Otra vez un bombazo, una puñalada en el corazón de la Colombia herida, cansada de contar muertos. El sábado en la noche cruzaba la frontera viajando de Ecuador a Colombia. Ipiales, la primera ciudad del sur de Colombia cuando uno pasa el puente de Rumichaca, nos recibió fría, como casi siempre, y llena de niebla. A veces, volver al país es un acto reconfortante, esperanzador, motivo de alegría o, al menos, de tranquilidad, pero esta vez no fue así.

Apenas salimos de la oficina de Migración colombiana, me enteré de la noticia: una bomba que había sido abandonada en un baño de mujeres en el segundo piso del centro comercial Andino de Bogotá estalló y dejó un saldo de tres mujeres muertas, entre ellas una ciudadana francesa, y nueve heridas.

Acá la nacionalidad no importa. Los muertos son muertos y el dolor es siempre hondo y profundo. Pareciera que ya nos cansamos de matarnos sólo entre nosotros, los colombianos, y estamos extendiendo nuestra rabia y nuestro odio contra todos los que se crucen en el camino. Pablo Escobar, uno de los peores asesinos made in Colombia, nos acostumbró durante décadas a andar con el miedo al lado de la cédula, a caminar temblando, a despedirnos de los seres queridos cada mañana al salir de casa con la intensidad y la conciencia de quien se despide para siempre. Escobar buscó imponer su régimen matando; quiso imponer sus ideas matando; quiso resolverlo todo matando.

El narcotráfico nos acostumbró a los muertos; las guerrillas nos acostumbraron a los muertos; los paramilitares nos acostumbraron a los muertos; la delincuencia nos acostumbró a los muertos; hasta el Estado ha puesto su cuota alta de muertos. Ya es hora de parar esta infame secuencia de asesinatos.

Ahora que justamente el gobierno está intentando resolver los problemas de violencia y asesinatos con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) mediante el diálogo, sucede esto. A casi 72 horas de la entrega del total de las armas de ese grupo guerrillero, y en el momento en el que avanzan poco a poco las posibilidades de diálogos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), otro de los grupos armados colombianos, sucede esta tragedia.

Aunque no se sabe quién carajo puso la bomba en Andino, hay que decir que sea quien sea, es un hijo de puta; que a estas alturas y en este contexto no se pueden permitir actos infames como estos; y que si es necesario habrá que salir a las calles a reivindicar la vida, a alzar la voz contra estos asesinos. Y a defender el proceso de paz que, con todas sus falencias y sus errores, desde que empezó nos ha ahorrado unos 1.500 muertos, según cifras de 2016 del Centro de Recursos para Análisis de Conflictos.

La desestabilización del país a punta de bombas y más muertos no se debe permitir. Hay que tener en cuenta, tomar muy en serio los anuncios que han hecho las autoridades, como el texto conocido como “poligrama 1.293”, del 16 de mayo de 2017, de la Policía Nacional, en el que se advierte de posibles atentados en Medellín y Bogotá por parte de grupos paramilitares.

Boaventura de Sousa Santos, el pensador portugués, decía en la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá que la realidad no es sólo lo que existe, sino también lo que es impedido de que exista. Y eso hay que aplicárselo a los muertos víctimas de la violencia colombiana. Esta vez fueron Lady Paola Jaimes (31 años), Ana María Gutiérrez (21 años) y la ciudadana francesa Julie Huynh (23 años). Acá la tragedia no se trata solamente de sus muertes, sino también de lo que les impidieron ser a estas mujeres, de sus proyectos –también asesinados–, de sus quehaceres en el mundo –también asesinados– y de la tristeza infinita de sus familiares.

Quizá las elecciones presidenciales de 2018 sean las más importantes desde que Colombia es una república. Allí estará en juego no sólo el futuro de unos diálogos a punta de concluir (el proceso con las FARC), de otros que están empezando (diálogos con el ELN), sino también de políticas que hagan de Colombia el país que hace siglos nos merecemos.

Don Guillermo Cano, director del diario bogotano El Espectador, asesinado por las mafias colombianas el 17 de diciembre de 1986, escribía en su columna de opinión “Una solución política”, del 26 de julio de 1981: “Los últimos acontecimientos, dolorosos, sangrientos, amedrentadores y amenazantes, tienden a indicar que la situación de violencia de variada índole que padece el país, no tiene, por lo menos a plazo inmediato, una solución definida ni definitiva”.

Y así seguimos. Los últimos acontecimientos de los que hablaba Cano no fueron los últimos. Siguen. Y si el gobierno no amplía urgentemente el foco de la cámara desde la que visualiza el país para identificar y llevar ante la Justicia a esos actores que se empecinan en usar el miedo como forma de control social, los riesgos de seguir perpetuamente en guerra son altos.

La estrategia de comunicación de los asesinos de las mujeres del centro comercial Andino es perversa pero efectiva, y hace recordar la de los grupos de narcos mexicanos que colgaban los cadáveres de las personas a las que asesinaban en los puentes de las ciudades. Nos lo están diciendo claro: nosotros también tenemos un poder y lo vamos a seguir teniendo, y si quieren pruebas, allí las tienen.

Ojalá no haya un bombazo mañana, ni en Bogotá ni en ningún lugar de Colombia. Ojalá las mujeres, los hombres, los niños y las niñas que se mueven a diario en las ciudades y los campos de colombianos –sean húngaros, de Popayán, de Barranquilla o de cualquier parte– puedan ir a donde quieran, sin temor a que hasta en un baño de un centro comercial les pueda estallar una bomba.