Papel picado y globos caen por doquier. Acaban de anunciar el ganador de las elecciones y el nuevo presidente es el alma de la fiesta; salta extasiado de aquí para allá, parece querer seguir el ritmo de la música tecno-pop que suena estruendosa, muy urbana, casi impertinente. Los lugartenientes que observan en segunda fila regalan amplias sonrisas y tratan también de hacer lo suyo, meta saltito, rebotando cual banda de ositos gummies, apenas cincuentones, levemente desacatados en sus cuidadas vestimentas informales. A veces alguno pasa al frente por unos segundos, si es requerido, y acompaña al presidente mientras el público bajo el tinglado eleva sus teléfonos para registrar el momento.

Unos días después, el baile se repite desde el mismísimo balcón de la Casa Rosada. Esta vez suena música de Gilda, más adecuada para un baño de masas. Para ser sinceros, la música popular no mejora el baile presidencial, más bien todo lo contrario, pero la reincidencia demuestra que no se trata de una mera pose: el nuevo presidente no pierde su espontaneidad, ni siquiera después de sentarse en el sillón de Rivadavia. Incluso permitió a su perrito Balcarce subirse al histórico asiento, lo tuiteó y causó furor entre los más amantes de las mascotas. Se lo vio también alegre, días después de la asunción, sentado en el sillón del living de Susana Giménez. Allí la simpática, aunque no muy incisiva conductora explicó que conocía a Mauricio Macri desde hacía mucho, pero por respeto ahora lo llamaba “presidente Mau”. El presidente se rio con la ocurrencia, y ya que el apelativo fue bien recibido, se usa aquí para titular.

Este estilo fresco cultivado por Macri parece caer muy bien, luego de varios años en los que la política argentina fue testigo de enfrentamientos durísimos. Los gobiernos de los Kirchner impulsaron un conjunto de medidas que contaron con un amplio respaldo popular, confiando en que las pérdidas se concentraran en grupos minoritarios, aunque conocidos por su capacidad de enconada resistencia. Se reeditaron entonces dos históricos bloques, separados por una grieta sustantiva y simbólica. La separación sustantiva la produjeron los efectos concretos de las políticas; la simbólica, toda la comunicación a favor y en contra que rodeó a cada medida adoptada, en medio de una crispación emocional generalizada.

Es un juego que se ha repetido muchas veces en la historia latinoamericana. Para sostener un programa transformador y que genera resistencias, como el de los Kirchner, es imprescindible contar con la lealtad política de los que son beneficiados. Claro está que si se hacen cálculos para que los leales al gobierno ganen con cada decisión adoptada, se extenderá entonces la sensación de que el poder político tiene vínculos preferenciales con una parte de la ciudadanía. Se producirá un enfrentamiento duro, porque si el programa político es realmente transformador se le opondrán intereses muy poderosos. Todo esto puede ser legítimo y en algún sentido muy democrático.

Pero incluso se puede ir más lejos en los cálculos de la aritmética política. El general Juan Domingo Perón decía: “Para un peronista no debe haber nada mejor que otro peronista”. En ese lema hay una identidad que lo es todo, se antepone la organización al programa y lo que une es un “ser” más que un “hacer”. Cuando la acción está orientada primero por la identidad, ya no se opondrán únicamente los que están en contra del programa, también lo harán muchos que simplemente no comparten esa identidad o se sienten fuera de sus vínculos simbólicos. Los gobiernos de los Kirchner se vieron inmersos en una lógica de este tipo, donde el círculo se tensa más y más. Al final el ciclo se interrumpió con la derrota en las últimas elecciones presidenciales y se multiplicaron las acusaciones de corrupción.

