, el líder de La Francia Insumisa encabezó en París una protesta contra la reforma laboral recién aprobada por decreto por el gobierno de Macron y que el dirigente izquierdista considera un “golpe de Estado social”. En esa movilización, y ante miles de personas –30.000 según la Policía, 150.000 según los organizadores–, afirmó: “Estamos ante un pulso social, y la batalla no ha hecho más que comenzar”.
Su pelea, dice, se da en el Parlamento y en las calles contra la “monarquía republicana” en general y contra el “rey Macron” en particular, en cuyas reformas neoliberales ve un peligro para los derechos sociales. De hecho, una de sus promesas de campaña más destacadas fue la de crear una nueva república francesa, la sexta, en la que el presidente tenga menos poderes.
Su llegada a la gente –especialmente a la gente joven– es tan fuerte que el propio presidente francés ve en él una amenaza y hace unos días le advirtió que “la democracia no es la calle”. En la última protesta, Mélenchon le contestó: “Fue la calle la que acabó con un rey, con los nazis. Fue la calle la que protegió la república, fue la calle la que conquistó los derechos laborales y es la calle, siempre, la que lleva las aspiraciones del pueblo francés”.
Ni Mélenchon, ni Corbyn, ni Sanders lograron llegar a las sedes presidenciales, pero lograron cambiarle la cara a la forma de hacer política. Darle frescura. Conquistar a las nuevas generaciones. Plantear el debate, sacarlo para afuera y encenderlo. El mundo está atento a sus próximos movimientos.