El 20 de enero de 2017, Donald John Trump asumió la presidencia con la promesa de cambiar las cosas dentro y fuera de su país. Su plan: hacer a Estados Unidos “grande de nuevo”. No perdió el tiempo. En los últimos 362 días, confeccionó un controvertido plan migratorio, abandonó acuerdos y tratados multilaterales, aprobó decretos que limitan los derechos de algunas comunidades y aumentó la tensión nuclear (entre otras cosas). En realidad, para estar al tanto de sus pasos sólo es necesario seguirlo en Twitter.
Este sábado se cumplirá un año de aquel día en el que todos vimos por televisión, atónitos, cómo Donald Trump se convertía en el presidente de Estados Unidos. Estábamos acostumbrados a verlo por la pantalla chica, pero en plan empresario multimillonario despiadado y estrella de reality show.
En los primeros meses de gobierno, Trump se dedicó a convertir varias de sus promesas de campaña más polémicas en órdenes ejecutivas o decretos presidenciales, medidas que no requieren la aprobación del Congreso.
En materia de seguridad interna, sus decretazos más cuestionados tuvieron que ver con la inmigración. La orden ejecutiva que causó más revuelo fue la que intentó prohibir temporalmente la llegada de refugiados y de inmigrantes de seis países de mayoría musulmana –Chad, Irán, Libia, Siria, Somalia y Yemen– que el mandatario consideró “propensos al terrorismo”. La orden fue firmada una semana después de que asumió el cargo. Su argumento fue que así protegería a los estadounidenses y alejaría del país a los “terroristas islámicos radicales”.
Esa decisión desencadenó protestas multitudinarias en todo el mundo, así como la condena de varios gobiernos y de organismos internacionales, que alegaban que el decreto discriminaba a los musulmanes y suponía un ataque a la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, que protege la libertad religiosa. El veto migratorio se enfrentó con resistencias legales diversas, que se sucedieron durante todo el año y obligaron al presidente a presentar dos versiones más de su propuesta.
Finalmente, el 4 de diciembre –es decir, hace tan sólo 44 días–, la pelea de Trump dio sus frutos cuando la Corte Suprema de Estados Unidos autorizó en un fallo la puesta en vigor del veto migratorio. La versión aprobada prohíbe el ingreso de refugiados e inmigrantes de los mencionados seis países de mayoría musulmana y también a los ciudadanos de Venezuela y Corea del Norte.
En su tercer día de trabajo en la Casa Blanca, Trump firmó otra orden ejecutiva, esta vez para autorizar la construcción del polémico muro fronterizo con México. El mandatario dijo en ese entonces que Estados Unidos comenzaría a construir el muro por su cuenta y luego le cobraría a México los más de 10.000 millones de dólares que estima que costará, algo que sus vecinos rechazaron en múltiples ocasiones. Sin embargo, incluso si este plan se sigue al pie de la letra, Trump necesita que el Congreso apruebe los fondos para iniciar la obra, algo en lo que por el momento no ha tenido éxito.
Junto con el decreto que autoriza la construcción del muro, el mandatario suscribió otra orden ejecutiva para retirar los fondos públicos a las más de 300 “ciudades santuarios”, que se niegan a colaborar con las políticas del gobierno respecto de los inmigrantes indocumentados para evitar su deportación. No obstante, a fines de noviembre, el juez federal William Orrick bloqueó de manera permanente el decreto, en un fallo que respondía a demandas presentadas por dos condados de California y San Francisco.
En el marco de su nuevo plan migratorio, Trump también anunció, en setiembre, el final del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), implementado durante la administración de Barack Obama, que protegía a más de 700.000 jóvenes indocumentados que llegaron a Estados Unidos cuando eran niños o adolescentes. El gobierno anunció que no se aceptarían más solicitudes a partir de octubre y que el programa sería eliminado definitivamente el 5 de marzo de 2018. Hasta ese día, el Congreso tendría tiempo para aprobar una norma que permitiera regularizar la situación de los llamados dreamers y, en algunos casos, evitar su deportación.
La eliminación del DACA, sin embargo, todavía no es segura. La semana pasada, un juez federal de California decidió bloquear la eliminación del programa, con el argumento de que el presidente no actuó de acuerdo con la ley al tomar la decisión. Después de este fallo, el gobierno anunció que presentará un recurso directamente ante la Corte Suprema de Justicia.