Los primeros tiempos del gobierno de Macri sólo requirieron entonces no hacer olas y condimentar todo con críticas constantes a la herencia recibida. Desde lo simbólico, la retórica jugó a ser suave e inclusiva, se habló mucho de república, que quiere decir “cosa pública” o “asunto de todos”. Pero… ¿y lo otro, lo sustantivo? Ya han pasado unos cuantos meses desde la asunción, y el consumo de bienes por parte de la mayoría de la población no aumentó, incluso se retrajo sensiblemente. Peor aun, hace unos días las críticas arreciaron cuando el gobierno avanzó en solucionar algunos contenciosos de la familia Macri con el Estado, en un acuerdo que se ha señalado como muy favorable para esta. Por si fuera poco, en la misma semana, el aumento a los jubilados y pensionistas fue menor al esperado, luego de que la fórmula establecida para su cálculo fuese modificada.

No era momento para saltitos y música pop, así que el presidente convocó a una conferencia de prensa y dijo que las decisiones serían revocadas y que todo se trató de un error. Mostró flexibilidad y humildad, aunque olvidó explicitar con claridad cuál fue el error. ¿Y qué es un error no identificado, sino la nada misma? Si no lo delimito y lo señalo, ¿dónde está el error? Pensándolo bien, tal vez eso quería el presidente… no los identificó para que, leves y volátiles, los errores se disiparan más fácilmente a los ojos de todos. Más aun, como no están identificados, queda espacio para interpretar que tal vez sólo se trató de errores técnicos de ejecución, de instrumentos, de esos que no están motivados por una intención; el tipo de equivocaciones frente a las que el Chavo exclamaba: “Fue sin querer queriendo”.

Claro que los errores técnicos no voluntarios se distribuyen de forma azarosa, como descubrieron hace siglos los astrónomos mientras medían las estrellas. A veces le erraban para un lado, a veces para el otro; al final los errores se compensaban siguiendo una distribución normal. En cambio, con los errores del gobierno del presidente Macri parece suceder otra cosa; tienen una especie de sesgo constante para el mismo lado y lo colocan bajo la creciente e insidiosa sospecha de no querer tocar a algunos, aun a costa de perjudicar a muchos otros. Nadie lo habría esperado de un gobierno con tantos empresarios y preparados técnicos en el Ejecutivo, ¿o tal vez sí?

El error con las jubilaciones se trató, por ejemplo, de un “tecnicismo matemático” según el presidente, aunque casualmente perjudicaba los ingresos de millones de jubilados y pensionistas, siguiendo algunas recomendaciones anticipadas por el Fondo Monetario Internacional. Uno podría entender que el problema es que las cuentas fiscales no van bien, pero se hace difícil justificar el recorte sobre los que menos tienen si en la misma semana se hace público que el Estado estaría por cerrar un acuerdo en el que se favorecería a la empresa de los Macri. Más aun, en este escenario donde los ingresos fiscales no abundan, la medida económica más sonada había sido la disminución de distintas retenciones a las exportaciones. Eso le valió a Macri cerrados aplausos a su discurso en la Sociedad Rural Argentina, el mismo lugar donde hace 30 años Raúl Alfonsín soportó, valiente, abucheos infames, mientras vivía su momento más crítico.

En cualquier caso, el presidente Macri ya rectificó y subsanó la medida que beneficiaba a su familia y también el error en las jubilaciones. Igual debe advertirse que hace ya un tiempo que los reajustes salariales parecen correr siempre de atrás y con desventaja a la inflación. Así será difícil cumplir con el anuncio de campaña de perseguir la reducción de la pobreza, y mucho más lejana aun está la retórica de la “pobreza cero”. En cuanto a la desigualdad, mejor no hablar. En suma, a pesar de todo el fresco simbolismo y la retórica “posgrieta”, al gobierno los errores se le vienen acumulando extrañamente todos del mismo lado. Ojo que la grieta no es puro asunto simbólico, que también de pan vive el hombre. Y el riesgo que asume el gobierno del presidente Macri es quedar en pleno todos saltando, cada vez más lejanos y desdibujados, en la orilla más despoblada del barranco, porque como decía Aristóteles: “Los pobres son mayoría en todas partes”.