A muchos les sorprenderá este titular para un análisis de la situación política española. Sin embargo, como rezaba aquel eslogan del franquismo que transformó a España en una potencia turística, Spain is different.

El grupo armado vasco ETA anunció que el 8 de abril se dispondrá a entregar las armas y pidió a los gobiernos español y francés que entablen el diálogo para firmar la paz. Este anuncio llega luego de varios llamados del grupo al gobierno para comenzar un diálogo necesario para reconocer a todas las víctimas (también las del terrorismo de Estado). Habiendo puesto fin a la actividad armada durante la última etapa del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, ETA vuelve a la palestra mediática para demostrar que quiere dar un paso adelante en el proceso e integrarse a la vida política por los cauces institucionales.

En el lapso que pasó desde que ETA puso fin definitivo a la actividad armada hasta el día de hoy han ocurrido muchas cosas en España en general y en la izquierda abertzale en particular (así se denomina a sí misma la ideología independentista vasca de izquierda). El conglomerado de partidos abertzales llamado Bildu -formado por ex etarras, abertzales pacifistas y ecologistas, así como diversas organizaciones de la izquierda vasca- consiguió en las primeras elecciones regionales a las que se presentó, en 2012, un increíble resultado al quedar segundo, muy cerca del histórico Partido Nacionalista Vasco, de tendencia democristiana -de hecho, probablemente el último partido europeo realmente democristiano-.

ETA ponía fin a la actividad armada y, de repente, su ideología llegaba a una gran parte de la sociedad vasca. Se generaron grandes expectativas en los abertzales, cada vez más convencidos de que dejar las armas era la solución definitiva para lograr la independencia de Euskadi. Sólo faltaba la respuesta del gobierno, que sin duda no dejaría pasar la oportunidad de adjudicarse el haber hecho posible el fin del grupo terrorista que amenazaba a la democracia española. Pero aquella teoría no contaba con una de las piezas más duras del régimen de 1978: la apoteósica victoria del Partido Popular (PP) en las elecciones de 2011, con 186 diputados de un total de 350.

Durante la legislatura de Rodríguez Zapatero el PP se había dedicado a hacer una dura oposición al gobierno en materia antiterrorista por haber intentado dialogar con ETA. Incluso la Organización de las Naciones Unidas (ONU), entonces bajo la secretaría general de Kofi Annan, llegó a territorio vasco para participar en lo que podía ser una gran noticia para la paz. Sin embargo, el PP continuaba en su oposición, presa de las asociaciones de víctimas del terrorismo de inspiración vendettista alimentadas durante el gobierno de José María Aznar. Cuando ETA, luego de la visita del ex secretario general de la ONU, hizo público el comunicado en el que se declaraba el “cese definitivo de la violencia”, el PP siguió manteniendo la opinión de que no se podía negociar con terroristas. Sólo se podía esperar su derrota. Para entender esta rocambolesca posición auspiciada por buena parte de la sociedad española hay que entender lo que simbólicamente supone ETA en el imaginario político español.

El intelectual argentino Ernesto Laclau tenía la idea de que la política consiste siempre en crear fronteras entre un ellos y un nosotros. Para él, todo significante obtiene un significado por no ser el resto de las cosas, es decir, el significante “democracia” toma significado no por su esencia, sino por su opuesto en clave identitaria-histórica, esto es, el “totalitarismo fascista”.

Para Laclau, la política sería una constante creación de fronteras que fabrican identidades políticas con un adentro y un afuera. En este sentido, toda hegemonía -hasta la más democrática- reconoce un grupo como el adentro y otro como el afuera. Ese afuera sería el constitutivo del adentro por oposición. Por ejemplo, en el caso del primer Frente Amplio posdictadura, se reconocía un adentro frenteamplista en oposición a la dictadura y a los partidos tradicionales. Sin embargo, quien quiera investigar qué es el frenteamplismo en sí mismo, se encontrará dando vueltas alrededor de supuestas características de base ambigua. Los sistemas políticos y la política en general serían una mezcla casi infinita de este tipo de identidades construidas en oposición a otras. Una de esas fronteras de la política uruguaya sería la del “populismo”, definido como lo opuesto al funcionamiento de “las instituciones” (fíjense en la cantidad de veces que un político uruguayo dice “instituciones” en sus discursos públicos).

Aclarado esto, la democracia española no nace precisamente de una oposición al totalitarismo, sino que su mito fundacional se encuentra en los logros conseguidos mediante el diálogo y el consenso, lo que dejaba al sistema sin un exterior constitutivo solvente. Es cierto que ese espacio de exterior constitutivo fue ocupado por diversos grupos e identidades (hoy en día es Podemos), y sin duda el mayor y más fuerte fueron ETA y el nacionalismo periférico “radical” en general durante las dos primeras décadas de democracia. Fue tal la deshumanización mutua entre ambos contendientes, que se llegó al terrorismo de Estado durante los gobiernos de Felipe González para hacer frente a la amenaza terrorista mediante los paramilitares Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).

Por un lado, el Partido Socialista Obrero Español, luego del escándalo de los GAL, tuvo que reinventarse en relación con ETA, poniendo una cara más amable y conciliadora. Por otro lado, el PP, justo después de los atentados islamistas en Atocha en 2004, provocados por el apoyo que el Ejecutivo español dio a la guerra de Irak, salió presto, en una rueda de prensa, a alimentar los fantasmas de que ETA había sido el causante de los atentados. La organización vasca respondió diciendo que no tenía nada que ver con lo ocurrido aquel negro 11 de marzo. Sin embargo, el gobierno siguió en su cínica dinámica, a sabiendas de que si se descubría que el autor del atentado había sido Al Qaeda perdería las elecciones que se llevarían adelante tres días después, como así sucedió en las elecciones generales de 2004.

De esta manera, se hace casi imposible para el PP rehacer su posición de intolerancia a cualquier forma de diálogo con aquellos que amenazan las fronteras identitarias moldeadoras de su propia identidad partidaria. He aquí la explicación de por qué el proceso de paz se encuentra atascado, por no decir que no existe tal proceso de paz, sólo una exigencia de rendición incondicional con juicios y condenas antiterroristas que pongan el broche de oro a la que se pretende que sea la enésima restauración borbónica de la historia de España.

Jacobo Calvo Rodríguez Licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid, con intercambio en la Universidad de la República.