Tras las elecciones del jueves, lo realmente preocupante es el resultado momentáneo de una identidad española que se reconstruye en base a un enemigo interno en el país. Estos brotes fascistoides pueden crecer más allá de simples brotes si el Partido Popular (PP) y Mariano Rajoy salen relativamente impunes de todos los casos de corrupción, ya que la del PP no es una corrupción tradicional de meter mano en la caja y llevárselo a su casa. Es una corrupción de ministros que legislan para favorecer a algunos de sus amigos del gran capital, a cambio de lo cual se llevan una coima mientras privatizan lo público. O ministros que crean una Policía política para defenestrar rivales políticos y acosar a quien denuncia sus tropelías. O corruptos que discuten a qué juez poner para que juzgue su caso. El PP no es un partido democrático al que se le ganan normalmente unas elecciones, y aquí paz y después gloria, a pesar de que los organismos internacionales pongan a España muy arriba en los rankings de democracia.
Esta historia de locos desde el referéndum del 1º de octubre y la avalancha de hechos posteriores –declaración de independencia mediante– se resume en el titular: “[El Ministerio del] Interior refuerza las fronteras por si vuelve Carles Puigdemont”. “Por si vuelve Puigdemont”, el traidor que huyó a Flandes. No me digan que no parece de película satírica de un Capusotto español, que bien podría ser Luis García Berlanga.
Pero no crean que acaba aquí: el escapado tiene un vicepresidente que se llama Oriol Junqueras, que está metido en la cárcel siendo candidato de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), independentista pero de izquierdas. Hasta hace unas semanas, incluso había más consejeros en la cárcel, pero, tras una temporada sin libertad y sin ver a su familia, asumieron la ley con falso arrepentimiento y el gobierno jugó a la negociación. Al respecto, muchos tertulianos de televisión opinaban que, claro, ahora sí que asumían, ¿no? Si es que al final la gente aprende por las malas. Si uno quita a la gente la libertad y la maltrata, consigue que se “porte bien”.
El Partido Demócrata Europeo Catalán –de derecha–, en una alianza de nuevo renombrada Junts per Catalunya, se la volvió a jugar a huir hacia adelante y le volvió a salir de cine.
Al comienzo del procés independentista, Artur Mas era president y se autonombró amado líder independentista luego de aprobarle la rendición de cuentas a Rajoy en 2012. Mas se la había jugado a romper con sus aliados de Madrid buscando ansiosamente un nicho electoral y popular después de renegar de sus amigos habituales –grandes capitales, grandes empresarios y clase política de Madrid–. Su objetivo era hacer renacer a una derecha catalanista en franco declive, acosada por la corrupción y cuestionada por la ciudadanía por sus recortes en el gasto público. Artur levantó el dedo, señaló a Madrid como causante de todos los males y así empezó todo.
Esta vez, en las elecciones del 21 de diciembre de 2017, en un nuevo punto crítico, la derecha nacionalista catalana, reconvertida en una especie de oligarquía nacional y nacionalista que abre la puerta a salir de la Unión Europea por defender su país, volvió a ser la fuerza rebelde que reclamaba que Cataluña fuese reconocida como sujeto político soberano con una campaña mediática mundial. Se la ha vuelto a jugar y le salió increíble, pero sabe que los independentistas no ganaron en porcentaje de votos y busca una posición de fuerza hegemónica para seguir dirigiendo la grieta abierta en la pared del castillo “Estado español”.
Así, Puigdemont, de manera justa, exige a Rajoy que se terminen las encarcelaciones, los juicios y las persecuciones y que, de una vez, el gobierno de España se siente a hablar en un lugar fuera de España. Puigdemont tampoco quiere volver.
Pese a obtener el mejor resultado de su historia, ERC se lleva, a mi juicio, un fracaso: 32 diputados son un gran logro, pero su objetivo no era ese. Cuando Junqueras se hizo con la dirección del partido independentista, se puso una meta clara: ser el partido de la independencia y dirigir el proceso. Dejar a Puigdemont de president y quedar él como segundo al mando le ofrecía más posibilidades de no desgastarse de cara al momento decisivo. Creyendo que la travesía mancha y que lo mejor era que se manchase la derecha, viró el discurso republicanista de izquierdas tradicional en el partido y lo enmarcó en el radicalismo independentista, confiando en que si Puigdemont se echaba atrás, él sería el héroe; y que si Puigdemont no lo hacía, ya sería un cadáver político. Así vació a su partido de contenido programático y aceptó el clasismo del Espanya ens roba, frase con la que comenzó toda la “rebelión” independentista en referencia al mucho dinero que el resto de España les roba a los laboriosos catalanes por tener la suerte de ser una región con muchos ricos. Como me comentaba un militante de ERC un día: “Lo que pasa es que asumimos ese discurso para crecer; si no, no vamos a lograr la independencia”. Sí, pero a costa de qué, le preguntaba yo.
