Querría haber titulado este artículo “Una independencia posmoderna y el Conde de Romanones”, un título demasiado largo y nada claro, pero que intentaré justificar. El movimiento independentista catalán actual nace a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional que rechazó el Estatut d’Autonomia en 2010 gracias a una denuncia del Partido Popular (PP), con una campaña de recolección de firmas en toda España que favoreció el españolismo anticatalán y el victimismo catalanista.
A la par, la crisis de 2008 sacudió fuertemente el maltrecho Estado de bienestar construido en épocas de bonanza económica, y con ello a la clase política, en un movimiento social sin precedentes como fue el 15M. Para quien no lo recuerde, fue cuando millares en el país nos reunimos y acampamos en plazas públicas durante un mes para hablar de política y protestar contra “el 1%” y a favor “del 99%”.
En Cataluña, esa crisis de representación tomó forma de protesta identitaria nacional catalana que confrontó contra el Estado español –o, mejor dicho, contra el Estado mismo–. Es decir, el fenómeno de articulación independentista nació, por un lado, de una coerción democrática del poder judicial instrumentalizado por el PP en el caso del Estatut; y, por otro lado, de una crisis de legitimidad que se produjo en todo el país.
Pese a que el independentismo fue creciendo desde 2006, no es menos cierto que se vuelve un movimiento verdaderamente masivo con el lema “Espanya ens roba” (“España nos roba”), en un discurso que no deja de tener cierto aire de clasismo geográfico. Se trata de un sesgo ideológico que siempre existió en la derecha catalana, que decía que cuando cruzaba el Ebro se sentía en una tierra extraña.
Por eso no es casualidad que quien preside el gobierno de Cataluña (la Generalitat) sea Carles Puigdemont, dirigente de un partido (PDeCat, Partido Demócrata Europeo Catalán) heredero de la Cataluña autonomista, igual de corrupta que el resto de España y cuyo máximo exponente es el ex president Jordi Pujol. En su momento, Pujol fue aclamado también por la derecha española, que le concedió su policía autonómica (Mossos d’Esquadra), la cual, al parecer, lo acompañaba a Andorra –un paraíso fiscal– para depositar su dinero robado a los catalanes.
Pero a la vez, nos encontramos con que Puigdemont está al frente de una coalición electoral con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), partido que al día de hoy tiene un mayor caudal de votos con respecto al PDeCat. Además, el líder de ERC, Oriol Junqueras, es el político mejor valorado de Cataluña. Más allá de que se trate de un partido de izquierda, la carta de presentación de este líder es casi una disculpa: moderado, católico declarado, creyente, como él dijo, “en la economía de mercado”, que en un polémico artículo hizo gala de cierto esencialismo étnico nada atractivo –planteaba que la genética de los catalanes era más similar a la francesa que a la española–. El Ebro hace estragos evolutivos.
En definitiva, no conocemos si esta posible independencia es o no es algo progresista “en general”. Al igual que pasa muchas veces con lo posmoderno, lo que esconde detrás es difuso.
Esta absoluta modernidad difusa del movimiento catalán se encuentra de frente con el Conde de Romanones, un señor de Guadalajara.
Romanones fue la quintaesencia del político rancio español. En aquella época del siglo XIX y principios del XX, existía un consenso según el cual se turnaban en un gobierno de monarquía constitucional dos partidos que compartían lo fundamental del sistema político. Por un lado, estaba el Partido Liberal de Sagasta; por el otro, el Conservador de Cánovas del Castillo. Romanones, noble de nacimiento, fue miembro del Partido Liberal durante este turnismo monárquico, ocupó todos los cargos institucionales posibles y fue elegido diputado de 1888 a 1936 de manera ininterrumpida, cargo desde el que controló su circunscripción electoral –Guadalajara– mediante el pago de unas pesetas a quien le votase. Además, como buen liberal, era un anglófilo convencido de retórica parlamentaria ponzoñosa.
Lo que representaba Romanones era precisamente el apogeo y posterior inmovilismo del régimen turnista. El señor de Guadalajara sólo fue apartado del Congreso por la Guerra Civil Española. La historia lo tiró de su trono cuando, literalmente, ya no entendía nada: ni el fascismo antiliberal, ni el movimiento obrero, ni la Revolución Rusa, ni la crisis de 1929.
Como la historia no se repite pero rima en asonante los versos pares, Mariano de Romanones, un señor de Pontevedra, tampoco entendió el 15M, ni entiende el crecimiento de la ultraderecha, ni la crisis de 2008. Ni siquiera entendió que son malos tiempos para ser anglófilo y lo contraproducente de sentirse estupendo cuando Donald Trump se declara partidario de la unidad de España.
