Pasado mañana puede ser demasiado tarde. Hoy los futuros probables incluyen, entre otros, el entronizamiento de un autoritarismo sin limitaciones, o un baño de sangre, o la suma de ambos escenarios, o el segundo escenario desembocando en una dictadura antichavista.
Cuando uno ninguna incidencia tiene, el cálculo sensato aconseja callar. Así lo he hecho hasta el momento, con la muerte en el alma por la tragedia que va envolviendo a mi querida patria del exilio. Ella nos brindó generosas oportunidades de estudiar y trabajar; allí pudimos volver a dormir sin miedo; allí nacieron nuestros hijos. Desde entonces nos identificamos con la Universidad Central de Venezuela, que una dictadura militar clausuró pero que siempre ha sabido ser –como dice su himno– “casa que vence a las sombras”. Cuando la diaria me propone escribir sobre lo que allí sucede, el cálculo deja lugar a la expresión de emocionado agradecimiento y a la obligación militante de opinar según mi leal saber y entender, en la certeza de disgustar y a riesgo de errar.
¿Qué puedo aportar? Quizá contribuir a subrayar que, sin mengua de la inmensa diversidad de la información que se maneja y de los puntos de vista que se exponen, ciertos criterios fundamentales pueden suscitar amplio acuerdo.
Entre ellos: en cualquier caso, es una violación de los derechos humanos someter civiles a jueces militares; las personas cuya libertad dispuso la Justicia no pueden quedar presas; atenta contra la forma republicana-democrática de gobierno no permitir que un parlamento libremente elegido desempeñe sus funciones; no corresponde que la integración y forma de elección de una asamblea constituyente quede al arbitrio del Poder Ejecutivo; sean cuales sean las acciones de grupos opositores, no se debe combatirlos armando a paramilitares. ¿Hay alguien en el Frente Amplio (FA) que no comparta tales afirmaciones? Ellas vienen a decir que, en cualesquiera circunstancias, el Estado es el principal responsable de la vigencia de los derechos humanos. Eso se reafirma en Uruguay cada 20 de mayo.
En nuestra izquierda la principal responsabilidad en la reivindicación de dichos principios les cabe a los partidarios de la llamada revolución bolivariana. Ellos sufrirán el mayor descrédito si tal proceso se transmuta en estable dictadura sobre un país arruinado, donde se extiende el hambre. En tal caso pasará cada vez más desapercibido el éxito de otros procesos que reivindican similar orientación, como el boliviano, que, ajeno a la prepotente y vocinglera torpeza de Nicolás Maduro, ha contribuido seriamente a mejorar la calidad de vida material y espiritual de la gente. Los defensores uruguayos del chavismo deben tener el primer lugar en el esfuerzo de convencer a sus compañeros venezolanos de que están llevando su país al abismo. Son además decisivos para que el FA pueda lograr en este terreno un consenso que le permita realmente ayudar a Venezuela. Pero para ello todos los grupos frentistas deben, serenamente, llamar a las cosas por su nombre.
No hay izquierda en el mundo que tenga o merezca más extendido respeto que el FA. Puede trabajar con sus aliados e interlocutores de tantos países; conversando con todos los sectores venezolanos –chavistas gobernantes y disidentes, opositores democráticos, actores de la sociedad civil– dispuestos a conjurar la espiral de violencia; formulando planteos públicos constructivos y haciendo gestiones reservadas que apunten en ambos casos tanto a encontrar salidas institucionales y pacíficas como a atender las urgentes necesidades de alimentos y medicamentos. Debe también hacerle saber al gobierno de Maduro que, si persiste en los desbordes liberticidas, encontrará al FA en la vereda de enfrente.
Si la violencia se extiende como metástasis por la generosa tierra venezolana, será una gran tragedia latinoamericana. ¿Quiere la izquierda uruguaya jugarse para tratar de evitarla?