Trump renovó el compromiso militar de Estados Unidos con Afganistán con fanfarria mas sin detalles, en un discurso ante militares en Fort Mayer, Virginia, que fue televisado en horario central el 21 de agosto.
Barack Obama había prometido salir de Afganistán, pero quedaron 5.000 efectivos allí cuando dejó la presidencia. Trump tuiteó en 2012: “Afganistán es un desastre total. No sabemos lo que estamos haciendo”. Ahora dijo que la medida anunciada iba en contra de sus instintos, que, especificó, suele seguir. Se justificó con vaguedad, “aprenderemos de la historia”, y prometió que la estrategia “cambiará dramáticamente”. George W Bush y Obama ya habían usado términos parecidos. Si algo cambia, es que el Pentágono dará mayor prioridad al tema.
El anuncio de Trump fue una desilusión para actores tan distantes como el Talibán y el ex miembro de su gobierno Steve Bannon, quien en su web Breitbart News señaló acertadamente que la estrategia era la continuidad maquillada de lo que ya se venía haciendo.
En enero, el principal vocero talibán, Zabihullah Mujahid, le había recomendado a Trump abandonar una guerra innecesaria que no podía ganar, en una carta abierta de 2.000 palabras. “Tal vez esta carta sea demasiado amarga para su gusto. Pero puesto que son realidades y hechos tangibles, deben ser aceptados y tratados como la amarga medicina que es tomada por los pacientes ante el temor de que su condición empeore”.
La explicación de la continuidad estadounidense en Afgantistán es muy posiblemente la dada por la columna The Interpreter, de The New York Times: “Todo presidente de Estados Unidos sabe que él o ella pagará un alto costo político tanto si hace un acuerdo con el Talibán como si se retira, lo que probablemente causaría el rápido colapso del país. En tanto los votantes tienden a inculpar a sus presidentes por el cambio, pero no por el statu quo, tener para siempre tropas en Afganistán es mejor política, aunque no sea una estrategia ganadora”. Es dramático lo elemental de este razonamiento. Pero además, a la luz de los hechos, parece acertado.
Empozados
La primera baja de Estados Unidos en Afganistán fue la del agente de la CIA Johnny Michael Spann, un ex capitán de la Marina de 32 años, muerto el 25 de noviembre de 2001 durante una rebelión de prisioneros talibanes en la fortaleza de Qala Jing. Siguieron otros.
Tras 16 años, esta es la guerra más larga que ha tenido un imperio en una historia jalonada por guerras. En ese tiempo, más de un millón de estadounidenses cumplieron servicio militar en Afganistán; 2.400 de ellos murieron, junto a otros 1.100 de otros países de la OTAN. Las fuerzas afganas perdieron más de tres veces esos efectivos en el último año, sumados a 3.000 civiles afganos. Las fuerzas de la OTAN sólo tuvieron 11 bajas en lo que va del año, la mayoría en operaciones antiterroristas. Hacia 2010, Estados Unidos tenía en territorio afgano cerca de 100.000 efectivos, con presencia en las 34 provincias del país. En muchos casos, las tropas estaban aisladas en posiciones muy fortificadas, tal como los soviéticos en su momento.
Hoy, quedan unas pocas bases y el número de efectivos se estima en 12.000, a los que ahora se agregarán un estimado de 4.000 según el nuevo plan de Trump.
Las fuerzas de seguridad afganas han trepado a 330.000: el mismo número que alcanzaron durante la ocupación soviética. “Estamos con ustedes en esta lucha”, les dijo el comandante militar de Estados Unidos, el general John W Nicholson Jr: “Nos quedaremos con ustedes”.
Sin embargo, el general Nicholson, definido por sus pares como “un guerrero pensante”, no participó en la elaboración del nuevo plan que se supone que existe. No conoce a Trump: “Suministro mis ideas a través de la cadena de mando”, dijo, para excusar a su nuevo comandante. En su momento, le pidió a Obama que no redujera más el número de efectivos de Estados Unidos, dejándolos en 5.000. La primera vez que Trump nombró a Nicholson, fue para expresar la idea de echarlo. “No sólo me sorprendió; me impactó, demostrándome lo alejado que está Washington de la realidad de Afganistán”, dijo Amrullah Saleh, ex jefe de Inteligencia afgano.
