Este domingo el gobierno de Nicolás Maduro convoca a elegir constituyentes. La elección en clave corporativa no convence a los heterodoxos y es repudiada por los opositores. Sólo 20% del electorado irá a votar el 30 de julio, en un intento de reconstruir un poder bolivariano que fue tocado en su línea de flotación a finales de 2015, cuando perdió de forma aplastante las elecciones parlamentarias. Derrotado, se negó a convocar el plebiscito revocatorio y las elecciones regionales, dando los argumentos que la derecha esperaba. Y la derecha, empoderada gracias a la torpeza de Maduro y sus cómplices, se lanzó a las calles, convocó a millones y votó masivamente en contra de la constituyente oficial. Todavía estamos esperando los números del simulacro de votación organizado por el gobierno el mismo día. Parece que no pudieron superar los siete millones reunidos por la oposición.
Oposición y gobierno
La Mesa de la Unidad Democrática (MUD) abarca un amplio espectro de impresentables. Quien suponga que Leopoldo López y Henrique Capriles son luchadores de la libertad se equivoca. Tanto ellos como Henry Ramos Allup representan un estilo político de elite, un retorno a lo peor del puntofijismo, pero no para la rotación de partidos, sino para la partición del poder. El día del golpe de Estado de 2002 contra Hugo Chávez, las luchas por el reparto fueron uno de los factores que generaron el parate de la dinámica golpista; la derecha no pudo acordar cargos a ocupar, granjerías para repartir ni medidas que garantizaran las políticas restauradoras. Mientras estaban repartiendo lo que no tenían, el pueblo bajaba de los cerros a reponer en el gobierno a su presidente.
Derrotada una y otra vez, la oposición pasó por todos los liderazgos y todas las maneras de enfrentar al gobierno. Recién pudo ser eficaz tras la extraña y llamativa muerte de Chávez y gracias a la incomparable incapacidad de Maduro y sus burócratas.
La MUD no tiene proyecto. Unos esperan volver a las buenas épocas, que adecos y copeyanos se pasen la banda presidencial y repartan lugares y cargos. Un sueño inviable; ese tiempo se fue para no volver. Lo “nuevo” es la oposición que López y Capriles lideran, pero en la que se disputan ser candidatos. Lo más probable es que no lleguen unidos a las elecciones de 2018 y que, además, el gobierno no les levante la proscripción. Lo primero demostraría la pequeñez de la propuesta opositora; lo segundo, la torpeza del gobierno venezolano.
Desde la otra orilla, el gobierno de Maduro, aislado y sin credibilidad, se desespera por no perder un poder que no tiene ni respaldo ni consenso. La burocracia bolivariana, esa mixtura civil y militar emparentada sólo por un discurso revolucionario y por intereses, utiliza la perorata para justificar y mantener los negocios y los negociados. Los “fascistas” de adentro, aliados al “imperialismo”, son las claves que sólo creen los convencidos y funcionan como el telón detrás del cual se intenta ocultar una montaña de fracasos.
El modelo rentista del chavismo hace agua. En 18 años no lograron diversificar la economía, ni crear un modelo productivo sostenible, ni salir del medio camino entre el estatismo, el mercado y la especulación financiera. La reforma agraria fue una caricatura, la logística de distribución depende de la voluntad burocrática, repitiendo un clientelismo que ha demostrado su inviabilidad una y mil veces. Venezuela copió lo peor de Cuba.
La derrota de diciembre de 2015 fue, también, una trampa de la que Maduro no supo salir. La opción era asumir la voluntad de la mayoría o darle la espalda. Heredero de la “cultura comunista”, el chavismo optó por repetir la manera leninista de entender la derrota electoral: negarla. Así como Lenin disolvió la constituyente en 1918 porque su partido quedó en minoría, Maduro se enfrenta a la Asamblea Nacional instalando una disputa de doble poder. Pero Maduro no es Lenin, ni la constituyente será un soviet, ni la Asamblea Nacional representa un poder ilegítimo. El chavismo regresa al elitismo iluminista, al sentido de “vanguardia” que sabe y mira más allá que el común de los mortales, pobres ignorantes que son manipulados y engañados por el enemigo. Pero si en 1917 la experiencia era nueva y, por tanto, existía el beneficio de la duda para este tipo de medidas, 100 años después no queda la menor duda sobre lo equivocado que es anular la voluntad de las grandes mayorías. Y el precio es carísimo.
Domingo trágico
Tal vez este domingo no se dispare un tiro en toda Venezuela. Quizá no haya ni muertos ni heridos. Pero igualmente la tragedia caerá sobre el chavismo y la izquierda latinoamericana.
La propuesta corporativa de la elección constituyente es un inmenso paso atrás. Restringe la decisión política a un círculo donde, además, el factor militar controla todo el sistema. A pesar de la existencia de opositores, de medios críticos, incluso de pluralismo, el chavismo transformado en unicato por la vía de los hechos dominará la estructura política contra la mayoría de los venezolanos. Mientras tanto, la izquierda democrática, generadora de consensos, que hace de la política un instrumento para el avance sin sentido trágico o épico, tendrá que tomar posición definitiva ante el atropello, ante esta violación a la democracia, ante el inicio de un camino totalitario que mantendrá privilegios para unos y la fantasía de un retorno radical para unos pocos.
La imposición del hecho consumado y sus pasos posteriores serán un parteaguas definitivo para muchos. Lo que se ensayó en Nicaragua se aplica en Venezuela de manera aun más forzada. Aferrarse al poder a pesar de las mayorías muestra la total incomprensión sobre los últimos 100 años de la historia de la izquierda latinoamericana y mundial. La dogmática sesentista nada olvida y nada aprende. Esa es la base de su tragedia.