Muchos son los sentimientos que despierta un atentado. Se dan la mano la rabia, la pena, el rencor, pero también las ganas de vivir, de vivir felices y de vivir en paz, que probablemente sea el sentimiento más revolucionario que existe cuando no se queda en un brindis al sol, sino que toma formas de organización. Esta “espiritualidad” es la que podemos ver cuando la gente se reúne en un altar improvisado en la calle para llorar a muertos que no conoce. Como elefantes que, en círculo, recuerdan las tumbas también improvisadas de los miembros que dejaron años antes la manada. Algo muy primario se despierta y algo muy primario es lo que toma forma ritual en un primer momento para luego tomar forma de mitos políticos que no dejan de ser mitos socialmente aceptados y aceptables. Humano, demasiado humano.
Pasado el luto necesario, queda por pensar cuáles son precisamente los mitos que están cayendo, sobre todo desde la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), tanto en el llamado Occidente como en el llamado Oriente Próximo y Medio, una denominación que ya hacemos desde la perspectiva del “Occidente” que tiene un “Oriente”, aunque a veces ese “Oriente” esté más al oeste que el propio “Occidente”, como sucede cuando comparamos las coordenadas geográficas de Marruecos y Alemania, por ejemplo.
La mitología de la relación actual entre ambos mundos se ha ido fraguando desde la década de 1980, durante la guerra de Afganistán entre la URSS y Estados Unidos, que apoyó a los talibanes. Prácticamente 20 años después, el 11S sacudió los cimientos del orden mundial y en la prensa se pusieron de moda teorías neoconservadoras elaboradas en los años 90, justo después de la caída de la URSS y de la necesidad de localizar a aquellos que todavía no habían aceptado la democracia liberal y el gran mercado del gran capital como regulador de las relaciones humanas. No estoy diciendo acá que aquellos lugares fueran mejores que nuestras democracias, sólo estoy constatando un hecho sin juzgarlo.
Aquellas teorías fueron arrojadas al escenario mundial por George W Bush, siniestro presidente que ganó unas elecciones de manera fraudulenta en Florida, con menos votos que su contrincante Al Gore y apoyado en grupos religiosos comparables con los islamistas en sus ideas. Un escenario que, desde luego, nos resulta familiar si lo comparamos con la actualidad. Dichas teorías giraban en torno al concepto de “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington, que si bien gozó de consenso durante un tiempo, carece de vigencia para explicarnos absolutamente nada.
El intelectual de Harvard argumentaba que en un futuro próximo a aquellos 90 veríamos lo que él llamaba un “choque de civilizaciones”, ya que dividía el mundo en diferentes civilizaciones. Obviamente, Estados Unidos y Europa estaban dentro de los occidentales y otra de las civilizaciones sería la musulmana. La justificación de esa división estaba basada en características no bien fundadas como las religiones, las etnias, la cultura y otras generalidades. Su enfrentamiento se produciría porque, en verdad, durante toda la historia se han repetido choques de civilizaciones, y nuestra época no iba a ser una excepción. Pero claro, esto no es más que decir banalidades, porque con los mismos criterios también podría existir una civilización mediterránea que nada tiene que ver con la cultura protestante del norte de Europa. Y, desde luego, históricamente ha habido un choque por el control del Mediterráneo. En definitiva, los argumentos de Huntington tanto valen para justificar una cosa como la otra. Su capacidad de “vidente” se basa en que su teoría es una profecía autocumplida. Es decir, esa idea de choque de civilizaciones es la que ha valido a la política exterior de Bush para legitimar la idea de que hay una civilización musulmana separada de la nuestra con la que chocamos o chocaremos sí o sí, y además no son democracias, por lo que eran los nuevos enemigos de la libertad. También vale ahora para justificar políticas migratorias con respecto a los latinoamericanos (otra civilización, según Huntington).
Sin la pompa de Harvard, en Oriente se estaban produciendo conceptos igual de peligrosos y cargados del mismo tipo de esencialismo intelectualmente ingenioso. Sayyid Qutb fue un profesor egipcio durante el nasserismo que fue a estudiar y dar clases a Estados Unidos. Allí, se encontró con una sociedad que consideraba vacía, extremadamente materialista y decadentemente frívola. Así, Qutb comenzó a cuestionar que el modelo nasserista (imitador de Occidente) fuese el mejor para los países árabes. De este modo, teoriza sobre la posibilidad de utilizar la guerra santa como manera de frenar el avance occidental, aunque dejando a un lado a los civiles, que no considera que tengan que ser víctimas. Es esta la época en la que el mismo Qutb funda una corriente dentro del partido de los Hermanos Musulmanes, en el que coincidió, aunque poco tiempo, con Ayman al Zawahiri, actual líder de Al Qaeda y mano derecha intelectual de Osama bin Laden.
Abdullah Yusuf Azzam, palestino cofundador de Al Qaeda, es otro de los teóricos clave que acuñó el concepto de, adivinen, el “choque de civilizaciones” para justificar la guerra contra los gobiernos seculares y contra Occidente en general en todos los frentes.
Al Zawahiri completó la tríada intelectual y dio rienda suelta a todos los demonios apelando a una guerra santa global en la que todo valía para atacar a los cruzados judeocristianos y también a los civiles que viven aceptando lo que sus gobiernos hacen en el mundo árabe. A la vez, también justificó la violencia contra otros musulmanes que, a su entender, aceptasen la hegemonía occidental.