Obviamente, la descalificación de un oficial por parte de su propio mando y su posterior permanencia en el puesto producen una merma de autoridad. “Las batallas se deciden muchas veces por ganar la confianza de los líderes locales”, dijo Saleh. Fue una dificultad extra del colapso del Estado afgano, que no logra salir del CTI. La creciente desintegración étnica y la intervención de cada vez más partes en el conflicto (una filial local de Estado Islámico, caudillos autónomos con creciente poder, guerrillas pro paquistaníes y otras pro India) son las paredes del pozo en el que está cavando hacia abajo Estados Unidos.
Tantos probaron
En el agujero donde están los estadounidenses estuvieron antes los soviéticos, desde diciembre de 1979 hasta principios de 1989. Salieron como pudieron, con endebles acuerdos de paz con Estados Unidos, Pakistán y Afganistán que dieron rápido paso al gobierno de los mujahedin.
Antes, ya muchos habían probado controlar Afganistán. En 1838 los británicos invadieron el país e impusieron a Sha Shujah como rey. Fue muerto cuatro años después, y los británicos fueron masacrados en su retirada de Kabul. En el lapso de 80 años, los británicos plantearon dos veces más la guerra, ocupando o controlando el territorio, y las tres las perdieron, con la baja de decenas de miles de soldados. En 1919, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, se retiraron, exhaustos.
La independencia duraría 40 años, con un rey que fue desplazado por el orden que los soviéticos impusieron con éxito en su porción de Asia. En Afganistán, en cambio, el gobierno títere terminó pidiendo ayuda.
Afganistán tiene 3,6 veces el tamaño de Uruguay. Hoy es un territorio árido y semiárido, pero hace 50.000 años fue de las primeras zonas agrícolas del mundo. Dejó de serlo como consecuencia de la devastación que acarreaba el conquistador Tamerlán, coronado en 1370. Destruyó para siempre el importante sistema de riego y nunca hubo paz ni voluntad de recuperarlo.
La importancia de Afganistán está en su posición neurálgica como límite entre Asia Central y Asia Occidental, y particularmente en su orografía. En una zona que el imperio persa primero y los británicos después llamaron “el techo del mundo”, corre en medio de la alta meseta de Hindú Kush –última estribación occidental del Himalaya– el corredor de Wakham, de 220 kilómetros de largo y entre 16 y 64 kilómetros de ancho, que sirve a la comunicación terrestre entre Oriente y Occidente. Lo habría recorrido Marco Polo en 1298 y al menos desde entonces integró la primitiva Ruta de la Seda, que ahora China quiere rehacer a través de India y Arabia, evitando el dolor de cabeza afgano.
Pero aun antes de eso, Afganistán fue de importancia para el Viejo Mundo. De allí venía el lapislázuli para las tumbas egipcias, allí habitaron los iranios y desde allí desarrollaron su influencia en las civilizaciones de Asia Central.
El territorio fue incorporado a importantes imperios, entre ellos el aqueménida, el macedónico, el maurya y el árabe. Los arios, provenientes del Irán de hoy, establecieron allí su etnia. Lo conquistó Ciro, rey de Persia, y su paz duró dos siglos; pudo así participar en el esplendor de Irán y ser influenciado por la reforma religiosa de Zaratustra, que pudo haber nacido en Afganistán. Y la conquista del territorio por Alejandro Magno en 331 a.C. hizo confluir las culturas de Grecia, Irán e India. A fines del siglo II a.C. se sucedieron satrapías en pugna, la dinastía india de los Maurya, el reino de Bactriana, nuevas invasiones arias y la entrada del budismo, que echaría fuertes raíces.
En 661, los ejércitos árabes conquistaron el territorio, pero la islamización fue muy pausada por la resistencia del budismo; los mercenarios turcos, reclutados por los samaníes, iniciaron una nueva era que, al borde del milenio, en 962, conoció un arrebato independentista en la región de Gazni. Desde allí se lanzaron 17 expediciones contra India: Gazni se transformó en rival de Bagdad; fue un centro notable de vida intelectual y artística, donde surgieron figuras como Ferdousi, el poeta nacional de Irán, autor del Libro de los Reyes, epopeya nacional de Persia. Pero los príncipes afganos, llamados guríes, los hicieron retroceder.
Esta avanzada civilización de los siglos XI y XII, comparable a la del Afganistán budista, se hundió bajo la invasión de Gengis Kahn, quien se ensañó particularmente con el territorio; como ya se señaló, destruyó hasta el sistema de riego. Pero también ese imperio, mayor que cualquier otro, llegó a su fin y Afganistán permaneció con su población pashtún.
No se sabe de dónde viene la apreciación de que Afganistán es la tumba de todos los imperios, pero la historia la sostiene. Y la repite.