La Knesset (Parlamento) israelí votó la semana pasada su disolución y dispuso la convocatoria a nuevas elecciones legislativas para el 2 de marzo de 2020. Será la tercera elección en menos de un año, un nuevo intento por desempatar entre los dos principales bloques de alianzas políticas que no han conseguido establecer mayorías parlamentarias a lo largo de todo este año.

La mayor crisis política en la historia de Israel se desató precisamente en momentos en que desde el punto de políticas de estado y propuestas, las diferencias entre las principales fuerzas políticas son mínimas, y algunos dirían inexistentes. Tras el desmoronamiento electoral de la ya debilitada y desorientada izquierda sionista en abril de 2019 y la consolidación del partido de centro-derecha Azul y Blanco (Kahol Lavan) liderado por el general retirado Benny Gantz como principal alternativa al gobierno del Likud y sus aliados ultra-nacionalistas y religiosos, se podría decir que la hegemonía derechista estaba asegurada y que sin perspectivas de un programa de paz con los palestinos, con una amplia mayoría decidida a perpetuar la superioridad judía en Israel por sobre sus ciudadanos árabes y proseguir con políticas económicas neoliberales, no sería difícil conformar una coalición gubernamental.

Sin embargo, no fue así y como explicamos en una nota hace pocos meses, Israel está políticamente entrampado y entrampa de paso a los palestinos.

Si bien la parálisis política de Israel tiene que ver con el avance de los procesos judiciales contra el primer ministro Benjamin Netanyahu, acusado de graves casos de corrupción, conviene recordar que la crisis al interior de la coalición derechista que gobierna Israel desde hace varios años se desató en Noviembre de 2018 cuando Avigdor Lieberman, entonces ministro de Defensa, y conocida figura por sus posiciones nacionalistas extremas renunció a su cargo tras una escalada bélica en la cual si bien Israel bombardeó la Franja de Gaza y Hamas atacó Israel, el intercambio de agresiones finalizó en un acuerdo de cese de fuego y no en una ofensiva decisiva de Israel sobre Gaza como proponía Lieberman. Más aún, parte del acuerdo de cese de fuego implicaba la autorización israelí al traspaso de varios millones de dólares donados por Qatar para ser administrados por el gobierno de Hamas, en lugar de los dineros que la Autoridad Nacional Palestina decidió no traspasar al gobierno de Hamas por no haber cumplido con los requisitos de la reunificación nacional palestina que había sido acordada en 2016-17.

Lieberman, que en la víspera de asumir como ministro de Defensa había declarado que mataría a los dirigentes de Hamas por cada agresión a territorio israelí, sintió como Netanyahu le hacía pagar el precio político de la complicidad de una política que si bien es muy agresiva contra la población civil de Gaza -económicamente sitiada, bombardeada y a merced de los disparos contra los manifestantes- y verbalmente muy hostil a Hamas, en la práctica está destinada a mantener en su lugar al gobierno de Hamas. Esta estrategia que aparecía velada hasta entonces, fue quedando en evidencia a partir de la renuncia de Lieberman y más aún durante estos largos meses de crisis política en Israel.

Tanto es así, que en las últimas semanas al asumir como ministro de Defensa el ultra nacionalista y religioso Naftalí Benett -líder del partido Nueva Derecha- que siempre se había destacado por sus críticas a la que calificaba como insuficiente “mano dura” del gobierno contra Hamas, se vió obligado a aclarar que su estrategia como ministro iba a seguir la línea pragmática de Netanyahu frente a Gaza, para así perpetuar la división palestina y la debilidad de la Autoridad Nacional Palestina y poder avanzar en términos de colonización en Cisjordania ocupada y crear las condiciones para anexar parte de los territorios palestinos bajo control militar israelí (denominados zona C). En suma, lo que el tiempo de parálisis política desveló, es la complicidad parcial entre los gobiernos de Israel y Hamas en Gaza, que intercambian cada tanto misiles y bombas sobre sus mutuas poblaciones civiles, pero que tienen un interés mutuo que ahora aparece más claro que nunca.