La última decisión en materia migratoria tuvo lugar hace tan sólo nueve días, cuando el gobierno anunció el fin del Estatus de Protección Temporal para El Salvador. El programa beneficiaba a cerca de 200.000 salvadoreños que llegaron a Estados Unidos después de los dos terremotos de 2001, entre otros inmigrantes que tuvieron que huir de su país por catástrofes naturales. La medida deja a todos esos salvadoreños expuestos a la deportación a partir de setiembre de 2019. El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos informó que la decisión de terminar con el programa se debe a que “ya no existen las condiciones originales” que permitieron ese beneficio, que era temporal.
Marcha atrás
En medio de su estrategia para vaciar el país de extranjeros –al evitar la entrada de inmigrantes y, a la vez, deportar a los indocumentados–, Trump adoptó medidas que afectaron a ciudadanos estadounidenses.
Esto afectó, principalmente, a las mujeres. En abril, el presidente firmó un proyecto de ley que permite que los estados retengan fondos federales a las organizaciones que proveen servicios de salud reproductiva, incluida Planned Parenthood, que atiende anualmente a dos millones de mujeres. La medida dejó a miles de personas –en particular mujeres y niñas de bajos ingresos– sin la posibilidad de acceder a atención médica básica, como pruebas de detección de cáncer, chequeos durante el embarazo, control de la natalidad y servicios de aborto sin riesgos.
En la misma línea, Trump firmó durante el primer mes de su mandato un decreto que prohibía la concesión de ayuda estadounidense a organizaciones civiles que brindaran asesoramiento en el extranjero sobre el aborto como una opción de planificación familiar, o que lo promovieran.
El presidente estadounidense también revocó protecciones laborales para las mujeres que garantizaban la igualdad de salarios, procesos judiciales para casos de acoso sexual en el lugar de trabajo y protección del permiso parental, según denunció Amnistía Internacional a fines de abril.
La comunidad LGBTI tampoco logró escapar de los decretos de Trump. Unos días después de cumplir su primer mes en la Casa Blanca, el presidente anuló una norma proclamada por Obama para que las escuelas públicas del país permitieran a los alumnos transgénero usar los baños que prefirieran en función del género con el que se identificaran. El argumento del gobierno fue que la medida producía “demasiada confusión” y que no se había hecho “un análisis legal suficiente”.
Cinco meses después, la administración Trump anunció que quedaría prohibido que las personas trans se alistaran en el Ejército, y tiró abajo una ley que se había implementado durante el gobierno de Obama. “Después de consultar con mis generales y expertos militares, el gobierno de Estados Unidos no aceptará ni permitirá individuos transgénero en el Ejército. Nuestros militares deben estar centrados en la victoria y no pueden cargar con los tremendos costos médicos y la alteración que los transgénero supondrán en el Ejército”, defendió Trump.
Pero esta medida no duró mucho: después de enfrentarse con varias demandas judiciales, finalmente, el 30 de diciembre, cuatro jueces federales lograron bloquear la decisión. De acuerdo con el fallo del juez del distrito de Riverside, Jesús Bernal, la prohibición de Trump es “inconstitucional” porque viola la protección de las libertades y de la igualdad de todos los individuos. Como resultado, a partir del 1º de enero, el Ejército estadounidense tiene que aceptar el reclutamiento de cualquier persona trans que quiera convertirse en soldado.
Como una isla
Otro gran apartado del plan de gobierno de Trump puede resumirse con el eslogan que aparece en prácticamente todos sus discursos: “Estados Unidos primero”. Se trata de un puñado de medidas con las que el gobernante buscó, poco a poco, aislarse del resto del mundo.
Una de las primeras medidas que tomó el presidente en este campo fue la de retirar a su país del Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica, algo que logró sólo con su firma, porque Estados Unidos todavía no lo había suscrito.
Ese mismo día, el mandatario firmó otro decreto para renegociar los términos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que, a su entender, perjudican a Estados Unidos. En este caso, Trump no tiene la última palabra. En primer lugar, porque debe ponerse de acuerdo con los socios, México y Canadá, que ya manifestaron sus reticencias a volver a negociar los términos del pacto. Pero además, si Trump quisiera cancelarlo, debería conseguir la aprobación de las dos cámaras del Congreso, cuestión que parece difícil porque muchos legisladores republicanos ya se manifestaron a favor del tratado. En agosto, Trump presagió: “No creo que logremos un compromiso, considero que al final probablemente demos por terminado al TLCAN”. Las negociaciones continúan.