Se habían metido en la boca de la hegemonía de la derecha y quienes ganaron fueron los partidos nítidamente de derecha: Junts per Catalunya, heredero del caciquismo rancio, católico, tradicional y corrupto de Convergencia Democrática del ex president Jordi Pujol; y Ciudadanos, gendarme del establishment español y que se caracterizó durante este proceso por tener una voz mucho más dura que la del PP al bramar por una intervención del Estado central en Cataluña. Se nota que Ciudadanos no tiene responsabilidad de gobierno y todavía puede vivir de rentas. Estas elecciones las convocaron desde Bruselas después del 1º de octubre a modo de referéndum y la existencia de Podemos frena los delirios autoritarios. Si por Mariano de Romanones hubiera sido, habría sido peor.
La estrategia de Junqueras fracasa y ya no tiene margen de maniobra fuera de apoyar de nuevo a la derecha que se reafirmó como verdadero paladín de la catalanidad, con un discurso presidencialista al estilo Pujol. Válgale a ERC como excusa que su todavía candidato Junqueras estaba en la cárcel y que su segunda de a bordo, Marta Rovira, era francamente una presidenciable indolente. En definitiva, la independencia de Cataluña se escora a la derecha por haber querido la izquierda ganarle dándole la razón como a los locos. Como última nota, fue ERC que, en 1980, puso los votos para que Pujol fuese investido president en lugar de hacer un pacto alternativo de izquierda, e inauguró así 23 años de gobierno pujolista.
El Partido Socialista de Catalunya, filial del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), después de haber apoyado la retirada del autogobierno catalán vía el artículo 155 de la Constitución, hizo una campaña templada en coalición con otros catalanistas no independentistas y conservadores escindidos de lo que hoy es Junts per Catalunya. Su promesa estrella, el pacto fiscal: Catalunya se quedaría con más impuestos en lugar de repartirlos, asumiría la soflama del Espanya ens roba y daría una solución que ya se queda corta. El resultado fue escaso para tanta maniobra y tanta promesa.
Catalunya en Comú-Podem, la alianza que integra Podemos en Cataluña, también obtuvo un resultado escaso. En las anteriores elecciones de 2015 siguieron una estrategia errática: mientras Pablo Iglesias decía en Madrid que no era independentista, la lista que se presentaba a las elecciones en Cataluña en aquel momento se jactaba de llevar dentro independentistas y no independentistas, y de renunciar así a ser defensores de la unidad del Estado, pero reclamando igualmente un referéndum pactado. El resultado cosechado por aquel entonces fue decepcionante y aprendieron la lección. Esta vez se autoproclamaron no independentistas de manera definitiva y siguieron defendiendo el referéndum pactado sobre la independencia mientras intentaron poner sobre la mesa los problemas sociales que tristemente siguen viviendo los españoles en una situación económica deprimente (que no son pocos). Esta actitud, pese a no tener nada de reprochable, renuncia a construir en el tablero catalán un relato nacional español distinto al existente en manos de la derecha de Ciudadanos y el PP.
Al margen de todas las fallas posibles en Catalunya en Comú-Podem, lo cierto es que ni las anteriores elecciones ni estas eran sus elecciones. Como dijo Íñigo Errejón respecto de las de 2015: “Era una final Real Madrid-Barça, y nosotros íbamos con el árbitro”. Las elecciones de anteayer eran una final de Champions League Real Madrid-Barça, y Podemos seguía yendo con el árbitro.
No obstante, queda ver si haber renunciado a estas elecciones tan claramente va a ser producente en la estrategia de la izquierda para las elecciones autonómicas y generales. Tener la razón en política nunca es suficiente (si es que la razón existe en política al margen de la apariencia de tenerla). Como nota: es probable que si Podemos no existiera, los partidarios de la independencia efectivamente hubieran ganado en votos.
Por último, la gran derrota de la noche se la lleva la derecha españolista. Ciudadanos concentró el llamado voto útil de los no independentistas, premio por haber defendido sin fisuras la unidad de España apelando a la llamada “mayoría silenciosa” de catalanes muy españoles. No deja de ser una maniobra de comprensión obtusa que cree que Cataluña, para ser España, no debe tener catalanidad. O si la tiene, que sea española. Un discurso delirante que vale de momento para nuclear en torno a las siglas “C’s” el voto plebiscitario del No, pero no mucho más.
De hecho, pese a quedar primeros y ser un partido españolista –lo nunca visto en Cataluña–, no es menos cierto que se trata de un discurso que está agotado, no supera ese 25%; 25% que puede seguir reforzando sus posiciones ideológicas con más amargura por haber perdido, pero 25% que al fin y al cabo fue ampliamente superado por fuerzas que se reclaman catalanistas, soberanistas o independentistas. Tomen nota el PSOE y el centralismo de izquierda.
La otra pata del discurso nacionalista español era la del PP, que se queda con 4% de los votos y cuatro diputados de 135. Como en una pinza entre quienes reniegan de la aplicación de la retirada del autogobierno y quienes piden un artículo 155 más rudo –a lo que se suma su galopante corrupción–, el PP queda como un partido completamente intrascendente en la Cataluña de 2017, mientras retiene el gobierno central y el Estado mismo mediante dicha corrupción. Sin embargo, ¿podría Sebastián Piñera gobernar con sólo 4% de los votos en Valparaíso?, ¿podría un partido gobernar Italia con 4% de votos en Lombardía? La respuesta es obvia: sí, de manera autoritaria.