Hay algo tan obvio para todos los observadores políticos israelíes que actual crisis también desveló: Netanyahu no parece tener consideraciones más importantes que su propio destino personal y el conflicto sobre su continuidad no tiene que ver con otras razones políticas. La coalición de quienes lo apoyan decididamente tiene que ver más con la capacidad que tiene estos aliados de arrancarle beneficios personales y sectoriales que con cualquier política de estado. Y por lo contrario el campo de los anti-Netanyahu no está compuesto de quienes se oponen a sus políticas ni tiene mucho que ver con la izquierda israelí -absolutamente debilitada- sino con la repulsa que despiertan los comportamientos corruptos y burdos de Netanyahu, su familia y sus allegados entre casi todos los sectores de las elites israelíes.

Algunos de los miembros de Azul y Blanco han sido ideólogos de algunas de las políticas más nacionalistas impulsadas por la derecha israelí en la última década, incluyendo la muy polémica “ley de nacionalidad” que condena a inferioridad jurídica a los ciudadanos no-judíos que habitan en Israel.

Elites en cuestión

El comportamiento de Netanyahu y su séquito daña la autopercepción de estas elites. Uno de los escándalos judiciales en el cual Netanyahu no está directamente comprometido, pero sí su abogado y primo David Shimron y alguno de los más cercanos colaboradores, está relacionado a coimas pagadas por el representante israelí del consorcio alemán Thyssen-Krupp para asegurar la multimillonaria compra de 6 submarinos por parte de la marina israelí a pesar que todos los expertos consideraban que eran demasiados y en buena medida innecesarios. Entre los imputados por estas coimas se encuentra el ex comandante en jefe de la Marina Israelí, el general Eli Marom.

Este tipo de escándalo despierta la repulsa de quienes podríamos considerar como nacionalistas honestos, que consideran a este tipo de coimas como algo próximo a la traición, como llegó a expresarse el ex Ministro de Defensa de Israel, antiguo miembro del Likud y hoy dirigente de Azul y Blanco, el general retirado Moshe Yeelón. Ahora surge la candidatura dentro del Likud de Gideón Sa'ar, alguien ideológicamente situado a la derecha de Netanyahu que refleja a las elites sociales que dentro del Likud ya quieren sacarse de encima al actual primer ministro, pero que aparentemente carecen del necesario apoyo popular.

Los grados de corrupción y tráfico de influencias que afectan al mundo de la prensa, la regulación en el mercado de las comunicaciones y otros campos asustan y movilizan a lo que podríamos llamar importantes componentes del “estado profundo”. El desprecio total expresado por Netanyahu y sus principales voceros políticos hacia el sistema judicial polariza aún más la división dentro de la derecha y el centro político israelí. Por medio de acusaciones sobre una supuesta “caza de brujas” en su contra, Netanyahu procura victimizarse y cohesionar a su público, mayormente compuesto por votantes de sectores sociales medios y bajos qué, por diversas razones históricas, incluyendo haber sido víctimas del racismo y el clasismo del sistema judicial, se identifican con sus reclamos.

Racismo sistémico

Finalmente, hay algo más que el tiempo de esta crisis política desveló: Azul y Blanco, si bien fue creada para terminar con Netanyahu, no está dispuesta a hacer una alianza, aunque sea implícita, parcial y temporaria, con los 13 diputados de la denominada Lista Común que representa la alianza parlamentaria de los distintos partidos árabes israelíes. Esta posibilidad de obtener el voto parlamentario de estos diputados árabes para así conformar un gobierno liderado por Gantz, estuvo sobre la mesa durante tres semanas, pero ante las acusaciones de Netanyahu y el Likud acerca de que tal gobierno equivaldría a una traición y a darle poder de decisión en Israel a “representantes de terroristas”, los dirigentes de Azul y Blanco desistieron.

En otras palabras, aún después de largos meses de parálisis política las principales fuerzas sionistas en Israel no son lo suficientemente maduras para asumir lo que sí supo asumir Itzhak Rabin en 1993: que los representantes de la población árabe en Israel tienen que ser parte integral y legítima del sistema político y que el voto del ciudadano árabe en Israel tiene que ser considerado para las decisiones más importantes de este país al igual que los votos de los ciudadanos judíos.

Es así que el tiempo nos enseñó que el sistema político israelí no supera las barreras de su racismo. Sin embargo, y ante las próximas elecciones convocadas para el 2 de marzo, a veces tengo la esperanza de que el tiempo pueda estar equivocado.

Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.