Mitos en retroceso
Ese choque de civilizaciones como idea común –esto es, mito– entre unos y otros es lo que empieza a dar señales de debilidad y, por tanto, comienza a tomar formas políticas todavía más delirantes: el racismo militante en Occidente y Estado Islámico en Oriente. El mito según el cual los unos justificaban la guerra de Afganistán e Irak, y los otros justificaban los atentados del 11S, el 11M, el 7J, etcétera, se derrumba según pasa el tiempo.
Se cae, en primer lugar, el mito de la expansión de los principios liberales y cosmopolitas por el mundo, tal y como se había logrado contra la URSS. La expansión del liberalismo parecía cosa de inercia y, con un poco de voluntad, arrollaría las fuerzas extremistas y fundamentalistas, aunque fuesen formas políticas legitimadas o estables. Valgan como imágenes de este ímpetu liberalista las contenidas en el documental de Adam Curtis Bitter Lake, en las que se puede ver a una esmerada académica estadounidense intentando enseñar historia del arte a jóvenes afganos y explicando por qué era tan importante que Marcel Duchamp le hubiera dado la vuelta a un urinario y lo hubiese colocado en un museo. Evidentemente, aquello era como dar clases de natación a hombres del desierto.
Esta efervescencia, que no deja de ser imperialismo con coaching, es la que se derrumbó con la aparición de Donald Trump, la semana pasada, hablándole a la nación, cuando dijo: “Ya no vamos a construir naciones, vamos a matar terroristas”. De pronto, Duchamp pasó a ser una mala excusa, el MoMA se tambaleó y el artista que miraba con exotismo civilizaciones ajenas y les otorgaba la espiritualidad primigenia que nosotros hemos perdido se encontró con que su pensamiento ya no valía para leerse a sí mismo ni para leer el mundo.
En segundo término, de lo que huyen los refugiados que se agolpan en las fronteras de Europa no deja de ser sino lo que despertaron primero las guerras y luego sus consecuencias, esto es, el grupo Estado Islámico. Cuando llegan a Europa miles y miles de personas que escapan para pedir asilo, el quiebre de esa supuesta unidad civilizacional musulmana contra otra unidad cristiana se vuelve evidente y propia de otros tiempos. El rechazo de los europeos no deja de echar más leña al fuego. En definitiva, el choque de civilizaciones no deja de ser un mito en decadencia, listo para ser otra cosa peor o listo para ser otra cosa mejor.
Barcelona 2017
El atentado de Barcelona tiene características más raras que los llamados “lobos solitarios” y propias de algo que tiene poco que ver con el islam, siquiera con la delirante teología saudí. Tiene mucho más que ver con un síntoma de la caída de esos mitos forjados en las décadas de 1980 y 1990.
Los terroristas que mataron a 16 personas hace unos días eran muy jóvenes, incluso había un menor de 18 años, y funcionaban como una secta violenta dirigida por alguien de mayor edad –42 años–, acostumbrado a hablar en público –era imán– y con capacidad logística para ofrecerles viajes por Europa que les hiciesen partícipes en una idea de rebelión transfronteriza. Estos jóvenes de un pueblo catalán sin grandes expectativas de vida ni una habitual asistencia a la mezquita se dejaron embaucar por el deseo de creer en un mito y verse a sí mismos como héroes que pasarían a la posteridad. Héroes que formarían parte de una gran conspiración internacional contra los opresores, aunque fuese por la razón de la guerra santa, la cual, obviamente, es una barbaridad que nos permitiría llamarles locos. Y sí, es posible llamarlos sociópatas, pero la locura no deja de ser una categoría clínica dentro de un determinado contexto cultural; es decir, en el siglo XIX los locos decían que eran Napoleón. Hoy en día, y en este caso particular, se creen héroes de un ejército sagrado que ofrece algo “puro” en lo que creer e incluso llegan a ofrecer su vida como sacrificio en pos de algo superior a la existencia individual propia. La motivación de estos jóvenes no dejaba de ser una pulsión existencial. Terrible, pero existencial. Humano, demasiado humano.
Por eso, no deja de ser sorprendente que queramos ocultarnos esto utilizando el verbo “abatir” –como si fuese un venado– y no “matar” para referirnos a los terroristas muertos por la Policía. Y no juzgo la justicia o injusticia de matarlos ni me voy a poner exigente con el Estado de derecho, pero llamemos a las cosas por su nombre: no eran animales sino seres pensantes.
Probablemente estemos en un momento de grandísimos cambios, de nuevos fenómenos políticos que tiran abajo el discurso oficial de los últimos 30 años o incluso discursos mucho más antiguos. Después de todo, internet ha sido algo parecido al invento de la imprenta.
Ni el cosmopolitismo laico terminó siendo la religión oficial del mundo ni la democracia –con las seguridades materiales de las que esta requiere para serlo– parece que vaya a ser la gran canalizadora y solucionadora de los grandes conflictos políticos actuales. Más bien, todo lo contrario. Nuevos mitos se forman y no son mitos amigables. Son mitos de miedo y terror.
Como conclusión diré que estos mitos de miedo, de momento, no llegaron a España. El mito se está rehaciendo de otro modo apelando a la raíz geopolítica del conflicto, descartando los mitos del choque de civilizaciones y sus disparatadas consecuencias míticas esencialistas. Los canales de politización de los más jóvenes están en manos de la cultura proveniente del 15M, y los ataques están siendo lanzados hacia Arabia Saudita o Catar, colaboradores del establishment, y no tanto hacia minorías étnicas residentes en el país. Al menos de momento, los españoles somos fundamentalmente demócratas.