Una vez más, el escenario cambió. La emoción generada por el asesinato brutal de Marielle Franco y Anderson Gomes movilizó a cientos de miles de personas en todo el país. Las calles volvieron a llenarse de una multitud aguerrida, insistente, multicolor, no por una convocatoria partidista, sino por la convicción de que o actuamos ya o el país se volverá insoportable. Y como las multitudes fueron innumerables, los hipócritas tuvieron que ceder. Todas las noticias de los periódicos y de los canales de televisión, que hace unos días mostraban la intervención militar en Río de Janeiro como una manera de rescatar a la ciudad, dieron paso a una mujer negra que denunció desde el principio la militarización de las favelas. Las tímidas acciones cosméticas adoptadas por el ministro Raúl Jungmann y por la procuradora general Raquel Dodge tuvieron una repercusión mínima.

¿Las calles repletas de gente frenarán la gran marea de retrocesos? Hay quien apuesta que sí. El periodista Fernando Rodrigues, editor de Poder360º y libre de toda sospecha de defender al poder popular, hoy ve “una disrupción”, capaz de “cambiar el escenario electoral de 2018”, de aplicar un “golpe” a la intervención de Río de Janeiro y de contribuir al hundimiento de la estrategia del Palacio del Planalto. También ve el posible inicio de una ola de movilizaciones similar a la de 2013.

Probablemente sea demasiado optimismo. La intervención en Río de Janeiro no sólo es un plan del presidente Michel Temer para mantener cierta relevancia, enrarecer el ambiente político y evitar la prisión al final de su mandato. Más bien, vino en socorro de los tres grupos esenciales que se unieron en torno al golpe de Estado de 2016 –el gran poder económico, los medios y las mafias parlamentarias–, al convertir la seguridad pública en el gran tema nacional y evitar que creciera una corriente fuerte contra la agenda de retrocesos . Por lo tanto, la tendencia natural es a que, más allá de la emoción de unos y la hipocresía de los demás, Marielle también sea sepultada por la avalancha de publicidad e irrelevancias con la que los medios suelen ocultar los hechos importantes.

Este choque –por un lado, multitudes ansiosas por actuar; por otro, la presión de la vida cotidiana, tendiente a anular cualquier posibilidad de acción transformadora– señala la necesidad de más formulación política. Si, como todo indica, la presencia en las calles es el único factor capaz de interrumpir la espiral hacia el abismo, hay que garantizar que se sostenga. Significa definir agendas que sean capaces de convocar y, en la medida de lo posible, que sean unitarias.

El final de la intervención es un primer paso obvio. La presencia de los militares en Río de Janeiro, masivamente respaldada por los medios, tuvo apoyo popular inicialmente. Pero puede desgastarse rápidamente por su propia ineficacia, y el repudio al asesinato de Marielle puede ser el elemento desencadenante. El repudio debería, por ejemplo, invitar a los partidos y a los movimientos presentes en las calles a mantener el ímpetu. A denunciar movimientos como el del 41er Batallón de la Policía Militar de Río de Janeiro, que instauró el terror en la comunidad de Acari, en una sucesión de muertes y amenazas. Esta denuncia, que Marielle hizo casi en solitario, podría desplegarse en una sucesión de hechos políticos: el desplazamiento sostenido de parlamentarios y de referentes de los movimientos sociales hacia las favelas donde la brutalidad es más grave; la invitación a los corresponsales de prensa extranjeros –mucho menos alineados con la agenda conservadora– para que acompañen las visitas; la convocatoria de observadores internacionales, aprovechando la capacidad de apelación de la sociedad civil brasileña.

La agenda de horrores no se manifiesta sólo en la intervención. En el Congreso se tramitan propuestas de extrema gravedad sin que los parlamentarios ni sus partidos –incluso los de izquierda– hagan los esfuerzos necesarios para alertar sobre los riesgos implicados. En breve, las manifestaciones políticas pueden convertirse en objeto de la Ley Antiterror. Las ocupaciones del Movimiento de los sin Tierra y del Movimiento de Trabajadores sin Techo corren el riesgo de ser criminalizadas. La necesidad de licencias ambientales para grandes obras está en cuestión. Las bancadas ruralistas tratan de quitarle a la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria el derecho de vetar la venta de agrotóxicos cancerígenos. Etcétera, etcétera, etcétera.

Extremadamente impopular, el Congreso que amenaza con imponer estas medidas no está siendo suficientemente deslegitimado. Se ha hablado mucho, desde las primeras manifestaciones contra el golpe de Estado, en 2016, sobre la formación de comités populares en defensa de los derechos y la democracia. La difusión sistemática de información sobre la agenda de retrocesos ofrecería un poderoso combustible para estos comités. Además, serían un primer paso para reanudar el trabajo de base, un objetivo propuesto (a veces místicamente) y a menudo pospuesto.

Y está, también, la agenda de la contraofensiva. Hasta fines del año pasado, la propuesta de cuestionar, por medio de referendos revocatorios, los retrocesos ya consumados avanzaba y se extendía; era parte del discurso de los candidatos de izquierda. Y comenzaba a despertar polémicas en los medios. Fue dejada de lado momentáneamente por dos hechos. Primero, la anticipación del juicio del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva por el TRF4, que polarizó las atenciones del llamado “campo progresista”. Después, por la intervención en Río de Janeiro, que impuso una vuelta más en el torniquete del golpe de Estado y pareció volver inútil la resistencia.

Las movilizaciones gigantes de estos días exponen, una vez más, una realidad contradictoria. El partido no terminó. El golpe de Estado y su agenda son fuertes por el control que ejercen sobre las instituciones, pero son vulnerables por la incapacidad de crear consensos, de actuar por otro camino más allá de la truculencia. Hay espacio para una disidencia creciente. Pero no está dada ni aparecerá automáticamente.

Construirla con generosidad –evitando, en especial, que la disputa electoral se convierta en un factor de desagregación de las multitudes que volvieron a las calles– es el mayor homenaje que se les puede hacer a Marielle Franco y a Anderson Gomes.