Por otro lado, en una decisión inesperada, el gobierno de Trump dispuso en octubre que Estados Unidos se retire de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para fundamentar la decisión, la Casa Blanca manifestó que este organismo necesita una “reforma fundamental” y que tiene una “continua tendencia anti-Israel”.
Otra medida con la que Trump escapó de los proyectos multilaterales y a la que le imprimió el sello “America first” tiene que ver con el recorte de los fondos que aporta a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), incluidos los destinados a misiones humanitarias y de mantenimiento de la paz.
Pero tal vez la decisión más polémica en el ámbito internacional haya sido la de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, firmado por más de 200 países con el objetivo de poner freno al cambio climático bajando las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera. Trump lo había advertido desde el inicio de su campaña electoral, pero nadie pensó que se animaría a dar el paso. En agosto, el gobierno notificó formalmente a la ONU su intención de abandonar el pacto, aunque la decisión no podrá hacerse efectiva hasta 2020. Estados Unidos es actualmente el único país que quedó afuera del acuerdo, después de que, en los últimos meses de 2017, lo firmaron Nicaragua y Siria.
Puertas afuera
El aislacionismo que Trump intentó promover también se reflejó, lógicamente, en su política exterior. En este ámbito tampoco perdió el tiempo: revirtió medidas históricas, rompió con décadas de tradición diplomática y avivó un conflicto nuclear. Varias de sus decisiones en esta materia estuvieron atravesadas por la necesidad del presidente de mostrar su fuerza y ratificaron, también, que su impulsividad no es sólo verbal.
La primera de esas muestras de fuerza tuvo lugar en abril, cuando el presidente estadounidense ordenó bombardear una estratégica base aérea en Siria como respuesta a un ataque con armas químicas por parte del gobierno del presidente Bashar al Assad. En la ofensiva estadounidense murieron seis soldados sirios, según informó el Pentágono.
Trump justificó el ataque enseguida: “Usando un agente nervioso mortal, Al Assad ahogó la vida de hombres, mujeres y niños. Fue una muerte lenta y brutal, incluso hermosos bebés fueron cruelmente asesinados”, dijo. Más adelante, su gobierno aseguró tener evidencias “claras y consistentes” de la muerte de más de 80 personas por gas sarín en Jan Shijun, en la provincia de Idlib. Y agregó: “Es vital para los intereses vinculados con la seguridad nacional de Estados Unidos prevenir y disuadir la proliferación de las armas químicas”. Hasta el día de hoy, el gobierno de Al Assad niega haber usado armas químicas.
Ese fue el primer –y, por el momento, único– ataque que Washington llevó a cabo contra las fuerzas del gobierno sirio desde que comenzó la guerra en ese país, hace casi siete años.
Todavía no había pasado una semana desde el ataque en Siria, cuando el gobierno de Trump lanzó su bomba no nuclear más potente, la GBU-43/B, sobre una región afgana que controlaba el grupo yihadista Estado Islámico (EI). El Pentágono informó en ese entonces que el lanzamiento de la que llamaron “la madre de todas las bombas” se había hecho “para minimizar los riesgos de las fuerzas afganas y estadounidenses que ejecutaban operaciones de limpieza en el área, al tiempo que se maximizaba la destrucción de combatientes e infraestructura de EI”. El resto del mundo lo interpretó como otra muestra de fuerza del impulsivo gobernante.
En esta región, Trump también mantuvo una pulseada con Irán por el pacto sobre su programa nuclear. En octubre, el presidente amenazó con retirarse del acuerdo si no se corregían sus “errores”, ya fuera mediante negociaciones con los otros países firmantes o de forma unilateral, mediante legislación del Congreso estadounidense. Los otros países (Alemania, China, Francia, Reino Unido y Rusia, además del propio Irán) se negaron a renegociar el pacto. La semana pasada la Casa Blanca renovó la suspensión de sanciones a Irán, pero Trump advirtió que podría ser la última vez que lo haga.
En Medio Oriente, Trump también sacudió el tablero cuando, a principios de diciembre, anunció que Estados Unidos reconocía a Jerusalén como capital de Israel y aseguró que trasladaría su embajada a esa ciudad.