En medio de este extraño momento cuasi decimonónico, nos encontramos de nuevo con el republicanismo federal tan vituperado en España. Francisco Pi i Margall fue el líder de los republicanos federales durante la Primera República Española, que duró 11 meses por una ya clásica maniobra del conservadurismo español: cuando la crisis del Estado se profundiza, se retira para luego volver con toda su contundencia. Así ocurrió en 1873 y en 1931 hasta 1936, cuando comenzó la Guerra Civil tras el fallido golpe fascista. Así se hizo, por cierto, en la transición, a la muerte de Francisco Franco, aunque el resultado fuese un empate y acuerdo entre cambio y permanencia: se aceptaron las reglas de la democracia liberal, pero las elites económicas y burocráticas del franquismo se mantuvieron prácticamente intactas. Incluida la Justicia.
Esa especie de republicanismo federal es lo que vuelve con Unidos Podemos y su defensa del derecho de los catalanes a decidir su futuro como comunidad política pese a defender una solución plurinacional y confederal a la crisis territorial de España. De hecho, dicha crisis sólo se pudo solucionar durante la Segunda República, gracias al flamante Estatut d’Autonomia logrado por el nacionalismo catalán de aquella época en un acuerdo con el gobierno central.
Sin embargo, Mariano Rajoy prefiere ser el Conde de Romanones y no recular, seguir resistiendo. Como él mismo dijo: “Si no sabes adónde ir, lo mejor es quedarse quieto”. Y si las cosas se ponen feas, se envía a las fuerzas de seguridad a reprimir a su propia población, que en Cataluña demanda mayoritariamente un referéndum. Sin duda, al señor de Pontevedra le queda grande la historia. Se abren así varias posibilidades a partir de ahora en el Estado.
Es posible que la Generalitat declare unilateralmente la independencia y que el Estado aplique el artículo 155 de la Constitución, retirándole el autogobierno a Cataluña sin visos de devolvérselo. Este escenario se volvería del todo ilegítimo para el gobierno central, pero está por verse si es totalmente legítima esa declaración de independencia para la propia población catalana. Quizá seguir hacia adelante se vuelva más una estrategia propiamente independentista y no tanto una reclamación del derecho a votar la independencia. Desde luego, la movilización de los catalanes ha sido ejemplar, pero tampoco se puede desconocer que el referéndum no contó con las garantías necesarias para promover directamente un cambio de tal nivel para la propia Cataluña. Parece más la búsqueda de crear independentistas provocando a un gobierno español dirigido por Mariano de Romanones.
Por otra parte, el reto más importante ahora es, de nuevo, el del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Su líder, Pedro Sánchez, dejó muy claro su apoyo al gobierno antes del referéndum. Tras lo ocurrido durante el referéndum, sus declaraciones dejaron mucho que desear. Criticó la violencia pero defendió la “estabilidad”, en abstracto. Sin embargo, la pelota se encuentra en su tejado y es el único que podría articular en torno a él una mayoría suficiente capaz de plantear una moción de censura con el apoyo de Unidos Podemos y el nacionalismo catalán, si se compromete a hacer un referéndum pactado con la Generalitat. De momento, no parece posible que Sánchez, en su enésima posibilidad de ser parte del cambio y no del inmovilismo, vaya a dar este paso. Pero tiempo al tiempo.
Probablemente, en el caso de que decidiese dejar las cosas como están, su legitimidad caería, ya que, por un lado, no parece posible que aquellos que defienden la violencia contra los catalanes que quieren votar vayan a apoyar a Sánchez. Y, por otro lado, creo que quienes hemos visto que esta actuación violenta del Estado ha sido más que inmerecida tampoco apoyaremos medias tintas al respecto.
Si, por el contrario, el PSOE condenase la agresividad del gobierno y procurase una alternativa de gobierno, tendría demasiados problemas internos en el partido. De hecho, Susana Díaz, líder del PSOE andaluz y rival política de Sánchez en las primarias, ya ha apoyado la actuación de las fuerzas de seguridad y comienza a hacer movimientos para pedir mayor cuota de autogobierno para Andalucía, algo que demuestra una irresponsabilidad que pone en riesgo la unidad del país, al intentar competir con Cataluña por estar en las tapas del diario después de haber perdido unas elecciones internas. Gente de orden, se llaman.
En conclusión, España se encuentra en la encrucijada, y la única solución que parece de sentido común es la convocatoria de un referéndum pactado, ofreciendo un modelo de Estado alternativo al existente. Las cartas siguen sobre la mesa y las reformas de calado se vuelven impostergables, incluyendo el derecho a decidir sobre la monarquía como medio para recomponer el Estado. El sistema político y de partidos inaugurado con la Constitución de 1978 sigue sin restaurarse de manera exitosa.