Una amiga me llama por Facebook a las ocho de la noche del viernes. Me dice conmovida: “Estoy oyendo el informativo en la radio, un atentado en Estocolmo, te llamo apenas llegue a casa”. Cuando llega, me cuenta lo que se sabe hasta ese momento. Un camión de la cervecera danesa Spendrups fue secuestrado cuando hacía un reparto en un restaurante céntrico. Después se metió por una calle peatonal y se estrelló contra la pared de un gran shopping, la tienda Åhlens. Hay muertos y heridos.
Ese fue el caótico comienzo de este fin de semana en Estocolmo, en el que nadie estaba preparado para lo que iba a suceder. Después se sabría que en el ataque cuatro personas murieron y diez sufrieron heridas, en muchos casos graves.
Estocolmo y Suecia habían estado a salvo del terror que vemos todos los días en Kabul, en Mosul, en Alepo, y que se ha metido en Europa con atentados en Niza, en Berlín, en San Petersburgo, en Bruselas, en París. Suecia no pertenece a la Organización del Tratado del Atlántico Norte y no ha participado en ninguna de las guerras en Medio Oriente. En cambio, ha recibido a 50.000 refugiados sirios y afganos que huyen de esos conflictos. Pero con esa doble moral que tiene el capitalismo, Suecia gana buenas cantidades de dinero con las guerras porque es uno de los grandes vendedores de armas del mundo. Hubo armas suecas en la guerra de los Balcanes y en el genocidio de Ruanda.
Los suburbios de población musulmana radicalizada no existen en Suecia, y las pocas mezquitas que hay en el país son de tendencia moderada, pero nadie está a salvo de la nueva modalidad de atacantes, “los lobos solitarios”. El hombre sospechoso del ataque en Estocolmo es precisamente un lobo solitario. Se trata de un uzbeko de 39 años que llevaba en Suecia mucho tiempo, pero en 2016 su pedido de asilo fue rechazado y estaba en peligro de ser deportado.
Después del ataque, lo encontraron rápidamente. Se había escapado del camión, y usando el transporte colectivo había vuelto a su apartamento en un suburbio de la ciudad. En su casa encontraron una computadora y una página de Facebook llena de enlaces a organizaciones cercanas a Estado Islámico y a otros grupo extremistas.
Los medios suecos se comportaron con mesura. Nunca se demonizó a nadie, y la gente abrió sus puertas a desconocidos. También la respuesta policial al atentado fue ejemplar. Dos días antes, la Policía se había entrenado para una catástrofe similar y puso en práctica lo ejercitado como una máquina bien aceitada. El jefe del gobierno, Stefan Löfven, socialdemócrata, anunció que Suecia había sido atacada, convocó al gobierno y ordenó cerrar el centro de Estocolmo y suspender todo el transporte colectivo.
Nadie sabía si el camión era o no parte de una conspiración más amplia. El Parlamento cerró sus puertas y se reforzó la seguridad de figuras claves del gobierno y de aquellos edificios en los que viven integrantes del Ejecutivo, del Legislativo o miembros de la familia real sueca.
Decenas de miles de personas en Estocolmo quedaron varadas, a horas de sus casas. La gente invadió los puentes y las carreteras y empezó a caminar. Bajo el hashtag #openstockholm, miles de personas ofrecieron sus casas, una cena y un sofá para pernoctar. Las iglesias se mantuvieron abiertas toda la noche.
Estocolmo, que se cuenta entre las ciudades del mundo con más cantidad de gente que vive sola, cambió en una noche, y se generó una sensación de comunidad. Gente que no se conocía se convirtió en amiga desde el viernes.
Suecia no es ajena a la violencia ni al terror. Hace 30 años, el primer ministro Olof Palme fue asesinado a las 23.00 en una calle céntrica. Había ido al cine con su esposa y habían decidido no llevar a los guardaespaldas esa vez. Fue una decisión espontánea, que no comentó con casi nadie. Todavía hoy se desconoce quién lo mató, a pesar de 30 años de investigación y de que el asesinato haya sido atribuido a la CIA, al Mossad y hasta a la Baader Meinhof. Ese día la sociedad sueca perdió su inocencia.
Varios años más tarde, la ministra de Relaciones Exteriores Anna Lindh fue asesinada por un hombre originario de los Balcanes que la acuchilló cuando ella estaba de compras con una amiga en una gran tienda. Tampoco llevaba guardaespaldas; no creyó necesitarlos en una tienda llena de gente.
En ninguno de esos momentos, ni el de la muerte de Palme ni el de la muerte de Lindh, Suecia cerró sus puertas a los extranjeros. Yo, y muchos como yo, que vivimos decenas de años como refugiados políticos en Suecia, admiramos a esta sociedad abierta que nos dio un refugio y nos trató como a iguales. La respuesta es clara, y las decenas de miles de personas que se reunieron en la plaza más grande de Estocolmo, la icónica Sergelstorg, lo aclamaron al unísono. Nadie nos va a hacer cerrar las puertas.
Ana Valdés.