El presidente aclaró rápidamente que ese paso no implicaba retirar el respaldo al diálogo entre palestinos e israelíes ni significaba que su país estaba “tomando ninguna posición acerca de cuál debe ser el estatus final de los temas, incluyendo las fronteras específicas de la soberanía israelí en Jerusalén o la resolución sobre las fronteras disputadas”. A su entender, su decisión no fue “más que el reconocimiento de la realidad”, en la que los poderes públicos de Israel se encuentran en esa ciudad. Aseguró, a la vez, que “Estados Unidos apoyará una solución de dos estados si eso es lo que acuerdan las partes”.
El anuncio de Trump provocó protestas masivas en múltiples ciudades del mundo. En Palestina, el jefe político del movimiento islamista Hamas, Ismail Haniye, llegó incluso a llamar a los habitantes a una tercera intifada, la de la “liberación de Jerusalén”. Varias protestas en ciudades palestinas terminaron en choques violentos entre manifestantes y la Policía israelí. Como resultado, cuatro manifestantes murieron y 135 resultaron heridos.
Para echar más leña al fuego, el gobernante amenazó hace dos semanas con dejar de dar ayuda financiera a los palestinos si no vuelven a una mesa de negociaciones con Israel.
El mismo día, también amenazó con retirar los fondos de ayuda militar que su país destina a Pakistán y que tiene retenidos desde agosto. “Estados Unidos ha entregado tontamente a Pakistán más de 33.000 millones de dólares de ayuda durante los últimos 15 años, y no nos han dado más que mentiras y engaños y piensan que nuestros líderes son tontos”, tuiteó Trump. “Ofrecen refugio a los terroristas que cazamos en Afganistán”, agregó, para luego concluir: “¡No más!”.
Lejos de esa zona, en América Latina, lo primero que hizo Trump después de asumir la presidencia fue imponer restricciones a Cuba, revirtiendo el histórico acercamiento que los dos países habían comenzado en 2014. En junio, el presidente declaró el fin del acuerdo “unilateral” de Obama con Cuba, prohibió hacer negocios con los militares en la isla y prometió apoyar al pueblo cubano en su lucha contra su “brutal” gobierno y en defensa de sus “derechos humanos”.
Pero, seguramente, la pulseada que más dio que hablar fue la que Trump mantuvo durante todo el año con el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, por los ensayos nucleares que este desarrolló con bastante frecuencia. No es para menos, si se tiene en cuenta que la pelea puede desembocar en una guerra nuclear.
La tensión, que se mantuvo con más o menos intensidad durante todo el año, aumentó en setiembre, cuando el ministro de Relaciones Exteriores de Corea del Norte, Ri Yong-ho, aseguró que Estados Unidos le declaró “la guerra” a su país y que, en respuesta, su gobierno estaba en “todo su derecho” de disponer “contramedidas” para defenderse.
El funcionario se refería a una declaración que Trump hizo ese mes en la Asamblea General de la ONU, en la que afirmó que “Estados Unidos tiene gran fuerza y paciencia”, pero si “se ve obligado a defenderse a sí mismo y a sus aliados”, no tendrá “más remedio que destruir totalmente a Corea del Norte”. De acuerdo con Ri, el mandatario estadounidense reiteró y ratificó la amenaza unos días después, cuando escribió en Twitter que Kim Jong-un no iba “a durar mucho más”.
A pesar de la presión internacional, el gobierno norcoreano no cedió, y a fines de noviembre reactivó las alarmas cuando, después de dos meses y medio de aparente inactividad, lanzó un misil balístico intercontinental que cayó en el Mar de Japón. Ante ese hecho, Washington redobló el tono de sus respuestas. En el marco de una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU, la embajadora del país ante ese organismo, Nikki Haley, aclaró que Estados Unidos no quiere un conflicto armado, pero que, si Corea del Norte insiste con sus “repetidos actos de agresión”, este podría desatarse. “Y si hay una guerra, no se equivoquen, el régimen norcoreano será totalmente destruido”, agregó.
El último episodio de la novela lo protagonizó Corea del Norte hace pocos días. En su clásico discurso de año nuevo, Kim Jong-un aseguró que su capacidad atómica se convirtió en una “fuerza intimidatoria” para Estados Unidos. “Siempre hay un botón nuclear en mi escritorio”, agregó, antes de advertir que sólo lo apretará cuando exista una amenaza de invasión o un ataque. Fiel a su peculiar estilo, el presidente estadounidense le respondió en Twitter: “¿Alguien de ese debilitado y famélico régimen puede por favor informarle que yo también tengo un botón nuclear, y que es más grande y más poderoso que el suyo?”.