“¿Dónde están?” y “¿qué pasó?” son las dos preguntas que repiten en gritos, páginas, pancartas y muros los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos hace exactamente tres años. Van dirigidas al gobierno mexicano, que todavía no ha sabido responder.

Hay varias versiones de lo que sucedió en la noche del 26 de setiembre de 2014 y muchas son contradictorias, lo que no hace más que alimentar la incertidumbre. Se sabe que un grupo de estudiantes que se trasladaba a la capital mexicana en ómnibus fue perseguido y atacado a tiros por policías en el municipio de Iguala, estado de Guerrero. En ese ataque murieron seis jóvenes y 43 fueron detenidos. Desde entonces, sólo fueron identificados restos de un estudiante, pero no hay pistas sobre lo que pasó con los otros 42.

También se sabe que, por ese episodio, las autoridades mexicanas han detenido a más de 120 sospechosos. Sin embargo, ninguno recibió una condena y sólo cuatro están acusados de homicidio y tentativa de homicidio. Ninguno, en ese centenar, tiene cargos por desaparición forzosa. La versión oficial de lo ocurrido señala que los estudiantes fueron asesinados en la misma noche de su desaparición por integrantes del cártel Guerreros Unidos. Después, fueron incinerados en un basurero del vecino municipio de Cocula y sus restos, lanzados a un río. La explicación que dio el gobierno fue que el entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, dio una orden para que detuvieran a los jóvenes por sospechas de que habían robado los vehículos en los que viajaban, y la Policía los entregó a los narcotraficantes.

Sin embargo, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) –designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– llevó a cabo sus propias investigaciones durante un año y concluyó que los hechos no respaldaban la versión del gobierno. De acuerdo con los especialistas, los registros meteorológicos y las imágenes satelitales captadas esa noche muestran que es imposible que los cuerpos de los estudiantes hayan sido quemados en el basurero de Cocula, como establece el relato oficial. El GIEI tampoco creyó en la teoría de la orden del alcalde, que fue arrestado dos meses después, acusado por la muerte de los seis estudiantes, y todavía espera el juicio. En su lugar, el grupo planteó la hipótesis de que uno de los ómnibus llevaba en su interior un cargamento de heroína que iba camino a Chicago, Estados Unidos, sin que los jóvenes supieran, lo que provocó una reacción de los narcotraficantes. Los expertos también cuestionaron el papel del Ejército –por no haber actuado cuando la Policía atacó a los estudiantes– y acusaron al gobierno mexicano de dilaciones, obstrucciones y bloqueos mientras hacían su investigación.

El gobierno del presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, niega las acusaciones y se mantiene firme en su postura. La Procuraduría General de la República lo ratificó ayer, al defender en un comunicado que “en todo momento se ha obrado con objetividad en el caso”. La institución también aseguró que la investigación sobre los 43 estudiantes “constituye la más amplia realizada en época alguna”, algo que, a su entender, lo confirman “los 500 tomos del expediente”. A la vez, informó que hay “más de 120 detenidos en la cárcel” y “71 procesados por secuestro”, y explicó que “si no están sentenciados es porque están agotando todas las vías legales para retrasar el juicio”.

Para los familiares, se trata del mismo discurso de siempre, por lo que hay que seguir preguntando. Dónde están. Qué pasó. Con ese objetivo es que ayer invadieron las calles de la Ciudad de México y marcharon en silencio, junto a decenas de manifestantes, para renovar el pedido de verdad y justicia y exigir la aparición con vida de los jóvenes. En el pie de cada cartel, aparecía el reclamo permanente: “¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!”.